sábado, 29 de agosto de 2009

ANTECEDÍ TUS PASOS

Antecesor soy de tus pasos,
porque antes que tú,
conocí yo el sol, la luna y las estrellas,
las olas del mar, las congojas, las sombras…
la perfidia humana.

Antecesor soy de tus yerros,
precursor incluso de tus faltas;
conozco el futuro de tu vida,
porque ya lo recorrió mi planta:
mis noches son tus días,
mi omega tu alfa.

Antecesor soy de tu suerte,
atalayador de tus riegos y venturas.
De la felicidad conozco los atajos,
del mal, el olor que lo delata.
Soy la vanguardia de tus pasos,
la avanzada de tu mundo inexplorado.

Antecesor soy de tu historia
-un ciclo que siempre se repite-
memoria y moraleja dispuesta a tu enseñanza.
Y seré custodio, preceptor y guía,
hasta que tu ser se espigue como el roble
y adquiera tu genio el temple del acero.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Intermezzo poético – Razón y sentimiento")

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viernes, 21 de agosto de 2009

MARIANA

Aunque había varias personas en la habitación, no sentía deseos de entablar conversación con nadie. Estaba adolorido a pesar de los calmantes y aún me sentía atontado por los anestésicos. Conservaba un vago recuerdo de una cara oculta tras el tapabocas. «Todo salió bien», me había dicho, si bien no estaba seguro de que fuera cierto. El atolondramiento era tal, que ni siquiera me importaba preguntar por el desenlace de la cirugía. Aunque me molestaba dormir en presencia de los visitantes, cerré los ojos, y en mis sueños afloró la última cara que había reconocido. Vi a Mariana, vestida de novia, alejarse en carrera desesperada, mientras Arturo la perseguía sin alcanzarla. Luego aparecía mugrienta, mal vestida, con el pelo revuelto, vociferando, lanzando toda clase de improperios. «¡No soy su esposa, sino su sirvienta! ¡Es un explotador! ¡A las sirvientas al menos les pagan prestaciones!» «Mira, José, la ropa lujosa que me compra», y metía los dedos entre los rotos de un vestido hecho jirones. La imagen de Mariana iba y volvía, cada vez diferente, con nuevo aspecto, con diferente traje, en diferente ambiente, pero siempre renegando de su mala suerte, siempre culpando a Arturo de toda su desgracia. «Hasta que se revuelque con otras mujeres tengo que aguantarle».
Mariana era mi hermana. Menor que yo, había crecido lejos del hogar, pues por su rebeldía la mandaron a estudiar a un internado. Prácticamente adulta, regresó a la casa. Fue por breve tiempo. Conoció a Arturo, y tras un corto noviazgo se casaron. No sé cuánto tiempo pudieron ser felices. Tal vez jamás lo fueron. Nos visitaba con frecuencia, pero pienso que no tanto por vernos, como por manifestarnos una insatisfacción creciente. Culpaba a Arturo de haber apresurado el matrimonio. Arturo aseguraba todo lo contrario. Mi mamá aunque advertía que Arturo parecía un buen hombre, siempre se ponía del lado de Mariana. Papá para entonces, ya había muerto.
Aunque era proverbial el temperamento de mi hermana, a la hora de la solidaridad todos parecíamos olvidar los malos tratos y sus alaridos traspasando las paredes de la casa por una insatisfacción intrascendente. Ese horrible genio era el que frenaba la reacción de la familia contra el comportamiento «reprochable» de su esposo. «No es que lo disculpe –decía mi madre–, pero ese pobre hombre de pronto se comporta así trastornado por tantos arrebatos».
Yo advertí en Arturo un hombre noble y tolerante; y le manifesté mi apreció hasta que las quejas de mi hermana comenzaron a horadar la simpatía. Aunque a decir verdad, por nuestros propios ojos no nos constaba nada. Pero casi todas las afirmaciones de Mariana las dábamos por ciertas. Una cosa era su mal humor, otra una disposición a la calumnia que no le conocíamos. Un día el tema de la infidelidad se volvió reiterativo. Me decía: «Ya he tenido que aguantarme a Ana, a Nubia, y a Roxana, ¿cuántas más me faltan?». Una noche me llamó iracunda, exaltada porque «el bellaco» de su esposo, con el pretexto de un supuesto seminario, se había perdido varias horas con la amante. Pero ocurrió que el seminario sí era cierto, y yo había sido uno de los participantes; peor aún, Arturo había estado todo el tiempo al alcance de mi vista. Comencé a dudar, aunque no dije nada. Tal vez ese cínico magistral que Mariana denunciaba, de buenas maneras en público y comportamiento en privado reprobable, era inocente. De pronto no era cierto todo el sufrimiento que le infringía a mi hermana. A esas alturas Arturo era para la familia un mujeriego empedernido, un déspota, un tacaño, un irresponsable, un abusivo. Sin embargo Mariana no quería que reclamáramos, ni Arturo nos daba directamente motivo para iniciar una disputa. Había que reconocer que era conciliador y amable.
