sábado, 24 de septiembre de 2011

CARTA LXI: NO PIENSO RENUNCIAR AL PLACER DE MIS SENTIDOS

Noviembre 16

Copito:

Cuando te abordó aquella mujer extravagante, creí que era tu amiga. Pocas veces he visto tanta familiaridad en un extraño. ¡A qué grado de atrevimiento llegan estos alborotadores! Hay que ver la temeridad con que pretendía cambiar tus convicciones. Si ella es el ejemplo de un miembro de su iglesia, suficientes razones tengo para repudiar su credo.

Evité cruzar palabra porque su discurso era apenas una retahíla sin sentido. Un remiendo de pensamientos mal cosidos. Personas como ésta se obsesionan con ideas fijas que no resisten prueba, en dogma las convierten y niegan toda razón a quien las interpela.

¡Qué disparate! Dizque exhortaba el amor al prójimo y la tolerancia, pero su prédica era una condena constante a la humanidad por todas sus acciones. Que tal llamar a los sentidos “las malditas ventanas al pecado”.

Por despreciarlas casi se va de bruces cuando el bus frenó en le paradero. Te cuento que ganas de reír no me faltaron. Pero volviendo al tema, ¿quién no anhela sensaciones placenteras? ¡Qué absurda interpretación pecaminosa del placer! ¿Serán honestos quienes la predican? ¿O más bien esconden tras de estas posturas sus excesos?

Los sentidos son en este aspecto indiferentes, por igual perciben el dolor y el placer. Su función escapa a cualquier juicio moral, sencillamente no es en ella en la que el bien o el mal tienen su asiento. Si los sentidos fuesen malos, Dios y la naturaleza, no el hombre, serían los encausados. ¡Qué despropósito!

¿Por qué negar que el Creador le dio al hombre la posibilidad de recrear su vista, de degustar sabores y de percibir olores exquisitos? ¿De deleitarse con el tacto y de extasiarse con sonidos bellos? ¿Que a cada sentido le proporcionó infinidad de estímulos que vivifican? ¿Y que no es renunciando a ellos como habrá el ser humano de ganarse el Cielo? No con la privación, no con el sacrificio inútil, sin motivo.

No se renuncia al placer por simple gusto, apenas por razones poderosas. Sólo cuando mi placer causa a otros un dolor tangible estoy en la obligación de restringirlo. Porque no es ético soportar sobre el mal de los demás mi gozo.

Tengo muy claro que el objetivo del hombre es ser feliz, y que la felicidad es un torrente de satisfacciones y placeres.


Luis María Murillo Sarmiento ("Cartas a una amante")

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viernes, 16 de septiembre de 2011

TUS ROSAS AMARILLAS

Nunca reparé en tu ser,
tantas veces a mi vista indiferente;
nunca imaginé tus pétalos al viento,
ni tus hojas cargadas de rocío,
ni tu flor entumecida al alba
y sedienta al sol del mediodía.

Sabía de la pasión
de tus flores encendidas
y el simbólico dolor de tus espinas.
Hoy sé que existen tus flores amarillas,
las que conmueven al ser
que anida en mis ensueños,
las que su corazón alegran,
las que me deparan
una mirada tierna,
las que la más bella sonrisa
me regalan,
por las que alcanzo a imaginar
una caricia.

Porque tú las prefieres,
yo las quiero,
rosas amarillas,
testigos,
cómplices de mis afectos,
símbolo de mi perenne sentimiento.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Poemas de amor y ausencia”)


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viernes, 9 de septiembre de 2011

DESCUBRIDORES DE LA ANESTESIA*

Ciento cincuenta años han transcurrido desde aquel 16 de octubre de 1846, en el que el nacimiento de la anestesia confinó a la historia el horror de las intervenciones quirúrgicas. Hasta entonces el dolor se mitigaba con coñac y opio y la relajación propicia para la cirugía se obtenía con cocimientos de tabaco que administrados por el recto no pocas veces resultaban mortales.

Si para entonces eran de años conocidos el éter y el óxido nitroso o gas hilarante, quienes habían presenciado su efecto anestésico jamás a ellos le atribuyeron la milagrosa propiedad, la que creyeron producida por el opio, hasta cuando el dentista Horace Wells observó la resistencia al dolor de un traumatizado afectado por el gas de la risa y decidió someterse a un experimento que confirmó su descubrimiento: se dejó extraer de su ayudante Riggs, bajo el efecto del gas, una muela enferma, y no sintió dolor alguno. Era el 11 de diciembre de 1844.

Wells a través de su discípulo William T. G. Morton consiguió presentar su descubrimiento al Massachusetts General Hospital, pero la demostración terminó en fracaso: el dolor doblegó al paciente y Wells salió entre las risas de los asistentes, no provocadas por el gas de la risa sino por su rotundo fracaso.

Morton en cambio pasó a la historia como el afortunado descubridor de la anestesia. Tras confirmar las propiedades anestésicas del gas de Wells, repitió con éxito su experimento en aquél hospital, el 16 de octubre de 1846, fecha que marca el nacimiento de un descubrimiento que con inusitada rapidez se difundió por América y Europa.

Pero tan venturoso hallazgo no lo fue tanto para sus descubridores. Horace Wells, su incuestionable precursor no tuvo la fortuna de disfrutar el éxito de su descubrimiento, porque los laureles fueron para Morton. Recluido en una cárcel, acusado de rociar con ácido a unas mujeres mientras actuaba bajo efecto de los gases que seguía estudiando, se dio muerte el 22 de enero de 1848. Su mente se había trastornado por las sustancias a diario inhaladas. Morton, mundialmente famoso, nunca quiso compartir con Wells el éxito del descubrimiento y se trenzó por décadas en deshonrosa querella con Jackson otro de los descubridores. Aunque todos tuvieron un final sombrío, hoy sus nombres en el sesquicentenario del descubrimiento, merecen volver al presente para recibir el tributo de la humanidad agradecida.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Epistolario periodístico y otros escritos")

* Cuando en octubre de 1996 se cumplió el sesquicentenario del descubrimiento de la anestesia este artículo fue publicado por los diarios colombianos “El Espectador (noviembre 1 de 1996, pág. 4A) y “El Tiempo” (noviembre 7 de 1996, pág. 5A).
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domingo, 4 de septiembre de 2011

EN LAS ALTURAS

Fascinante dominio de las nubes,
que gráciles desnudan su etéreas formas,
de raudos tapices de esencia gaseosa
-ilusión de las mágicas alfombras del oriente-;
de mullidas colchas de blanco vaporoso,
 
níveos copos, algodonosos, densos.

Opacos filtros que refunden
los rayos luminosos:
atenuada e imprecisa incandescencia,
ansiada estrella en los confines
de los velos nubelosos que la encubren.

Caudalosos ríos convertidos en hilillos,
geométricas manchas vegetales,
verdes tintes de esperanza,
desérticos retazos amarillos,
extensas heridas de tierra erosionada,
tortuosos caminos que se pierden
hilvanando un paisaje terrenal en miniatura,

Relieves profundos que la lejanía confunde
en un extenso manto sin altura,
cimas majestuosas
que se besan con las nubes,
argénticos penachos congelados,
eterno azul,
sensación frenética inefable
que domina el orbe en las alturas.



LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Del amor, de la razón y los sentidos")

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