jueves, 27 de diciembre de 2012

PORQUE LLEGASTE

De pronto se negó mi alma
a proseguir sola
la senda de la vida.

De repente mi paso seguro
se ha vuelto vacilante
y mi aquietado corazón
se ha rebelado.

A los sentimientos
mi juicio ha sucumbido;
está mi ser desnudo,
desprotegido, inerme...

Definitivamente el corazón
no sabe de razones,
ni la razón
comprende sentimientos.

Ya no tengo felicidad
sin tu presencia.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Del amor, de la razón y los sentidos")

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miércoles, 5 de diciembre de 2012

MI MUNDO VIEJO

A LAS CALLES BOGOTANAS DE MI INFANCIA

Mundo añejo
latente en los recuerdos de mi infancia
y colosal en la memoria del infante.
Mundo ciclópeo para los pequeños pasos
de mis cortos años.
Mundo para mi diminuta dimensión enorme:
ilusa percepción
que hacía ver grandes las calles
y las casas de mi cuadra.

Universo amado
que la mágica paleta del recuerdo
vuelve a pintar ante mis ojos
con realidad de antaño.
Mundo desvanecido,
por la severidad del tiempo,
que vuelve a cruzarse por mi lado.

Ya no es el mismo que mora en mi recuerdo.
Las calles amplias se volvieron callejones,
ya no son mansiones las inmensas casas.
Y siguen siendo, empero,
las mismas construcciones.
No cambio su perfil ni su tamaño,
solo mi percepción turbada por el tiempo.
Creció mi ser y se volvió de miniatura
el orbe de mi infancia.

Otro, hoy, es el hombre,
otros son los actores del presente.
Pero más allá de las fachadas vetustas
y los frentes trastocados,
cual fantasmas deambulan por mi mente,
los seres de ese mundo remoto… envejecido.

Y a pesar de sentirlo en franca decadencia
mi corazón palpita con el ímpetu
de los sueños que el ayer reviven.
En su emoción mis ojos le devuelven
el brillo del pasado
y en su retina ensoñada
las calles de mi niñez
vuelven a ser doradas.
Regresan de su descanso plácido las almas
y de nuevo caminan a mi lado,
las primaveras se desandan
y vuelvo a jugar con los niños de mi cuadra,
de nuevo repica la campana
que invita a la iglesia de la esquina,
y la pólvora que hacíamos tronar en las novenas
retumba de nuevo para proclamar las nochebuenas.

Un día el progreso
arrasará ese mi mundo.
Se perderá su huella,
se perderá su historia.
Se perderá el recuerdo
y toda lágrima que exprese su nostalgia.

Testigo y deudo
solo seré un espectro:
un espíritu más
que en su ciclo mortal
atravesó esas cuadras.

LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO

viernes, 16 de noviembre de 2012

AÑOS LE QUITARÍA A LA VIDA

Ya tengo edad para morir
sin sorprender a nadie,
aunque sigo comandando mi navío.

Más que un aliento
anima mi materia:
siento el empuje de la vida
entre mis venas.

Mas no quiero un cuerpo rendido por los años,
quiero dejar la imagen de mi enjundia,
no he de irme del mundo derrotado.

No ansío una senectud acongojada
en el ocaso postrero de la vida.
Que nadie cargue con el peso liviano de mis huesos
ni con la agotadora imposición de mi cuidado.
¡Que a nadie cause lástima,
que a nadie yo incomode!

Años por eso le quitaría a la vida
para ser un muerto rozagante,
un cuerpo recio
apenas por la parca dominado,
un cadáver robusto
sin seña de derrota,
sin surcos en la piel,
sin torso arqueado.

Años le quitaría a la vida
para que el recuerdo guarde
mi vigor por siempre.
Para que el cenit de mi existencia,
en la memoria por siempre se recuerde.


LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Este no es mi mundo")

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sábado, 6 de octubre de 2012

AL MORRO QUE ADORNA LA BAHÍA

Simbólico vigía de la ciudad
fundada por Bastidas*.
Pétrea mole incrustada en la bahía,
como rancio testigo de la historia.

Presenciaste, espectador enhiesto y silencioso,
la comunión del indio con Seinekan** -la Tierra-,
la adoración del sol y de la luna en los ocasos:
cortejos del atardecer
salpicados en el mar cual pinceladas.

Divisaste por tu flanco los navíos
de los íberos cegados por el oro;
los viste anclar, desembarcar,
y retornar con un botín:
el filón del nativo en su baúles

Fuiste antaño –en la Colonia-
el cerrojo de “La Perla del Caribe***”:
a tu puerta debieron tocar los bergantines.
Fuiste también prisión y fortaleza;
de la rada, fortín y batería.

Oteaste a su paso los bajeles
que inquietaron las aguas sosegadas,
y debiste presentir con su llegada
el anuncio de la tromba de la muerte****.
Mas no existe opresión que dure eternamente
y pudo más la libertad que los horrores.

Y viste atravesar hacia su tumba
la frágil humanidad de un héroe victorioso,
también él -“Genio de América*****”-
debió decirte adiós con su mirada:
melancólica emoción de un hombre en agonía.

En ese devenir
de trances y proezas
eres memoria fiel y cautelosa,
escrutas y te observan,
pero impasible y reservado,
a nadie cuentas la historia
que se otea desde tu palco.

Hoy tranquilo y libre de nostalgias
eres faro, islote y centinela,
el anfitrión que invita a la bahía.
La típica estampa de postal:
ícono que con el sol encumbrado del cenit
se baña en el azul vivificante,
y en los anocheceres emerge
-como sombra chinesca- de las aguas,
proyectando sobre el mar
su giba inconfundible.




* Santa Marta, puerto colombiano sobre el mar Caribe.
** Nombre que dan los Arhuacos a la Madre Tierra.
*** “Perla de América” se llamó a Santa Marta por el comercio de perlas que allí
hubo
**** Pablo Morillo, conocido como “El Pacificador” tras desembarcar en Santa Marta implantó en la Nueva Granada el “Régimen del Terror” para contener la sublevación patriota.
***** Simón Bolívar.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Intermezzo poético – Razón y sentimiento")

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viernes, 14 de septiembre de 2012

ALICIA

Alicia suele llegar en la mañana. Aunque no tiene obligaciones imperiosas, ha adquirido compromisos en que se le van las tardes; unas en el gimnasio, otras en la escuela de artes y la cinemateca, y las que restan en reuniones con amigas que no faltan. 
Casi siempre llega con algún periódico, porque sabe que me entretengo con las columnas de opinión y los editoriales. Antes llegaba con revistas y otro tipo de lecturas, pero consciente de que le quitaban tiempo a mi oficio de escribir optó por restringirlas. 
Antes de volver costumbre su visita con los diarios, sus mimos se traducían en viandas y golosinas que satisfacían el manido pregón de mis goces gastronómicos. Al apartamento llegaba con platos exquisitos que yo degustaba a pesar de las molestias. Luego, cuando mi estómago se negó a aceptarlos, mermaron las porciones; casi todo se quedaba en la bandeja. Optó entonces por alimentos más ligeros. Finalmente no volvió a comprarlos, ¿para que hacerlo cuando literalmente todo iba a parar a la caneca? La dieta dejó de estimular mi paladar, y en una alimentación por gastroclisis feneció mi hedonismo gastronómico. Por una sonda y sin placer alguno comenzaron a alimentarme con una mezcla de alimentos licuados y suplementos de diversa índole. 
Ayer Alicia llegó cargada de uvas y manzanas, ni pensar que fueran para mí: las repartió entre las auxiliares que salían de turno. Abrió las cortinas para que la luz entrara a borbollones, luego se recostó a mi lado y se puso conmigo a revisar la prensa. La enfermera al verla no le hizo buena cara. Si algo las contraría es que los visitantes se sienten en la cama. No dijo nada porque ya sabe que en esa materia no acepto sus reclamos.
Un artículo sobre el insomnio fue el punto de partida para terminar hablando de los sueños. Le conté el del día anterior en que un especialista rectificó el dictamen. «Alguna esperanza muy oculta de vivir todavía tienes guardada», me dijo sin poner circunspección a sus palabras. Ella se acostumbró a hablar de mi muerte sin temores. No porque no la sienta –y la siente como nadie–, sino porque pactamos incluirla en nuestras conversación como algo cotidiano. No la contradije. ¿Cómo hacerlo si los sueños se alimentan de nuestros sentimientos más recónditos?. Por el contrario, le conté otros sueños reiterados en que mi imaginación reflexionaba sobre el destino tras la muerte. Me dijo entonces: «En ellos especulas con todas las opciones, ¿pero no te has preguntado cuál es la que en verdad quisieras?». Me pareció su observación interesante, y expresé mi parecer como insinuándole al destino que debía considerarla: «Esa inquietud no se resuelve con argumentos lógicos, a la hora de responder el interés es lo que cuenta. No espero padecer, es la respuesta. Si ello implica que con mi cuerpo se destruya el alma, la solución es bienvenida. Si mi existencia ha de perdurar de cualquier otra manera, hago votos por un mundo en que sea innata la bondad de los seres que lo habitan, en que nadie atente contra nadie, en que se dé el bien espontáneamente y sin esfuerzo, y en que todas las almas sean felices». «¿Me lo harás saber –me dijo Alicia– para irme preparando?».