Muchas veces tuve intenciones de enfrentarlo, pero no lo hice. Finalmente fue Arturo quien me buscó con una revelación para la que el buen clima creado por mi descubrimiento resultaba imprescindible. Me dijo que de los familiares de Mariana yo era el que le inspiraba más confianza, y que él sabía que mi hermana nos venía dando de él las peores referencias, por lo que había llegado el momento de deshacerse de tan mala fama. Y abriendo un sobre me entregó el concepto de un psiquiatra. Decía que mi hermana padecía un trastorno paranoide de personalidad, una condición siquiátrica caracterizada por la desconfianza extrema.
Veía a Arturo frente a mí, nervioso, temeroso de mi reacción. No me sentía molesto con él, pero sí sorprendido del dictamen. «Algo así empezaba a sospechar», le dije. Nos sentamos y comencé a escucharlo. «Siempre me trató de loco, y me mandaba al psiquiatra en cada discusión. Con tanta insistencia terminé por visitarlo. Le conté el comportamiento de Mariana. Me dijo: “Tráigamela, que algún desorden tiene”. La convencí con el argumento de que sin su presencia yo no mejoraría. El doctor me había advertido que nunca mencionara que ella era la enferma. Hubo resistencia, pero me acompañó, apenas dos sesiones, pues precozmente comenzó su paranoia. Decía: “¿Por qué pregunta cosas mías, no se supone que es usted el paciente? [...] Yo creo que usted y ese medicucho están confabulados. […] Vaya sólo a sus terapias, al fin y al cabo usted es el enfermo”». Al final Arturo me propuso que lo acompañara al consultorio del doctor Benítez.
El psiquiatra me explicó que su padecimiento era menos que locura, pues ella no había perdido el contacto con la realidad, ni tenía alucinaciones o delirios, al punto que socialmente su perturbación no era evidente. «Tiene un patrón de conducta que afecta el trabajo y las relaciones personales», dijo. Y agregó que las personas suelen enfrentar el estrés con un estilo propio, en soledad, ignorándolo, acudiendo a un amigo, por ejemplo, pero buscan alternativas cuando el mecanismo no funciona. En cambio quien padece un trastorno de personalidad, carece de adaptabilidad y mantiene el mismo comportamiento a pesar de las consecuencias negativas. La explicación me apasionaba a pesar de tratarse de mi hermana. El psiquiatra insistía en ilustrarme y yo me empeñaba en escucharlo: «La personalidad paranoide utiliza mucho la proyección, mecanismo por el que el enfermo atribuye a otros sus propios sentimientos. Personas como Mariana proyectan sus propios conflictos y sus hostilidades». Y Arturo lo confirmó al instante: «Ante las andanadas de Mariana terminé por no inmutarme, pues sentía que me estaba descubriendo sus flaquezas. Mis supuestas faltas, eran sus defectos. Me los atribuía a mí, pero yo sabía que eran los suyos». «No son conscientes –prosiguió el siquiatra– de que su comportamiento y sus patrones de pensamiento son inapropiados, los consideran normales, atribuyendo sus problemas a las demás personas. Suelen ser fríos, malhumorados y distantes; descubren intenciones malévolas y ocultas en actos inocentes. No tienen objetividad para juzgarse y por reacción a su autoestima baja, se sienten en exceso suficientes, por eso no soportan las críticas ni las contradicciones. Su sensibilidad es excesiva a las afrentas, son incapaces de perdonar agravios y tienen fuerte predisposición a los rencores. También tienen tendencia a los celos patológicos, sospechan conspiraciones y suelen arruinar sus relaciones». Arturo asintió en este punto con una expresión exagerada. «Una descripción de Mariana jamás fue tan precisa», me confesó al oído. Y emocionado nos relató la anécdota que confirmó la tesis: «El despido de Nubia de la empresa era el hecho para narrar del día, por eso se lo conté a Mariana cuando llegué a la casa. Engañado con un interés que adiviné genuino, le respondí a mi esposa todas sus preguntas. ¡Qué iba a pensar en sus ocultas intenciones! Que si era casada, que si tenía hijos, que cómo era, que con quién vivía, que cuál era la causa del despedido. Al final conocía de Nubia lo que yo sabía. La sorpresa sobrevino un mes más tarde cuando Nubia sorpresivamente me buscó en la empresa. Iba con el único propósito de reclamarme que estuviera revelando su intimidad a los extraños. Me tachó de enamoradizo y fanfarrón, y en medio