lunes, 21 de enero de 2008

DEL OSCURANTISMO AL CONOCIMIENTO DE LAS ENFERMEDADES INFECCIOSAS - INTRODUCCIÓN


Temible e inseparable compañera ha sido la enfermedad de la humanidad. La viruela, la lepra, el tifus, el cólera y la peste figuran entre los azotes más antiguos y temidos, pero igual de mortales fueron la difteria, la sífilis, la tuberculosis, el sarampión, la malaria y la fiebre puerperal. Fueron enfermedades contagiosas, de evolución lenta unas, otras de curso fulminante de las que por milenios el hombre desconoció su carácter infeccioso. En su ignorancia las atribuyó a castigo de los dioses, a demonios, a poderes invisibles, a fenómenos astronómicos, a inundaciones, a sequías y hasta a manos criminales. Bien pudieron ser interpretadas como los males de la caja de Pandora, con los que Júpiter quiso someter al hombre.

Las epidemias, por todo el mundo padecidas, fueron más devastadoras que cualquier otro flagelo. Pueblos enteros fueron por ellas arrasados, guerras ganadas o perdidas, poderosos ejércitos vencidos.

Fue probablemente Fracastoro en el siglo XVI quien primero intuyó el carácter contagioso y micoorgánico de las enfermedades infecciosas. Su libro "De Contagione", (1546), contiene el fundamento de su teoría sobre estas enfermedades. Sin embargo habían ya pasado más de dos mil años desde que los egipcios imaginaran que diminutos gusanos causaban las enfermedades, y unos seiscientos desde que los romanos atribuyeran el origen del paludismo a animales invisibles de los pantanos.

La descripción clínica de las enfermedades se enriqueció con la importancia que a la observación clínica se dio en el siglo XVII. Se pusieron en duda desde entonces antiguas creencias y las concepciones médicas se aproximaron más a la verdad. Así, por ejemplo, la erisipela, enfermedad típicamente infecciosa, interpretada por Galeno (siglo II) como afección hepática, fue finalmente sospechada como contagiosa por Hunter y Gregory al final del siglo XVIII, y su carácter infeccioso fue claramente demostrado con el aislamiento del estreptococo en 1882.

El valor de la determinación periódica de la temperatura fue enfatizado por Santorio Santorio al aplicar el termómetro a la clínica. Sus mediciones en el siglo XVI encontraron eco en el uso del termómetro por Hermann Boerhaave (1668-1738), lo que conduciría a la interpretación de las curvas térmicas en el siglo XIX por Carl August Wunderlich (1815-1877), quien enseñó su correlación con la evolución de la enfermedad en el libro "El comportamiento del calor propio de las enfermedades" en 1868.

Pero a pesar de los progresos en el conocimiento clínico de las enfermedades, con poco podía contribuir, en aquellos tiempos, la medicina a la salud de los pacientes. Hasta Molière llegó a afirmar en su “Enfermo imaginario” (1673) que "la mayor parte de las personas mueren a causa de los remedios y no de la enfermedad". La realidad es que ni los agentes infecciosos se conocían entonces, menos las armas para derrotarlos. Tendría que esperar el mundo la llegada de Louis Pasteur (1822-1895) y de Robert Koch (1843-1910) para resolver de las infecciones tantos interrogantes.

Fueron ellos, figuras culminantes de la ciencia en Francia y Alemania, quienes demostraron la acción patógena de los microorganismos y dieron inicio a la microbiología. Pasteur demostró el origen bacteriano de las enfermedades infecciosas y su transmisibilidad, y sentó los fundamentos sobre la naturaleza de la infección. Koch estableció las bases para el estudio de las enfermedades infecciosas e introdujo las técnicas de aislamiento y de cultivo. Era el inicio de una nueva era que muchos dieron en tildar de "pasteurinana".