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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viernes, 31 de agosto de 2012

CARTA LXIII: TUS ESTUDIOS Y MIS CELOS

Noviembre 23

Paolita:

Estaba ayer tan cerca de la escuela, que no dudé que unos minutos compartiría contigo. Dijiste que no, y tuve que aceptarlo; pero aún no entiendo porque evitabas que te recogiera. Aunque insististe en que se haría tarde para mi compromiso, la verdad es que el tiempo me sobraba.

Resulta inevitable acordarme de aquellos primeros días en que pasaba por ti, y tu oronda te subías al carro, con ínfulas de gente adinerada, envidiada por tus compañeras que debían aguantar el frío en una esquina oscura, hasta que un bus repleto las llevara. ¿Es que hoy prefieres soportar con tus amigas la tortura del transporte público?

Está bien que te reúnas con ellas a estudiar, aun hasta altas horas de la noche, pero me preocupa que con la inseguridad de esta ciudad llegues tan tarde a casa. Ayer por ejemplo llamé hasta la media noche y lo más atento que conseguí fue un perverso comentario. Molesta tu vecina con el timbre del teléfono me dijo:”No es la primera vez que llega tarde, hay noches que ni viene, además no se preocupe que siempre vuelve bien acompañada”

No suelo ser hombre celoso, pero no puedo negar que al escuchar esa respuesta mi corazón dio un vuelco. No inda-gué más porque mientras medité si preguntar valía la pena la señora me tiró el teléfono.

¿Qué tienes tú para contarme?

Luis María Murillo Sarmiento ("Cartas a una amante")

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viernes, 24 de agosto de 2012

CARTAGENA AUSENTE

De luceros pletórica
la noche ve avanzar
un idílico carruaje,
hiriendo a golpes el silencio
en trote acompasado.

Su paso revive la historia
atrapada en el fortín de piedra,
la nostalgia aviva
el poder seductor de los balcones,
y la fragancia de amor
de la estrechas calles.

Una silueta inconfundible
- claroscuro de la noche -
la mente guarda
de cúpulas, murallas y baluartes,
un recuerdo el corazón
del nostálgico murmullo de las ola:,
mi lamento de amor
perdido en la distancia.

A la media luz de las velas,
en el fragor del plenilunio,
los argénteos rayos invitan al romance,
la mesa, de tus rosas adornada;
busco tus manos...
las encuentro ausentes.

Y las tibias arenas de la noche,
por el rumor del mar adormecidas,
mi planta solitaria sienten,
una sombra soy
en la inmensidad del mar,
que tu sombra busca inútilmente.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Poemas de amor y ausencia”)

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viernes, 17 de agosto de 2012

DON GUILLERMO CANO*

En un país en el que los ciudadanos de bien claudican por cobardía ante criminales y violentos, agigantada se yergue la figura valerosa de don Guillermo Cano.

Bien fundamental es la existencia, pero poco vale sometida a fuerzas que ofenden la razón y los principios.

Inútil fue el triunfo de quienes quisieron acallar su pensamiento: su trágica muerte lo ha engrandecido como paradigma de honestidad y de valor.

Otra sería la suerte de Colombia, si como él, defendiéramos más nuestros principios que la propia vida. Vivir sin dignidad no es más que instinto que ultraja al intelecto.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Epistolario periodístico y otros escritos")


* Esta nota escrita hace casi 16 años al conmemorarse 10 años del asesinato del valeroso periodista y publicada en el diario El Espectador el 27 de diciembre de 1996 (pág. 4A) no pierde vigencia, y vuelve a ser de actualidad con la transmisión de la serie televisiva “Escobar, el patrón del mal”, recuerdo de los horrores cometidos por el sanguinario narcotraficante, que hizo a Guillermo Cano, director del Espectador, una de sus víctimas.
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viernes, 27 de julio de 2012

PIENSO EN TI

Pienso en ti
cuando la noche
me invade con el manto de los sueños,
-el último eres de mis pensamientos
y la primera ilusión de mis ensueños-.

Pienso en ti
cuando el alba
atraviesa mi ventana
y vuelve a ser real
tu onírica figura,
-eres del día el primero,
el más bello pensamiento-.

Pienso en ti
cuando las tardes grises,
cargadas de nostalgia,
reviven la tristeza
que me trae tu ausencia.

Pienso en ti
cuando la luna
colma la noche de idílicos encantos,
te extraño y sufro al no sentirte mía.

Pienso en ti
cuando el amor toma mi pluma.
¡Dulce inspiración,
son para ti todos mis versos!

Pienso en ti
cuando la lluvia
se confunde con el llanto,
y se estremece el alma
añorando tus caricias

Pienso en ti
cuando las flores
exhalan su fragancia
-perfumes exquisitos
que cambio por tu aroma-.

Pienso en ti
cuando la soledad me asalta.
!Congoja tan profunda
que nace de un amor sin esperanza!

Pienso en ti
cuando mi paso
recorre la senda que dejó tu huella,
cuando te evoco
en las cosas que frecuentas,
cuando de ti me hablan tus gustos…
tus rosas amarillas.

Pienso en ti
en mis alegrías
cargadas de nostalgia,
de íntima añoranza,
de compartir contigo
todos mis momentos.

Pienso en ti...

Porque te quiero.



LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Del amor, de la razón y los sentidos")

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viernes, 20 de julio de 2012

UNA SEÑAL DEL MÁS ALLÁ (VIII)

Toc, toc, toc. Los golpes se hicieron más intensos. Tras la orden de seguir la criada abrió la puerta.
-Maestro, otra vez le cogió el sueño por andar hablando con los muertos.
-Ningún “hablando con los muertos”. Estaba poniéndole el punto final a mi relato.



FIN

Luis María Murillo Sarmiento (Primer relato de "Cuentos críticos y reflexivos")

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domingo, 1 de julio de 2012

UNA SEÑAL DEL MÁS ALLÁ (VII)

Aquél día volvió a experimentar una prodigiosa sensación vivificante, un hálito que elevó su espíritu sobre la materia agonizante. Avistó el mundo en las alturas y se extasió en la creación sin sobresalto, con la calma de una paz inagotable. Y se hizo más leve que las aves en los dominios volátiles del cielo, traspasó las fronteras terrenales y se sintió morando en el reino de lo absoluto y de lo eterno.

Se sintió libre, plenamente libre, tras escindirse su escuálido despojo. La llama en extinción del cuerpo en desventura se apagó definitivamente, pero brotó una nueva, un brioso impulso que renovó su ser y se anunció como una fuerza inagotable. ¡Sí era la muerte un nuevo nacimiento! Otro acierto en su visión del otro mundo.

Adriana en la soledad de la sala habló con él, como él había hablado con todos los difuntos. Observó su cuerpo inerte y desprendiéndose de Emilio como quien se despega de un objeto, dijo: “Este no eres tú, sólo es tu cuerpo, tu último atavío”. Y dirigió a lo alto la mirada esperado en el ambiente por el aroma de los lirios impregnado una señal que lo manifestara. Frente al vistoso catafalco un adorno floral recostado sobre la base de un cirio se escurrió hasta quedar acostado sobre el suelo. La leve fricción de su caída se amplificó en el fúnebre silencio y como una revelación interpretó Adriana la causa del misterioso movimiento.

“Le conté a Ernesto, cuando su cuerpo bajaban a la fosa, las insatisfacciones que me hubieran hecho desear su suerte. Lo quise hallar escrutando el infinito. Y tropezó mi vista con una golondrina cuando contemplé el firmamento azul y soleado, en contraste con el lúgubre momento. Hubiera sido él, no ha de saberse. Pero insisto que en la bóveda celeste están las almas cuyos cuerpos refunden en la tierra. Lo sentí cercano, le mostré mi aprecio, le compartí mis impresiones de la muerte, le manifesté mis dudas, le revelé mis descontentos. Debieron ver en mí un asistente circunspecto, mudo, abatido por la pena, pero era abstracción ese silencio, mi interior era locuaz en la charla fascinante con mi amigo. Dirías Adriana que fue un tiempo perdido si no te confesara que creo haber recibido parte de su favor en mis aprietos”.