de mi asombro me exigió que dejara de delirar con ella. La imaginé chiflada hasta que me enteré de que Mariana la había llamado para conminarla a terminar conmigo un romance que jamás había existido. En su confabulación mezcló con sus sospechas los hechos reales que le había contado, y armó su propia historia. La precisión de los detalles que yo le había confiado le dieron fuerza de verdad a toda su patraña. Le aseguró a Nubia, sin sonrojo, que yo había aceptado que ella era mi amante, le dio detalles de su vida, que sólo por mi boca conocía; y tras ultrajarla, le reveló mi hipocresía y mis malas intenciones. Nubia nunca me perdonó. Sobra decir que tampoco aceptó que todo hubiera sido un treta de Mariana. Desde entonces opté por no contarle nada».
No tuvimos más remedio que encarar el comportamiento de mi hermana. De pronto se había desvanecido el mundo que nos había pintado. Siguiendo línea por línea el manual de psiquiatría, comprobamos, con asombro, que todas las manifestaciones las tenía presentes. No eran sus sobrinos los demonios que mi hermana mencionaba, sino ella la del genio endiablado con los niños; no era Arturo el embustero, sino la víctima de sus mentiras; no eran sus vecinos las personas intratables, sino ella la distante y desconfiada. Me esforcé en recordar las quejas de Mariana, sometiéndolas indefectiblemente al escrutinio de la desconfianza: «Patricia, no es buena idea que traigas a los niños de visita; aunque Arturo parezca tan atento, las onces que les doy siempre me las reclama. […] Mamá, el tipo es loco. Se pega de una idea, y de la cabeza no se la saca nadie. […] Me contradice todo, me cela, y cuando salgo a la calle la rabia lo devora. No lo dice, pero sé que su furia es porque imagina que me voy a ver con un amante. […] Ya llegó al colmo del descaro; antes al menos disimulaba sus enredos, ahora con cinismo me pasa sus queridas por la cara». Igual rondaron por mi mente las afirmaciones que a Arturo que nunca le creímos, y las que me contó frente al psiquiatra: «La inclinación de Mariana por lo material es desmedida, su cólera no tiene limite cuando me opongo a sus negocios; pero sin mi prudencia hubiéramos feriado la casa en el primero de sus arrebatos. Y sin embargo afirma que yo soy el maníaco. […] Llegaba a casa con ropa regalada, quejándose de que tenía que pedirle a su mamá «los trapos» que era mi obligación comprarle. Entonces yo inquiría: “¿De dónde salieron los vestidos del ropero? ¿Se le olvida que fue de mi bolsillo?” […] Siempre extiende un manto de duda sobre todas mis acciones: “¿Por qué siempre llega a la casa cuando yo no estoy? ¿De dónde va a inventar que viene? ¿Por qué tiene que entrar sin hacer ruido?”. Sus celos son extremos y enfermizos. Un simple saludo le basta para armar romances; una llamada cualquiera para imaginar traiciones. […] Sufre de cambios repentinos de ánimo, aunque su malhumor es casi permanente. Siente aversión a la vida social, esquiva el saludo de todos los vecinos, no le gusta que los trate y dice que la estoy desacreditando cuando me ve con ellos. […] Abre las puertas intempestivamente con la sospecha de que escucho sus conversaciones, y ha llegado a afirmar que el teléfono se lo tengo interceptado. […] Dice que la llevé a la Iglesia con engaños, y me ha tildado de homosexual y pederasta. A sus ojos he sido gay, violador, infiel, hipócrita, ladrón, embustero, sanguinario, blasfemo y mil cosas más para las que mi memoria no da abasto».
Todo era confrontable. Lo tenido por real era mentira y lo que parecía engañoso era sincero. Arturo no era un «egoísta despreciable», ni un «idólatra amante del dinero». Con escritura en mano refutó los cargos de avaricia y nos mostró que Mariana figuraba como propietaria de la casa que él había comprado.
Volvimos a reconocer en Arturo un hombre noble, lo exaltamos por su resignación, y hasta una aureola de santo le buscamos. «Cuando uno sabe que está enferma la aprende a ver inofensiva», nos dijo al pedirnos que no dramatizáramos. Eso fue finalmente lo que hicimos. De una parte desdeñamos sus protestas, de otra, con sutileza le mostramos sus errores.
Intempestivamente el contacto de una mano le puso punto final a mis recuerdos. Era la auxiliar que deslizaba un termómetro bajo mi axila, mientras su jefe me inyectaba un medicamento por la vena. Me invadió de nuevo un sopor extraño y placentero, un «intermezzo» sin estímulos; al final una desconexión total, un encuentro exquisito con la nada. Imagino que habré estado merodeado en el «lobby» de la muerte.



LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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sábado, 15 de agosto de 2009

CARTA XLII: ¿QUÉ TAN LEJOS DE DIOS NOS ENCONTRAMOS?

Septiembre 14

Mi amor:

No imaginas cuánto gozo con las plácidas horas en tu compañía, tanto que termino en mi sueño prolongándolas. Y has de saber que cuando físicamente dejas de estar presente, vuelves a mi mente arropada en mi memoria en una rutina inevitable que reproduce nuestros momentos cotidianos. Son impresiones sensoriales, pero también reflexiones. Pensamientos como los que nos ocuparon esta tarde, consideraciones que bien valen unos renglones de este interminable epistolario, que más parece un diario. Razonamientos que demuestran que tanto como nuestros cuerpos están nuestros pensamientos en perfecta consonancia.

Dices que alguna relación tiene con Dios el hombre, aun para negarlo. No deja de ser cierto. Para mí, la maravillosa complejidad del mundo y de la vida es suficiente demostración de su existencia. No soy como lo has visto un creyente practicante. Pero en Dios creo. Rechazo el dogma y no practico el rito, y siento que estoy con Dios cuando albergo en mi corazón buenos sentimientos, cuando soy sensible al dolor de mis semejantes, cuando soy solidario con ellos, por ejemplo. Tengo la certeza de que sin bondad hacia la humanidad cualquier amor a Dios sólo es mentira.

No me gusta hablar a Dios con palabras prestadas, no disfruto las oraciones prefabricadas que sin digerir, de memoria se recitan. Me molestan las manifestaciones exageradas de religiosidad, que imagino fruto de enfermedad mental o expresión de adulación inútil. Creo que la manifestación religiosa sana es mesurada.

Henos aquí, en medio de una relación pecaminosa, tú y yo hablando de bondad, de Dios, y acercándonos al Creador, para agradecerle este hermoso sentimiento. No es ironía, tampoco paradoja. ¿Pero quién realmente diferencia el bien del mal cuando de amor se trata? ¿Quién hay que pueda reprochar en nombre de Dios la expresión de un sentimiento de ascendencia tan divina? El ambiente religioso seudomoralista que rodea al amor no pasa de ser un sainete impuesto por conveniencia social y dudosas tradiciones culturales.

Sí, amor. Disentimos de las costumbres de nuestra sociedad, pero a diferencia de quienes en la oscuridad esconden sus vergüenzas, nosotros a la luz del día exhibimos nuestro afecto. Un amor que se encubre, no es auténtico. Una verdad que no se proclama no convence. No es genuino un principio por el que no se lucha hasta la muerte.


