viernes, 6 de mayo de 2011

LA CAJA GRIS DE LAS AMANTES

Cuando José dio por descartada toda esperanza de vida, volvió sus ojos al pasado y terminó hurgando entre archivos empolvados en un ejercicio que se volvió rutina. «Siempre hay algo íntimo cuya huella debe borrar un moribundo», les decía con humor a quienes lo descubrían en esos quehaceres. Pero la verdad, eran ínfimos los testimonios que mandaba a la basura. La intención real del ejercicio era el placer de recordar.
Un día tomó de un baúl una caja gris y soltó el nudo del lazo que la mantenía cerrada. Al levantar la tapa el polvillo rancio lo hizo estornudar. Sacó un manojo de cartas, y del manojo una al azar que comenzó a leer.
«Atrás quedaron –le contaba a Alicia– los momentos más dichosos. Por fortuna, también pertenecen al pasado los más tristes... y las costosas inversiones. De todo se repone el hombre. El cuerpo como el alma cicatrizan. [...] Por ley natural el amor nace y muere en un ciclo más corto que la vida, por ello es que difícilmente un amor es para siempre. Tenemos que acostumbrarnos a amores que llegan y se marchan».
Aludía a Andrea, una mujer por la que casi pierde los cabales. Era exquisita, pero demasiado refinada. Rindiéndose a sus gustos, José estuvo a punto de acabar con su fortuna.
«Me comencé a sentir atraído por la gracia de tu cuerpo y los atributos de tu alma. Libre no soy, aunque me siento. Nada ataja mi pensamiento, nada encadena mis afectos. Me confieso infiel por vocación, y defensor de los amantes; de quienes aman sin más interés que el sentimiento. Infiel seré, y con la frente en alto, pregonando al viento mis afectos. Sin ocultarlos. Sólo se oculta lo que nos avergüenza. Soy culpable desde hace mucho tiempo, porque sin conocerte, ya gozaba de tu ser en mis ensueños».
No supo si era cursi, pero líneas como esa habían conseguido que Pilar se convirtiera en su primea amante. Releía los párrafos y se sobresaltaba, aún podía revivir la vacilación y la pasión con que los escribiera. En mucho se parecía la ingenuidad del primer amor al de la primera amante. Todo transparente, dispuesto a proclamar el nombre de la amada, a desafiar el mundo, a vencer imbatible todos los obstáculos. Pero finalmente el sentimiento se rindió ante la adversidad y nuevos amores le enseñaron el valor de la prudencia.
En el fondo de la caja encontró las cartas a Piedad.
«No provenimos del Olimpo, ni dioses ni héroes somos para doblegar nuestra naturaleza, nuestra materia es la misma que la de los demás mortales».
Era un párrafo que le escribió justificando las flaquezas de la carne. En otra carta le decía hablándole de Fanny:
«Tu mano diligente y generosa es el mejor bálsamo para las heridas que un amor mundano me ha causado. Sé que los brotes sicóticos del enamoramiento topan con el dolor al final de su camino, por ello celebro que el amor imposible que un día fuiste, sea hoy una amistad eterna... imperturbable. [...] Qué ojos tan diferentes a los de aquel fatídico pasado vuelven a ver el mundo. Guiados de nuevo por la razón descubren que el entorno no ha cambiado. De amor se sufre pero no se muere. Y el dolor de ayer pasa a mi vista como el relato de un extraño».
Sonreía para sí mientras leía. El recuerdo de Fanny ya era indiferente. ¿Quién hubiera imaginado que esa existencia le había sido tan imprescindible como el aire? José nunca volvió a saber de aquella secretaria.
Él llamaba «la caja gris» a aquel atado, no por su color, sino por la suerte gris de sus romances. Allí estaba contada en forma epistolar la suerte de todos sus idilios. De todos los que alguna cicatriz le habían dejado; de todos los que habían sido trascendentes, tan trascendentes, vaya ironía, que habían terminado en el ocaso. Repasarlos en aquellas cartas fortalecía su idea de la caducidad del amor y del destino fatídico de la pareja. Esas historias eran su visión personal, pues ni una sola letra guardaba allí de sus amantes, nada de lo poco que ellas le escribieron. Todas eran copias a mano de las cartas que él enviaba a sus amores, y copias de las que hacía llegar a Alicia y a Piedad, sus confidentes, con el obituario de los romances malogrados.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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