La amante viuda sustentó en aquella confesión sus esperanzas. Y dirigió una tierna mirada al infinito. En algún lugar la acogió Emilio. Fue desde entonces la comunicación de Adriana un ‘diálogo’ espiritual, silente e intuitivo en espera constante de señales: de los signos y las claves que habían acordado en sus ensayos.

“Me podrás presentir en el resplandor indescifrable de un espejo, en el movimiento inexplicable de una puerta o en un despertar súbito a la mitad del sueño. No te asustes. Siempre seré yo, y te estaré guardando”.

Confiada en la señal le hablaba a Emilio que se le revelaba, a su parecer, en cada suceso que juzgaba extraño. Tenía la certeza de que hablarle lo atraía y podía asegurar que su presencia la acompañaba la mayor parte del día. “Tal vez yo no lo oiga, pero algo me dice que me está escuchando”. Se repetía, plagiando sus palabras. Hubiera querido tener con él una comunicación más ostensible, pero ante la imposibilidad su fe la serenaba.

Pensando en Emilio terminó frente al espejo su rutina de belleza diaria. Estiró con el cepillo la negra cabellera, que se alisó en sucesivos pases, y cayó esplendorosa por los hombros. Frente a ella, Emilio contempló ese pelo azabache y brillante que tanto le gustaba. El ambiente pareció el presagio de un encuentro de dos mundos, de dos dimensiones por los siglos de los siglos separadas.

“¡Adriana! ¡Adriana! ¡Cuánta sabiduría hoy puedo compartirte! Te quiero descubrir qué hubo de verdad y error en nuestras tesis. […] ¡Adriana! ¡Adriana! Sumérgete en mi mundo, intenta ver mi brillo en el espejo. Te puedo revelar lo que hay de cierto en la creencia del cielo, el purgatorio y el infierno”.

Por enésima vez volvió a intentarlo. “¡Adriana, estoy aquí, no te he fallado! ¡Cuántas cosas fabulosas por contarte!”.

Adriana ajena a la visita, una vez más miró el espejo. “Con tu recuerdo tendré que contentarme. Si estuvieras aquí, Emilio, advertirías cuánto te quiero”. Frente a frente, sin verlo, ni siquiera imaginarlo, se miraron, y un abrazo desde la inmensidad circundó a la mujer enamorada. Ni la más leve alteración turbó el ambiente. No supo Adriana cuán cerca lo tenía. “Si supieras, Adriana, lo que es el amor en este reino. No imaginas la inmensidad que quiero revelarte”.

Insistió Emilio en contactarla, accediendo a un mundo que tenía vedado: los espíritus puros intervienen, pero no irrumpen en un lugar mundano.

“¡Adriana! ¡Adriana! ¿Sólo viniendo a mi mundo escucharàs mis confesiones?”. Y cual si la incertidumbre se hubiera convertido en un presagio Adriana tras de sentir que su amante la llamaba cayó al suelo… por el emplazamiento de la muerte fulminada.


Luis María Murillo Sarmiento (Primer relato de "Cuentos críticos y reflexivos")

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viernes, 15 de junio de 2012

UNA SEÑAL DEL MÁS ALLÁ (VI)

Finalmente llegó el momento de probar las teorías en carne propia. De verificar la precisión de las suposiciones. Postrado en una cama, ahora Emilio era el desecho de una grave enfermedad. Aislado del mundo, y sin poder comunicarse era motivo de la infinita conmiseración de quienes lo veían. Pero esa vida apagada, en extinción, llevaba en su interior el vigor de una llama incandescente. Su memoria transcurría de su niñez a su vejez; de sus abuelos, a sus padres y a sus hijos; de sus estudios en la escuela a sus estudios superiores y a su cátedra en la universidad; de sus viajes a lomo de mula a sus cruceros; de lo remoto a lo reciente, de lo inmediato a lo distante. Había logrado minimizar los dolores corporales para exaltar las grandezas del espíritu. Qué mundo tan rico y tan variado había dentro de ese cuerpo casi inerte. Los recuerdos felices continuaban provocando gozos, y las tristezas del pasado no provocaban pena: eran ya asunto superado. Qué sorpresa se hubieran llevado al conocer su mundo, quienes lo veían con mirada entristecida.

“Vamos por buen camino -se dijo Emilio-, hasta este punto mis teorías son ciertas”. Sí, estaba demostrando que se podía ser feliz en la aparente adversidad de la agonía. Había logrado asimilar la enfermedad como un proceso necesario para que el cuerpo liberara el alma. Magnificando las dichas virtuales y reales terminó por olvidarse de los padecimientos. Sintió en cada molestia un anuncio salvador, el augurio de un comienzo.

El blanco caparazón que imaginó su cuerpo lo presintió frágil y a punto de quebrarse. Al agrietarse se esfumó su vida y un despojo exánime ocupó el camastro. A la vez un espectro brotó de la estructura ovoide y como el genio emergido de una lámpara, se elevó ligero por el aire. Fue entonces Emilio un aliento de vigor reverdecido en un dominio nuevo, en un mundo que entrevió perfecto. Se descubrió impalpable, invisible: era incorpóreo. Presintió en el espacio radiante, en apariencia solo, la armonía, la hermandad, la serenidad, la paz… la calma. Éxtasis arrobador, sensación sublime, inigualable; percepción de amor sin límite, impresión de una sabiduría incalculable. Vio a sus pies el mundo rústico al que renunciaba. Volvió al recinto en el que acaban de declararlo muerto, trató de interactuar con los seres que habían sido su mundo cotidiano, pero lo ignoraron. Sólo la comunicación material con ellos funcionaba. Descubrió en cambio la facultad en su nuevo ser de interpretar la conciencia de los hombres, y pudo leer los sentimientos en aquellos corazones y desnudar su sinceridad y sus dobleces.

El instante revelador se desvaneció como una luz que se apaga lentamente. Volvió a su cuerpo, pero ahora enamorado de la muerte. Su envoltura corporal, ya desgastada, había terminado su misión. De su apogeo solamente daban cuenta los recuerdos. Debía emigrar del ropaje corroído. El cuerpo había sido su posesión, ahora era su encierro. Las ganas de partir se acrecentaron.

Se acrecentaron, sí, porque de mucho tiempo las sentía, y no como la reacción a un mundo inhóspito. Simple intuición de un mundo superior y anhelo de lograrlo. “Esta vida imperfecta no me cuadra con la existencia de Dios y con una creación irreprochable. O renuncio a la idea del Ser Supremo o concluyo que ese universo insuperable existe”. En algún tiempo, en algún lugar debía albergarse. Y se quedó con su fe en Dios y el universo irreprochable. Deducción más que creencia, porque su razonamiento le indicaba que el simple azar no originaba una creación maravillosa. “Tampoco soy tan tonto para creer que Dios fue creando una a una a todas sus criaturas, como quien fabrica muñecos con el fango. Simplemente estableció las leyes que gobiernan la evolución y todo el universo”.

“¿Es que no eres feliz?”, en el comienzo de la relación le dijo Adriana, tras descubrir su encanto por la muerte. “Lo soy, y mucho. Mi propensión no es la del suicida deprimido, que desesperado y agobiado se refugia en su rincón oscuro y sin mañana. La mía es una atracción hacia un mundo superior; luciente, sereno y perdurable. ¿Me ves urgido? En absoluto. Disfrutaré esta vida hasta el amanecer que la nueva existencia me depare”.

Y como ese amanecer era inminente otras preocupaciones lo inquietaron. Volvió a tratar el tema tantas veces trajinado del bien y el mal, el premio y el castigo. Y elucubró sobre el cielo, el purgatorio y el infierno,

Se sumió en un pensamiento tan alucinado como un sueño. Y fue a un lugar de paz, a un lugar sin censuras ni reproches. Y sintió su conciencia iluminada. En desfile pasaron sus aciertos y sus faltas. Sintió el alborozo de sus buenas obras y la vergüenza de sus injusticias. Nadie había que condenara nada. Ni abismos ni tinieblas, ni llamas ni lamentos. Era él con su conciencia a solas. Él arrepentido en lo profundo. Él dispuesto al bien en compensación por sus errores. No se trataba de ser sacrificado, de arrancar una atrición por temor a una condena. Era una contrición profunda y verdadera, no como la que bajo el terror logra el verdugo: forzada y mentirosa. Y como arrepentimiento espontáneo y verdadero, sintió que era una rectificación sin reincidencias, la única digna del perdón irrevocable. Albergó la dicha de otra justicia, distinta a la sesgada de la Tierra, que no busca redención sino venganza. Finalmente había encontrado un mundo de bondad y amor como lo había soñado. Sin sombra del mal que a la vez había practicado y repudiado. Y sintió por fin la proximidad con otros seres y su consolidación en ese paraje de dicha y armonía.