Luis María Murillo Sarmiento ("Cartas a una amante")

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viernes, 7 de agosto de 2009

DEL AMOR, DE LA RAZÓN Y LOS SENTIDOS - PRÓLOGO SEGUNDA EDICIÓN


En el inventario de los sentimientos, las pasiones y las ideas que ineludiblemente hacemos de nuestra vida con cierta regularidad, vamos estratificando los sentimientos por su pureza, las pasiones por su intensidad y las ideas por su autenticidad, entendiendo por autenticidad la concordancia entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se obra. Cualquiera que sea la unidad de medida para evaluar estos tres componentes del corazón y el raciocinio humano, su expresión en la poesía y el verso es -sin lugar a duda- la más hermosa forma de presentación de éstos para que, con el ropaje de la belleza en el lenguaje, lleguen al alma, se regocijen en sus aguas mansas y muevan a la reflexión o simplemente conmuevan para provocar una lágrima o una sonrisa leve.

Luis María Murillo tiene el don de la palabra. El don de plasmar en una hoja de papel sus sentimientos e ilusiones, sus esperanzas y desesperanzas, sus anhelos y frustraciones, sus pasiones y sus remembranzas, sus locuras y sus coherencias. A lo largo de estas páginas desfila ante el lector el corazón de un poeta. Desnudo, descarnado, ingenuo, espontáneo, palpitante, sangrante.

Todos hemos pensado, sentido alguna vez lo que Luis María Murillo expone con elocuencia abstracta, con vapores casi mudos, casi tenues, casi frágiles. El los organiza (si se puede llamar así), los clasifica (si se puede decir así), los desmenuza (si se puede entender así) y nos los presenta sin tapujos, sin repulsiones, sin eufemismos, sin pretensiones diferentes a que los leamos si nos provoca, los disfrutemos si nos apetece o los desechemos si nos place.

Un poeta es un ser privilegiado. Cuando se acaben todos los oficios del mundo, perdurarán dos hasta el final de los tiempos: el curandero y el poeta. Luis María Murillo reúne a los dos en su ser delicado y pausado. Me imagino verlo hace muchos milenios, saliendo de su cueva a contemplar el deshielo, a descubrir los primeros brotes de la primavera, armado de sus venenos y pócimas, llevando en su mochila de cuero un carbón y unas losas para plasmar sus sentimientos, con la esperanza de que tras muchos deshielos y otras tantas primaveras, otros seres humanos, nietos de aquellos que comparten con él el calor y la luz que emana de las hogueras cavernarias, degusten los sabores de un alma inquieta, transparente y luminosa que, a través de los siglos y milenios, transmita la pureza y la frescura de veintiocho letras engarzadas en una magistral sinfonía de frases fantásticas.


DAVID VÁSQUEZ AWAD

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sábado, 1 de agosto de 2009

PIENSO EN TI

Pienso en ti
cuando la noche
me invade con el manto de los sueños,
-el último eres de mis pensamientos
y la primera ilusión de mis ensueños-.

Pienso en ti
cuando el alba
atraviesa mi ventana
y vuelve a ser real
tu onírica figura,
-eres del día el primero,
el más bello pensamiento-.

Pienso en ti
cuando las tardes grises,
cargadas de nostalgia,
reviven la tristeza
que me trae tu ausencia.

Pienso en ti
cuando la luna
colma la noche de idílicos encantos,
te extraño y sufro al no sentirte mía.

Pienso en ti
cuando el amor toma mi pluma.
¡Dulce inspiración,
son para ti todos mis versos!

Pienso en ti
cuando la lluvia
se confunde con el llanto,
y se estremece el alma
añorando tus caricias

Pienso en ti
cuando las flores
exhalan su fragancia
-perfumes exquisitos
que cambio por tu aroma-.

Pienso en ti
cuando la soledad me asalta.
!Congoja tan profunda
que nace de un amor sin esperanza!

Pienso en ti
cuando mi paso
recorre la senda que dejó tu huella,
cuando te evoco
en las cosas que frecuentas,
cuando de ti me hablan tus gustos…
tus rosas amarillas.

Pienso en ti
en mis alegrías
cargadas de nostalgia,
de íntima añoranza,
de compartir contigo
todos mis momentos.

Pienso en ti...

Porque te quiero.



LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Del amor, de la razón y los sentidos")

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