Pero no todos los gérmenes causantes de las enfermedades infecciosas eran las minúsculas bacterias de Koch y de Pasteur. El descubrimiento en 1850 por el médico militar Charles Louis Alphonse Laveran del agente del paludismo, demostró la acción patógena de los protozoarios en el hombre y Ronald Ross (1857-1932) al descubrir el plasmodium en los anofeles por él disecados, confirmó sin lugar a dudas en 1897, la capacidad de los mosquitos para transmitir infecciones que no se propagaban por el contacto directo entre los hombres. Notablemente más pequeños fueron los virus descubiertos por Iwanowsky en 1892 cuando estudiaba el mosaico del tabaco. Y más grandes que los virus pero menos que las bacterias, resultaron los agentes infecciosos descritos por Howard Taylos Ricketts (1871-1911) al estudiar la fiebre de las montañas Rocosas, las rickettsias, transmitidas también por la picadura de un insecto.

Después de muchos siglos de vivir entre tinieblas, por fin emergió la medicina a la luz de los acelerados y sorprendentes adelantos del siglo XIX. Unos tras otros se sucedieron los descubrimientos de la antisepsia por Joseph Lister (1827-1912), de la asepsia por Ignaz Philipp Semmelweiss (1818-1865), de la inmunización activa por Edward Jenner (1749-1823) y Louis Pasteur (1822-1895), y de la pasiva por Emil von Behring. (1854-1917) Pero la gran conquista de la medicina, derrotar la infección establecida, sólo se consiguió en la primera mitad del siglo XX, con la introducción de la quimioterapia por Emil von Behring con el salvarsán y de la antibioticoterapia por Alexander Fleming (1881-1955) con la penicilina.

En aquella carrera por develar el misterio de las enfermedades infecciosas muchas bajas padeció la ciencia. Por accidente, o voluntariamente expuestos a los gérmenes fatales, muchos investigadores tributaron sus vidas a la muerte. Entre aquellos mártires de la microbiología están Thuillier, muerto en 1863 en Egipto cuando estudiaba el cólera, Daniel Alcides Carrión, estudiante de medicina peruano quien investigando la fiebre de Oroya (1885) se hizo inocular sangre contaminada con el germen de la enfermedad que lo hizo célebre pero le causó la muerte cuando apenas contaba 27 años, Howard Tylor Ricketts, muerto de tifus en 1910 cuando investigaba la etiología de la enfernmedad, a la que heredó su nombre, el médico Jesse Wiilliam Lazear, quien con la picadura del Aedes egypty quiso confirmar la teoría de Walter Reed sobre la transmisión de la fiebre amarilla y Fritz Schaudinn descubridor del Treponema pallidum, a quien la Entamoeba histolítica le cobró con la muerte los experimentos de que la hizo objeto.

La humanidad que en tiempo de las grandes epidemias difícilmente conoció un promedio de vida mayor de 35 años, pudo por fin mirar sin fatalismo a la mayoría de las enfermedades infecciosas. Dramática fue la reducción de las muertes que causaban. La escarlatina ya sólo cobraba en los años sesenta del siglo pasado el 1% de las vidas que en 1901, la difteria reducía en período semejante en 200% su mortalidad, y la devastadora viruela desaparecía del mundo veinte años antes de terminar el siglo.

Paulatinamente en el estudio de las infecciones se incorporaron el aislamiento de los gérmenes, los cultivos, las determinaciones de antígenos y de anticuerpos. Se descubrieron el complemento y los mecanismos íntimos de la inmunidad, y se inició con el advenimiento de la medicina actual la investigación a escala molecular.

Del estudio de las temibles epidemias, también nació la epidemiología. Surgió primero como parte del estudio de las enfermedades infecciosas, pero finalmente se volvió inseparable de todo cuadro morboso, convertida en la ciencia de los factores que condicionan la enfermedad, su frecuencia y su distribución en la población, con objeto de combatirla y prevenirla.

Fue este un trasegar de milenios en que el ingenio del hombre fue tejiendo una maravillosa historia atiborrada de espléndidas conquistas. Historia que reúne el accidente afortunado y develador, pero también la constancia admirable y la genialidad de quienes se resistieron a dejar pasar desapercibidos fenómenos ya advertidos, pero indiferentes al común de los mortales, permitiendo así que se pudieran aprovechar en beneficio de la humanidad. En el recuerdo de aquellos momentos y personajes estelares, invito al lector a abordar este recuento, que en aras de una brevedad que difícilmente, se consigue, se centrará en el quehacer de los pioneros, pero rindiendo siempre el emocionado homenaje a quienes condujeron a la medicina al triunfo sobre las enfermedades infecciosas.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO.

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