Luis María Murillo Sarmiento (Primer relato de "Cuentos críticos y reflexivos")


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viernes, 1 de junio de 2012

UNA SEÑAL DEL MÁS ALLÁ (V)

Emilio exploró el estado de coma como alternativa para conocer la antesala a la partida. Pero las experiencias no servían para dar respuesta cabal a sus preguntas. “Quien se recupera, sencillamente no padeció la muerte, y quienes la padecieron con los vivos perdieron el contacto, en su viaje se llevaron el secreto”. “Ponles una cámara en el féretro”, le propuso Adriana. Pero Emilio entendió que con esa extravagancia su amante se burlaba.
De todas maneras los enfermos que más se habían aproximado al otro mundo le contaban experiencias plácidas en que la claridad, la lucidez, la paz, la caridad y la dicha dominaban. “Mejor que un sueño, esa es la muerte”. Tal vez por ello cuando años después graves dolencias lo aquejaron optó por refugiarse en brazos de Morfeo para transitar al otro mundo en el sopor de un sueño. “Dormir en un mundo y despertar en otro -aseguraba-, es fascinante forma de ‘entregar la vida’”.
Especular sobre la vida interior de los que mueren le agradaba. Y visitaba en la funeraria a los amigos. Pensando que nada se iba a perder al intentarlo, entablaba comunicación con ellos. Los Imaginaba en la cima del mundo tras la muerte, en un recóndito lugar del universo. Su pensamiento ahondando más allá de la bóveda celeste traspasaba el techo y todas las barreras materiales hasta fijarse en algún lugar del infinito. Entonces le planteaba al muerto una disquisición silenciosa y metafísica, que en ausencia de interlocución se convertía en un monólogo con el difunto por único testigo. “Tal vez yo no lo escuche, pero algo me dice que me está escuchando”.
Y probablemente lo escuchaban, porque extrañamente, si no era casualidad, muchos de los anhelos a aquéllas almas confesados se cumplieron. “Voy a terminar en el otro mundo hipotecado”, dijo por divertir a Adriana, pero en el fondo era una afirmación dubitativa, entre escéptica y confiada, al sospechar que desde el más allá terciaban por su suerte.

Luis María Murillo Sarmiento (Primer relato de "Cuentos críticos y reflexivos")

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viernes, 25 de mayo de 2012

UNA SEÑAL DEL MÁS ALLÁ (IV)

Como no se trataba de volverse psicóticos con la idea del más allá, ni con el mundo de las cargas laborales, Adriana y Emilio se deleitaban con las bondades que la vida les brindaba. Gozaban lo espiritual y lo mundano, más tal vez lo terrenal, por tener una duración pasajera y un final inapelable. Satisficieron sus sentidos sin timidez y con derroche, de tal forma que esta vida no les debiera nada.

“Aquí disfruto tu cuerpo, allá disfrutaré tu espíritu. No imagino dos almas copulando. Hasta grotesco resulta el espectáculo. Por eso los cuerpos para buscar intimidad se ocultan. Normal en este mundo, pero creo que en esa excelsitud, en cambio, las manifestaciones del amor serán más pudorosas. Habrán de ser inigualables, habrán de ser auténticas, habrán de ser irreprochables. Sin absurdas posesiones, sin celos ni egoísmos, sin imposiciones de fidelidad, porque será el amor universal. Ya sabes que la fidelidad, aunque con cara de virtud, es más un vicio. Un vicio con que a mi voluntad someto a quien me quiere”.

Que todo en el más allá fuera perfecto le parecía a Adriana razonable. Podría ser que los amores egoístas -seudoamores- no existieran, y que todas las almas se quisieran. Lo que no era especulación, y le constaba, era que Emilio era coherente con sus críticas a los celos y a la fidelidad. La amaba, la trataba con ternura, la consentía, la disfrutaba, desprevenidamente, sin admitir sospechas, sin demandar exclusividad alguna. Sin pensar de qué proporción de su corazón era su dueño, Y ella correspondía: lo hacía sentirse libre y a la vez amado. De la única que temía se lo llevara era la muerte. Y aun así, aunque sin las elucubraciones de su amado, sentía tranquilidad ante la parca. “Será un hasta luego, mientras volvemos a encontrarnos”, vaya uno a saber con qué certeza, lo aseguraba Emilio. Pero obraba la gracia de la tranquilidad que todos anhelamos.

Con el tiempo la arrolladora personalidad de Emilio terminó por absorber la de su amante. Adriana se compenetró tanto con su pensamiento, que nunca más oso criticar los aparentes descuidos con su salud y con cuerpo. Entendió que todo su comportamiento era producto de una filosofía muy bien argumentada. Ella sabía que Emilio partiría primero, pero no la afligía el dolor que le debiera provocar su ausencia. Cierta o no, tanta especulación con la muerte los había familiarizado con el más allá. Gracias a ella le habían quitado a la muerte su significado trágico y le habían conferido un aire esperanzador y triunfalista. Pero mucho trecho podría haber entre la realidad y los anhelos.

Luis María Murillo Sarmiento (Primer relato de "Cuentos críticos y reflexivos")

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sábado, 12 de mayo de 2012

A QUIENES SÍ SON MADRES

Eres, mujer, tibio refugio de las almas
en trance de encarnarse,
acogedora matriz, entraña protectora,
presagio del amor sin condiciones,


Mas no,
no exalto a todas,
no canto a todas las mujeres.
tan solo a aquellas que saben
qué es ser madre.


No a aquellas que repudian
el fruto de su vientre,
no a aquellas que desprecian
la maternidad y la condenan,
no a aquellas que con su trato niegan
esa ternura que se supone innata.
..
Título excelso: ¡MADRE!
No a todas se concede.


Madre eres tú, no por brindar la vida,
que igual brota de entrañas desalmadas,
madre eres tú que te desvives
por el tesoro que nace de tu vientre.


Madre eres tú, que pones en su cielo
los rayos de un sol que lo ilumine.
Madre, porque su porvenir pincelas
con tintes de verdor y de esperanza.


Madre eres tú, que dejas huella
junto a su pie en sus primeros pasos,
y la impronta del bien como un prefacio
en el inédito registro de su vida.


Madre eres tú, impávida a tu propio dolor,
porque en el sacrificio maternal
encuentras recompensa.
Madre eres tú, que pones en su boca
hasta la necesaria ración que te alimenta.


Madre eres tú, que aprendiste a orar
para pedir al Cielo su ventura,
y apaciguar el sobresalto de su ausencia.
Tú, que la vida entregas
por el maravilloso prodigio de tu sangre.


Madre eres tú, perenne renuncia y abandono,
que sufres con sólo imaginar sus aflicciones,
tú que por cuidar su sueño
te desvelas.


Madre eres tú…
excelsa madre mía.
Tú, ejemplo de entrega,
tú que me prodigaste tu aliento
y me formaste.


LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO

domingo, 6 de mayo de 2012

UNA SEÑAL DEL MÁS ALLÁ (III)

Con propósito científico intentó Emilio encontrar la manera de comprobar su hipótesis. De demostrar el más allá y la escisión de cuerpo y alma. Pero el intento, lejos de demostrar alguna cosa, acrecentaba la complicada empresa con la carga de las nuevas teorías que generaba. Definitivamente el acceso al conocimiento de lo sobrenatural era inviolable.

Aunque imaginaba que una nítida ruptura entre el cuerpo y el espíritu se daba en el momento de la muerte, concebía la idea de que existieran antes momentos de separación entre el alma y la materia. Y le proponía a Adriana ejercicios como este: “Intenta cuando te acuestes atiborrar tu mente con pensamientos que te liberen de tu cuerpo, que te permitan elevarte en un viaje al infinito, que te hagan sentir etérea, liberada de las leyes de la física”. Adriana como dócil alumna lo intentaba, pero sin estar absolutamente persuadida del mundo que idealizaba Emilio, le contaba, tras despertar al otro día, que había tenido un sueño plácido y profundo, pero sin la más remota sombra de un recuerdo.

