
No es común encontrar en la profesión médica la sensibilidad propia del artista. El hecho, quizá, de estar en permanente contacto con la vida y la muerte, pero no en el sentido sublime y hermoso que la poesía conlleva, sino en su presentación más animal y biológica, hace que entre los hijos de Asclepios y Galeno nazca, por razones inherentes a tan noble oficio, una visión técnica, racional y, si se quiere, fría, de lo que es el hombre y su ciclo vital. Sin embargo, cuando en algún médico brota la vena artística, y en particular la poética, sucede lo que sucede con la flor del cactus: nace en medio de la aridez y las carencias pero es bella, con esa belleza natural y arrogante que brinda el contraste y la rareza.
El doctor Luis María Murillo se atreve a desnudar su alma por medio de las cartas a una amante. A medida que se leen estas epístolas cargadas de sentimientos y ternuras, de pasiones y mezclas de amores y desamores, se adentra el lector, sin proponérselo, en un océano de vivencias enmarcadas por la sinceridad y la soberbia de un corazón que ama. También se experimenta la sensación de ser un espectador silente de un drama que es común a muchos seres humanos de este mundo moderno y urbano en que nos tocó vivir. Aunque el amor es eterno, sus manifestaciones cambian con el entorno, y es allí donde Luis María Murillo encuentra el escenario perfecto para llevarnos de la mano, con ingenuidad y sin prisa, a un paseo por el sendero del amor y sus esguinces.
Se leen las cartas a una amante con la perplejidad del niño, con la seriedad del adulto y con la sensación de inventario del anciano. Desfilan en las cartas los sentimientos del autor, matizados con la belleza secuencial de una relación marcada por la espontaneidad y los difíciles recodos del amor en proceso de creación. Es tajante el autor en su sentimiento y es dubitativo en sus decisiones. Tal cual el amor: se sabe que existe, pero se ignora su destino. Como una borrasca en alta mar: se sienten sus coletazos pero se desconocen sus consecuencias.
Así, sencillamente, Luis María Murillo nos lleva de la mano a mostrarnos sus sentimientos y nos deja solos para que tomemos con libertad, sin juicios ni veleidades inquisidoras, la posición que ante su amor profundo queramos, en razón de nuestras propias vivencias y nuestras ocultas vicisitudes.
El doctor Luis María Murillo se atreve a desnudar su alma por medio de las cartas a una amante. A medida que se leen estas epístolas cargadas de sentimientos y ternuras, de pasiones y mezclas de amores y desamores, se adentra el lector, sin proponérselo, en un océano de vivencias enmarcadas por la sinceridad y la soberbia de un corazón que ama. También se experimenta la sensación de ser un espectador silente de un drama que es común a muchos seres humanos de este mundo moderno y urbano en que nos tocó vivir. Aunque el amor es eterno, sus manifestaciones cambian con el entorno, y es allí donde Luis María Murillo encuentra el escenario perfecto para llevarnos de la mano, con ingenuidad y sin prisa, a un paseo por el sendero del amor y sus esguinces.
Se leen las cartas a una amante con la perplejidad del niño, con la seriedad del adulto y con la sensación de inventario del anciano. Desfilan en las cartas los sentimientos del autor, matizados con la belleza secuencial de una relación marcada por la espontaneidad y los difíciles recodos del amor en proceso de creación. Es tajante el autor en su sentimiento y es dubitativo en sus decisiones. Tal cual el amor: se sabe que existe, pero se ignora su destino. Como una borrasca en alta mar: se sienten sus coletazos pero se desconocen sus consecuencias.
Así, sencillamente, Luis María Murillo nos lleva de la mano a mostrarnos sus sentimientos y nos deja solos para que tomemos con libertad, sin juicios ni veleidades inquisidoras, la posición que ante su amor profundo queramos, en razón de nuestras propias vivencias y nuestras ocultas vicisitudes.
DAVID VÁSQUEZ AWAD.
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