“No te concentras. No pones completamente de tu parte”. Y con ingenio, más por quedar bien que por convencimiento, refutaba: ”Yo creo que es todo lo contrario. Tanto me absorbo, que mi espíritu se desprende de mi cuerpo y no queda en mi mente, de su viaje, ni un recuerdo. Así ha de ser como funciona. No permite el Creador que tengamos en esta vida conocimiento de ese mundo reservado”. Podía ser cierto, pero él sí tenía experiencias por contarle: “Me dormí con la férrea convicción de adentrarme en el mundo exclusivo del espíritu y recuerdo que pese a mi apariencia corporal, floté ligero, y más liviano que una pluma fui impulsado, no sé si por el viento, a una altura en que lo dominaba todo. Y a mi voluntad subía y bajaba, e ingrávido desbordé la cúpula del cielo. Me hice etéreo y penetré los confines del espacio, debí llegar a Dios sin darme cuenta, porque por un instante tuve la sensación de conquistar el infinito y lo absoluto. De pronto el concierto del amanecer en mi ventana me volvió a la corporeidad del nuevo día”.

No era un deliro, en consecuencia aceptaba que así como podía haber sido una experiencia sobrenatural, también había podido corresponder a un sueño.

Muchas veces se repitió la sensación sin aclararle nada. Claro que otra intención en esos viajes era instalarse en el más allá definitivamente. Por eso hasta detalles de su funeral llegaban a su imaginación sin angustiarlo.

Luis María Murillo Sarmiento (Primer relato de "Cuentos críticos y reflexivos")

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sábado, 28 de abril de 2012

UNA SEÑAL DEL MÁS ALLÁ (II)

Emilio entendía que el cuerpo es mortal y se desgasta, pero algo hay dentro impávido ante el tiempo. Imaginaba que iba de paso hacia un mundo mejor y sin afanes. Suficiente acicate para soportar lo que llegara. No imaginaba en el más allá tormentos, como los que aseguran los predicadores puritanos que arengan en nombre de un dios vengador que ni conocen. No, el suyo era un paraíso, en una existencia renovada saneada de sus perversiones, libre de los vicios terrenales; un mundo nuevo, pletórico de bondad y sin maldad alguna. ¡Qué iba a haber sufrimiento en un universo irreprochable! A nadie iban a condenar porque las faltas, con el arrepentimiento, al entrar, serían saldadas.

Pero lejos de Emilio pretender predicar verdades reveladas; de querer indisponer contra la materia al alma y de anatematizar el cuerpo y señalarlo como ruina del espíritu. El cuerpo en su esplendor era fastuoso, hermoso y hedonista, fuente de placeres indecibles, lo había disfrutado sin sonrojo alguno cuando ni una sombra de padecimiento lo inquietaba. Y ahora cuando las dolencias se iniciaban, le arrancaba goces que las compensaban. ¡No!, su cuerpo no era un contrincante, era un aliado, pero perecedero y frágil, con apogeo fugaz y limitado.

Admitía la finitud corporal como una ley natural, como un proceso normal que no lo atormentaba en razón de su hipótesis sobre el destino del ser tras de su ciclo corpóreo. Y volvía a su creencia de que el cuerpo podía ser admirable en su esplendor, pero era aborrecible en su crepúsculo. Duro juicio, reprochable, indigno, insensible con quienes reunían la condición de viejos. Pero cuando pensaba que él ya en esa categoría clasificaba, se sosegaba. No era entonces una crítica indolente, era la aceptación de una realidad inalterable. Bastaba ver su piel de sesenta años y compararla con la lozanía de Adriana a los veintiocho. Comparar aquel organismo joven, sin achaques, con el suyo, gastado y presa de dolencias. Pero no era el fin, nada que lo inquietara, también él había poseído una materia saludable y vigorosa. Se asombraba sí de que aquella mujer tan deseable lo quisiera. Pero lejos de aquel descubrimiento derrumbar su tesis, podía asegurar que la afianzaba: Tras el deslumbramiento por lo carnal y joven, llegaba el aprecio por el interior de las personas. Una mirada a lo profundo, sin la distracción de la cubierta seductora. Y en esa profundidad, aseguraba, se descubre el verdadero ser y todo lo admirable. “Adriana, esa es el alma”.

Luis María Murillo Sarmiento (Primer relato de "Cuentos críticos y reflexivos")

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viernes, 20 de abril de 2012

UNA SEÑAL DEL MÁS ALLÁ (I)

Emilio no había podido desentrañar el sentido de la vida... y decidió adentrase en el conocimiento de la muerte. Bueno, más que en el entendimiento del sencillo proceso de morir, buscaba la comprensión del más allá, adelantarse a lo que tarde o temprano le depararía el destino.

Deliberadamente había descuidado su cuerpo. Ni su salud ni su aspecto eran motivo de mayor preocupación. Lo atribuía al rechazo de vanidades y delicadezas que no iban con su hombría. Era consciente de las consecuencias de su negligencia, “pero si he de morir qué más da que el momento se atrase o se adelante”.

“No te quieres, le insistía Adriana”, reprochando su desidia. En un comienzo le pareció lógica la conjetura de su amiga. Aunque no lo sentía así, ahí estaban las señales que hacían imposible refutarla. ¿Pero su seguridad, el aprecio por el producto de su raciocinio, la jactancia de su inteligencia, el alarde de su intelectualidad podían ser demostración y efecto del desinterés en sí mismo? ¡No! No era que no se quisiera, era que siempre había enaltecido la función cerebral sobre cualquier otra actividad orgánica. Él era el producto de su actividad mental; los órganos, salvo el cerebro, eran apéndices sin relevancia. La deducción le pareció correcta.

Se estimaba y mucho, pero estimaba su ser mas no su cuerpo. Bueno, tampoco era que lo despreciara, al fin y al cabo era el medio en que se trasportaba en este mundo y el vehículo de sus dichas terrenales. Pero tampoco estaba dispuesto a ser su esclavo, convencido como se hallaba de que algo más trascendental tenía que aventajarlo.

Sin embargo la inmortalidad, en el fondo de su ser le interesaba, así que le refregaba al cuerpo su finitud, su carácter perecedero, su tránsito fugaz; su carácter mortal que truncaba de paso la actividad del cerebro, el más apreciado de sus órganos. Si no iba a existir materia gris para seguir pensando, dedujo que debía escribir su pensamiento para inmortalizarlo. Sí, escribir sería una forma de trascender, de no morir definitivamente. Y alternando los gozos, esos si de su materia, con la fascinación carnal que le brindaba Adriana, razonó, enjuició, dilucidó, pontificó y escribió, escribió y escribió para dejar su impronta en este mundo.

Pero llegó el día en que le pareció insuficiente perdurar tan solo a través de sus escritos. Dejar a la posteridad su pensamiento apenas lo estimó un consuelo: no la idea, sino su autor debía ser inextinguible. Si el cerebro era mortal y fallecía, no debía ser, probablemente, el artífice de ideas que perduraran, sino un vehículo apenas del que su alma se servía. Un medio físico para exteriorizar un mundo psíquico intangible. “El cuerpo, entonces, apenas es ropaje. Un atuendo que alberga mi ser en esta tierra. ¡Qué ignorancia: dizque el hombre ansiando eternidad cuando es eterno¡”. Le gustó la conjetura. “Probablemente la gente confunde el cuerpo con el ser. El cuerpo es una indumentaria, una simple prenda que utiliza el alma”. Y empezó a buscar argumentos que la sustentaran.

Comenzó a discriminar cuerpo y alma en cada ser humano; a ver a sus semejantes más allá de su aspecto y de sus formas. Halló cuerpos que fascinaban por su lozanía, físicamente bellos, sobre todo por los encantos de su juventud. Cuerpos, también, ajados y marchitos, objetivamente sin atractivo alguno; infames con los seres adorables que llevaban dentro: almas nobles agobiadas por los dolores corporales, almas hermosas albergadas en una materia deslucida. Intuyó dentro de la sustancia corruptible una llama inextinguible, una luz eterna y apacible, e imaginó en la muerte el parto del espíritu, la liberación del alma. Fue entonces cuando le dijo a Adriana que imaginaba su alma atrapada en un cascarón que era su cuerpo. Y que presentía que cuando esa cubierta se quebrara, como en el nacimiento de un pichón que brota del cascarón del huevo, su alma emergería del cuerpo y recuperaría la libertad que lo cohibía. Entonces se volvieron rutinarias sus críticas a lo material del ser humano.

“Esclavizado por el cuerpo se le va al hombre la vida en esta tierra”. Y Adriana reaccionó creyendo que había hecho presa de su amigo la locura, de pronto, el fanatismo de una secta religiosa. ¿Cómo iba a imaginar su cuerpo como esclavo padeciendo al recordar la dicha de Emilio disfrutando el suyo, al percibir el gozo de su tacto sobre su piel desnuda, al experimentar en su cuerpo su mirada lúbrica? Pero no, a esa esclavitud, si es que lo era, Emilio no aludía. Se refería a las acciones obligadas, nunca a las placenteras y espontáneas. Así que para evitar la confusión de Adriana amplió la exposición en estos términos: “Al cuerpo hay que darle alimento, hay que vestirlo, hay que brindarle un techo, hay que darle medicinas y otro tipo de cuidados. ¡Todo cuesta! ¡Para eso se trabaja! Se es esclavo del trabajo para satisfacer necesidades. Creo en cambio que el alma no demanda nada”.

¿Y cómo negarle el argumento en lo atinente al cuerpo si los más exigentes, los del recién nacido y del anciano, son incapaces de cuidarse solos? Perecerían sin alguien que se apiade de ellos.

“Se nos va la vida en la incertidumbre de la supervivencia, atesorando para no sufrir o amasando para veleidad del cuerpo. No imagino el alma hambrienta ni sedienta, padeciendo por el calor o el frío, precisando de joyas o dinero, doblada por la artritis o doblegada por la enfermedad coronaria, el accidente cerebrovascular o el enfisema. Ni siquiera rendida por la vejez o por la muerte. Del alma son los sentimientos, las virtudes, lo que no tiene precio, lo impalpable. Todo lo que exige el cuerpo es material, y todo lo material se transa con dinero. Luego el cuerpo tiene que esforzarse en conseguirlo. ¡Trabajar para apenas sobrevivir toda la vida!”.

Le pareció lúgubre a Adriana la interpretación de la existencia que formulaba Emilio. “¿Y dónde queda la exaltación que nos suscita el amor, la dicha de un paisaje, el gozo de un poema, la alegría de unas notas musicales?”. “Adriana, esos son placeres del espíritu, los sentidos solo son el medio que los capta. Tener esos goces es lo que yo reclamo. Es eso radica mi protesta: que preocupado en mi manutención tenga que relegarlos. “Y los pospones tanto -concluyó Adriana llevándole la idea- que te vas sin haberlos disfrutado”.

Era una frase desalentadora, pero no para Emilio, quien ya había elaborado un mundo que lo serenaba, que calmaba y explicaba sus insatisfacciones terrenales y pincelaba de ilusiones y esperanzas el universo que se abre tras la muerte. La parca no iba a ser una maldición sino una dicha. Por eso dijo: “Pienso más bien que al partir podré por fin comenzar a disfrutarlos”.

Luis María Murillo Sarmiento (Primer relato de "Cuentos críticos y reflexivos")

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lunes, 9 de abril de 2012

¿DÓNDE ESTÁN LAS ALMAS NOBLES QUE PARTIERON DE LA TIERRA?

¿Dónde están las almas nobles que partieron de la Tierra?
¿Naufragaron con sus restos sus virtudes?
¿Fenecieron con su cuerpo sus maneras?
¿Debo buscarlas bajo una losa fría?
¿Entre despojos que engullen los gusanos?

¿Dónde están los seres que blandieron la bondad en esta vida?
¿Se inhumaron sus despojos con sus obras?
¿Se cremaron con su cuerpo sus razones?
¿A cenizas redujeron sus valores?

¿Dónde están los seres -proclives al martirio-
que demostraron santidad en este mundo?
Que sufrieron sin clemencia humillaciones,
que marcharon sin el premio a su nobleza.
¿Pereció con la materia su grandeza?
¿Se consumió la bondad con lo corpóreo?

¿Dónde están las almas que amaron a su prójimo
-prefiriendo a la dicha el sacrificio-?
¿Dónde están sus sentimientos admirables?
¿Dónde están sus conciencias impecables?
¿Dónde están sus corazones indulgentes?
¿Dónde sus razones intachables?
¿Dónde están sus sublimes ideales?

En otro mundo han de albergarse,
porque una cripta es poco espacio
para el fruto inmaterial del hombre:
¡En un sepulcro vulgar no cabe el alma!
Su inmensidad demanda un universo
-que además compense sus cuitas terrenales-.
Un universo acorde a sus virtudes.
un universo que premie sus desvelos,
un universo en que la perfección no sea improbable.


LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Este no es mi mundo")

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viernes, 30 de marzo de 2012

SOY ALMA YERTA

No funde el sol el hielo de mi alma,
ni su refulgencia aclara mi penumbra.
Para mi aliento vencido,
es gélido el aire abrasador del mediodía.
Inmune al tropel es mi entraña solitaria.

¡Soy alma yerta que apenas se estremece!

Siento en cada suspiro
el parto doloroso de un recuerdo;
y las ilusiones desfilando
-de riguroso negro-
en fúnebre cortejo.
Soy presa de las fobias,
insensible a la esplendor del universo.

¡Soy alma yerta que apenas se estremece!

Advierto el terror de la noche
despierto en la bestia del insomnio;
y presiento las pesadillas
danzando en el tinglado de mis sueños.
Siento mi aliento lindante con la muerte;
y la muerte…
como un anhelo sin premio ni dolores:
expresión tan sólo de la nada.

¡Soy alma yerta que apenas se estremece!

Jadea mi pecho asfíctico,
detenido en una congoja interminable.
Más que oxígeno reclamo en mi agonía:
sólo acepto la muerte o tu presencia.

¡Soy alma yerta que apenas se estremece!


LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Intermezzo poético")

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martes, 13 de marzo de 2012

EDUCAR NO ES FORMAR. ¿ES LA ENSEÑANZA UN PROCESO EN BANCARROTA?

Las palabras del profesor Grisales lo hicieron consciente de sus promesas incumplidas:
–Decidí no aguardar más tu visita. Si lo hago no me hubiera jubilado.
Había dicho José que volvería cuando dejó el colegio, que no se alejaría de la universidad que lo formó, que regresaría a la empresa que le brindó el primer trabajo. Jamás lo hizo. Apenas habían sido expresiones de emotividad guiadas por la nostalgia de la separación. En cada sitio quedaban amistades maravillosos y miles de recuerdos. En cada despedida existía el deseo sincero de volver, pero al final, su mundo era la gente con la que compartía el momento.
Cortó el vuelo a su imaginación y se reencontró con el viejo profesor. Estaba frente a él, inconfundible. Unos quince años más viejo; los mismos que habían transcurrido desde la última vez que se encontraron, cuando le prometió la visita que nunca llegaría. Su cabello blanco, su rostro cansado y sus arrugas a nadie le hubieran permitido imaginar la fortaleza del maestro que 40 años atrás dictaba la clase de literatura. Y a pesar de su humanidad languidecida, lucía más joven que el alumno consumido por el cáncer.
–En el colegio ya no encuentras caras que conozcas. Fui el último de tus profesores que pasó el retiro. Se va la vida.
–Los años pasan –confirmó José– consumiendo toda la existencia.
–Por eso he venido a visitarte. El negro Cubillos me contó que luchabas contra una enfermedad muy grave. Llamé a Francisco y me ayudó a encontrarte.
José sintió el cuarto inundado por el bullicio del recreo. Le pareció estar a la sombra centenaria de los árboles de la vieja casona en que funcionaba el colegio de los redentores. Discípulo y maestro inmersos en los recuerdos dialogaban, se diría que veían a los niños corriendo, a los profesores vigilando y al rector departiendo en el balcón con los padres de familia. Sentían la algarabía y de pronto el súbito silencio, tras el silbo que llamaba al orden. Veían la formación en el patio, el desfile a los salones y el paraje, por último, vacío. Y percibían de lejos un rumor que traspasaba las puertas de las aulas. Uno a uno fueron recordando a los maestros.
–Mis profesores fueron sabios y comprensivos, unos; otros, autoritarios y dogmáticos.
Y recordó la clases de química del «justo Abel», las lecciones de matemáticos de «Ternerita», las enseñanzas de urbanidad de Raquel, la cátedra de física de Agustín Cortina, y desde luego la asignatura de español de Querubín Grisales. Cuando paso al recuento de los más tiranos, que eran pocos, inició la mención con Arciniegas.
–Pocos como él para ilustrar lo que es la intransigencia. Con decir que yo siempre guardaba la esperanza de que algo le pasara para que no llegara. Hoy siento pena de mis deseos malévolos. Y lástima, por él como por todos los déspotas reprobados por quienes padecimos sus lecciones.
–El juicio de los alumnos también es implacable –sostuvo el profesor.
–Y el tiempo compasivo –complementó José–. Porque esos dictadores pasaron al olvido. Y si de pronto los volvemos a traer a la memoria, lo hacemos sin rencor, de repente como un recuerdo entretenido.
Entonces se deshizo en elogios con Grisales, maestro ejemplar por excelencia. Tan sentidas fueron sus palabras que los ojos del maestro se vieron repentinamente humedecidos.
–Apenas hice lo que tenía que hacer –dijo sin encontrar palabras.
–No sea modesto. Eso decían también los profesores que creían en el azote.
Y le contó la anécdota del «escudo perfecto» que no pasó la prueba de Arciniegas.
–Tal vez por prepotente, él sólo admitía como veraces los apuntes que nos hacía tomar en clase. Si averiguábamos otras fuentes se ponía furioso: «Señor Robayo, si no acepta mis orientaciones bien puede retirarse de mi cátedra. ¡Y que lo acaben de educar los libros!». Era tacaño con las notas, por mucho, y muy de vez en cuando, se le escapaba un cuatro. No reconocía habilidad ni virtud en sus discípulos. Lo suyo era rajar. Aun así me propuse conseguir su aplauso con el escudo de Colombia que puso por tarea. Yo lo veía perfecto. Lo miraba y me parecía salido de una imprenta. Pero lo hizo trizas, lo rayó hasta la saciedad y le encontró cientos de errores. «¡No hizo la tarea señor Robayo!». La magnitud de la injusticia provocó la ira de mi padre. «No es que estrictamente el joven no haya hecho la tarea», le dijo en tono acobardado, «es que para efectos de la nota, una tarea mal hecha, es una tarea que no se hizo». «Es su opinión, un concepto demasiado subjetivo», respondió mi padre. «Nadie que juzgue el trabajo de mi hijo podrá afirmar que nada hizo. Y no me refiero a la perfección, sino al esfuerzo. Hasta una tarea mal hecha lo demanda. ¿Dónde registra usted la dedicación del niño al realizarla? ¿En que parte de la nota reconoce sus desvelos? ¿Ignora acaso los intereses que sus alumnos sacrifican para cumplir con su materia?». «Eso hace parte del concepto que tenemos de los educandos», le dijo para salir del paso. «Dígale a su hijo que puede traer de nuevo la tarea». El viejo iba dispuesto a un agrio enfrentamiento. No hubo tal. La discusión fue fría, pero civilizada. De todas maneras disfruté oyendo a mi papá contar cuanto había dicho en mi defensa. Le rebatió a Arciniegas tanta obsesión con las tareas, le señaló lo poco que quedaba de las desmedidas exigencias escolares, le enfatizó que más que conocimientos, los profesores estaban obligados a inculcar valores, y le dijo que si la actitud con los niños carecía de humanidad y de justicia, la formación se malograba. Me contó también, que ese hombre déspota con sus alumnos se había derrumbado ante él, como si no estuviera hecho para la confrontación con sus iguales.
–Y se perdió Arciniegas –anotó Grisales–. Era de esperarse. Tenía sentimientos de errabundo. Introvertido, sólo, amargado y deprimido, era arisco a la amistad, o acaso la amistad le rehuía. Se retiró sin jubilarse. Alguien creyó escuchar que ya había muerto. Debo confesarte que tú eres la primera persona que me habla de él en tantos años. Cuántos, por el contrario, preguntan por Ana Caballero.
–Anita era una profesora incomparable. Sin ella el francés jamás me hubiera interesado. Recuerdo con toda lucidez cuando en su clase al gordo Reyes le estallaron unos huevos y una talega de harina en la cabeza. Anita que nos daba la espalda en ese instante por estar escribiendo en el tablero, reaccionó desconcertada cuando escuchó la atronadora carcajada. La harina y las yemas escurrieron por la cara del muchacho, sin forma de esconderlas. Ante la falta inocultable, Gómez y Bedoya sintieron pánico de la impulsiva travesura. Pero el episodio no salió del aula. «Déjenme ver lo que hay en esa bolsa», dijo Anita cuando se percató de todo lo ocurrido. Quedaba media talega de harina y cinco huevos. «Acérquense», les dijo a Reyes, y a Gómez y Bedoya. Al primero le entregó la bolsa, y en una decisión inesperada, hizo que Reyes descargara sobre los otros jóvenes todo el contenido. Todo el salón celebró con desinhibidas risotadas, a sabiendas de que la profesora era la causante del relajo. «Cuando se soportan en carne propia, es que se conoce el peso de las propias faltas. Espero que la lección quede aprendida». Muchos años después oí a Bedoya recordar con cariño el correctivo.
–Era tan prudente que sólo hoy me vengo a enterar del incidente. Ese era su talante. Has de saber que en los consejos ella siempre fue el obstáculo para expulsar a los muchachos. «Cuanto más grave la falta –argumentaba– mayor debe ser el compromiso del colegio. Expulsando al estudiante el plantel evade la responsabilidad, soluciona apenas su problema; no resuelve el de la sociedad, ni el del alumno». Por eso insistía en que el compromiso de formar obliga a enderezar a los muchachos que ya vienen torcidos, pues el mérito de aleccionar a los virtuosos le parecía irrisorio. Por algo la apodaban «la abogada de los sinvergüenzas».
Así se fue la tarde, entre reminiscencias. Una simple evocación avivaba mil detalles, y la memoria, como un mar insondable, aseguraba una pesca interminable. José volvió a gozar con las satisfacciones del pasado. Hasta los momentos enojosos, por superados, los encontraba revestidos de un halo placentero. No hablaron de la muerte, no tenía cabida. Entre tema y tema el ocaso se metió por la ventana. La extraordinaria llamarada clamaba por un paisajista iluminado, pero los contertulios ensimismados en otra realidad apenas la notaban. El profesor Grisales, de espalda al espectáculo, escasamente reparaba por la progresiva oscuridad, que la visita se prolongaba más de lo debido; y José acostumbrado a los hermosos crepúsculos de su vista privilegiada del octavo piso, no advertía la fastuosidad del que tenía delante. El profesor miró en su reloj la hora y comenzó a preparar la despedida. La visita no acabó, sin embargo, en ese instante, pues unas críticas de José al sistema educativo volvieron a Grisales a su asiento.
–No puedo ocultar mi indignación al ver el estudio convertido en un tormento. Veo a los colegios empeñados en obstaculizar la dicha de los niños. Consumiéndoles con exigencias el tiempo más propicio para ser felices: el tiempo de la infancia. Cerrándole las puertas a su ingenio con la rigidez de sus currículos. ¿Será que como un amigo me dijera, los colegios son instituciones concebidas para acabar con la dicha familiar y la felicidad de los muchachos? ¿Monstruos creados por el Estado para forjar ciudadanos sumisos, sometiéndolos desde la infancia? De pronto no sea premeditado, al fin y al cabo inconscientemente las ínfulas del poder llevan al hombre a complicar, más que a solucionar, la vida de sus semejantes. Si no existe más sabiduría para aprovechar mejor los años escolares, dejemos a los niños aguardar plácidamente la adultez, matando el tiempo mientras llega el momento de los estudios superiores.
Grisales se sorprendió con la acritud del comentario y hasta le preguntó si era un reclamo a sus viejos maestros por la educación que le impartieron.
–¿Se puede imaginar, profesor, que en su momento ni una de estas ideas pasaron por mi mente? –le dijo a Grisales, eximiéndolo de toda culpa–. Lo que pasa es que veo la enseñanza como un proceso en franca bancarrota, que pretende encauzar a los niños en la filosofía de los adultos de producir sin tregua. Obsesión de la productividad que habrá de aniquilar al hombre.
Y le explicó que no era un asunto que viera en la distancia, sino una realidad de la que tenía conocimiento, y le contó las quejas de Claudia, la madre de Carlitos: «A toda hora la tarea. Y es que es la tarea por la tarea, la tarea para los padres, la tarea para arruinarnos el descanso. Ni siquiera sirve para forjar una rutina que les sirva a los niños cuando grandes, porque cuando el estudiante se convierta en empleado, lo primero que hará si es reflexivo, será separar las actividades del trabajo y de la casa. ¿Por qué deben entonces continuar en el hogar las rutinas del colegio? ¿Será para que hagamos los padres las labores del maestro?»
–Me parece inaudito –dijo José continuando su reproche– que Eleonora, usted y yo, con tantos años como separan nuestras generaciones, seamos el producto de la misma enseñanza y de las mismas reglas. Disculpo al pasado, rezagado y riguroso, pero no absuelvo al presente de sus culpas. ¿Cómo es posible que sigamos apegados al currículo obligatorio y rígido que atiborra al estudiante de conocimientos que no son esenciales? ¿Lo que se enseña es lo que realmente debe saber el estudiante? Probablemente no. Si así fuera jamás lo olvidaría. De los años escolares apenas sobreviven por su utilidad, la lectura, la escritura y las cuatro operaciones.
–Aunque no sea tan exacto, como caricatura es impecable –replicó Grisales afectado por la exageración.
–Lo patente, profesor, es que el mundo cambió con la tecnología. Estudiar, antes era un asunto de memoria, hoy la memoria es el disco duro un computador. Hecho para pensar, el cerebro de los estudiantes más que almacenar conocimientos debe aprender a utilizarlos. Sin embargo los colegios siguen obstinados en producir enciclopedias.
–Estoy de acuerdo contigo en que en estos tiempos del computador y la informática la memorización debiera haber perdido trascendencia y el razonamiento ganado relevancia. Sin embargo los propósitos de la educación y los currículos son políticas que definen los gobiernos. Educadores y colegios no tienen otro camino que observarlos.
–Si la mayoría de los niños sienten aversión por el estudio es porque la metodología choca con su naturaleza. Le falta ingenio al sistema educativo para entusiasmar a los menores en las materias que pretenden enseñarles.
–Sin lugar a dudas se deben revisar los contenidos y hacerlos más flexibles. Hay que innovar estrategias que hagan amena la enseñanza, sin olvidar la formación moral y espiritual, más importante que ese embutido de información que tu criticas. Atado a los patrones del momento debí enseñar cosas inútiles y exigir tareas inoficiosas. Tanto que instruí en los diptongos y en los hiatos, en el acento diacrítico, en las partes de la oración, en el núcleo del predicado y del sujeto, en los tiempos verbales y los complementos, para saber que a mis discípulos hoy no les sirve ni para ayudarles a sus hijos en la elaboración de las tareas... porque sencillamente lo olvidaron.
–No es su culpa, ni la de ellos –lo interrumpió José–. Es el peso de los hechos que demuestra que para que perdure una lección, se debe entender lo que se aprende, y ponerlo en práctica repetidamente. No es porque el profesor enseña que «rompido» no se dice, que el niño lo recuerda; es porque de tanto repetirlo, graba que se dice roto. Si esa palabra jamás la utilizara, a pesar de la enseñanza seguiría ignorante. Por eso yo propongo que en conocimientos que no son fundamentales, sea el alumno el que elija los que más le gusten.
Grisales le dijo que la propuesta resultaba interesante, pero volvió a insistir en la labor del formador, para recalcar que como mentor, en cambio, habían abundado sus satisfacciones. «Por pura vocación, nunca no por exigencia, llegué al corazón de mis discípulos. A muchos alenté en sus sueños, a otros tantos atajé al borde de un mal paso; orienté a muchos indecisos, a otros les calmé la angustia; fui de todos amigo y consejero».
–Esas lecciones, profesor, son las que jamás se olvidan. Pero hoy la masificación, los grandes cursos, vuelven impersonal el trato.
–Tú tienes razón, José, la mala pedagogía hace que el conocimiento tenga que perseguir a un estudiante que siempre lo rechaza, cuando el objetivo es que el alumno vayan tras el conocimiento, espontáneamente y con agrado. Y en cuanto a las exigencias desmedidas, las censuro. Son estorbos al aprendizaje. La tensión desanima o enferma al estudiante, y tras la reprobación reiterada la deserción asecha.
Y como todo estaba en discusión, José aludió a los logros de los estudiantes, resaltando el cambio que había llevado a que no se eximiera a los docentes de los malos resultados escolares.
–En mis tiempos sólo los estudiantes podían ser los culpables –resaltó como remate.
Entonces Grisales se refirió a la transición entre la dictadura del maestro y la tiranía del educando:
–En la medida en que decae la omnipotencia del docente, veo afianzarse la altanería de los jóvenes con quienes los están formando. Probablemente ya pasó a la historia el acatamiento y la consideración de los discípulos de antaño.
–No obstante, profesor –dijo José muy convencido–yo no los veo tan altaneros. Creo que defienden sus intereses con la desenvoltura de nuestra modernidad y la desobediencia propia de la juventud. Es la misma insolencia que usted y yo vivimos de muchachos, pero con el matiz de nuestros días. Yo me resisto al primitivo impulso de enfrentarlos, y los entiendo porque soy rebelde. A su edad no necesitan contradictores que los exacerben, sino guías que los escuchen y comprendan.
–Dirigirlos y entenderlos fue siempre mi receta –dijo Grisales exaltando la figura del mentor.
Abstraídos en sus juicios se dejaron sorprender de las sombras de la noche. Una a una se fueron encendiendo las luces en la calle, pero Querubín y José parecían ajenos a la noción del tiempo.
–Este mundo, profesor, tiene el sello de la imperfección del hombre, así que los perfeccionistas habitualmente no obtienen más que frustraciones. No son los mejores los que lo gobiernan, no son las mentes más brillantes las que lo dirigen; son los mediocres herederos del poder, los influyentes y los aduladores.
–Dices bien, unos pocos estarán siempre por encima de todos los demás, sin ser más inteligentes, ni mejores que ellos.
Así hubieran continuado, de no llegar a poner orden la jefe de enfermeras. Grisales se marchó, y cuando a José lo invadió el sueño, desfilaron los niños de un colegio por su mente. Los veía felices explorando los conocimientos a su antojo. Todo era flexible. Como en bandeja les ponían los temas y no había estudiante que no se sintiera atraído por alguno. Unos escogían la química, y con un especialista –que los había para profundizar en todas la materias– desarrollaban algún proyecto que estimulara sus habilidades y su ingenio. Otros probaban con la historia. Engolosinados con Julio César, con Napoleón, con Alejandro, no se cansaban de escrutar sus vidas; y si de batallas se trataba, aprendían estrategias militares e ideaban juegos en que las ponían en práctica. Se divertían con todo lo aprendido. Libres de hacer lo que viniera en gana, ni uno sólo como se esperaba abandonó el estudio. Todos volvieron un hobby la academia. Hasta en sus casas, a escondidas –porque estaban prohibidas las tareas–, devoraban los textos que llevaban del colegio. Unos pocos conocimientos eran de obligatorio aprendizaje, y se reducían a un barniz apenas suficiente para que más tarde no los tildaran de ignorantes. Así, los que con la II Guerra Mundial se deleitaban, profundizaban en detalles, pero los que no le encontraban atractivo alguno, se concentraban en conceptos y datos generales.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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sábado, 3 de marzo de 2012

CARTA LXII: EL ASUNTO DE LOS INSTINTOS ME ENTRETIENE

Noviembre 18

Mi amor:

Aunque la obligada despedida nos cortó el diálogo sobre los instintos, en mi mente continuó un monólogo en el largo camino hasta la casa. Al menos así, el tiempo del aburrido viaje se fue sin darme cuenta.

¿Por qué habría de renunciar el hombre a sus instintos?

¿Debe reducirse a la lucha contra los instintos la confrontación dialéctica entre el bien y el mal? ¡Qué tontería!

En ninguna especie cuestionamos el impulso genésico natural que la preserva, pero en el hombre la existencia de voluntad y de conciencia terminó por anteponer exigencias éticas al apareamiento.

Aceptemos que en el hombre existe un escrúpulo natural que impone límites, que existe un impulso moderador de las tendencias instintivas, pero también comprendamos que éstas tienen una razón de ser y ante todo, que son incon-tenibles. Son fuerzas impetuosas que sobrepasan la volun-tad, son parcialmente gobernables pero inextinguibles.
El grado en que ese impulso innato pueda moderarse es más consecuencia de una disposición natural, que resultado de la santidad de una persona. En quien no está exacerbado un determinado instinto, fácil resulta controlarlo. En lo moral, pienso que el bien no reside en arrasar con los instintos y que no tienen tanto que ver éstos con aquélla. Así no han de creerlo, sin embargo, quienes bajo tendencias religiosas y moralizadoras extremistas hacen conductas pecaminosas del sexo, de la gula y de toda inclinación natural que lleve al goce. Sin embargo lo que antaño conducía a la hoguera hoy es inocuo... y hasta divertido. Y quienes en el fuego - fuego de la ridiculez- hoy se consumen, son los timoratos de todos los pelambres.

La conducta pecaminosa no ha de ser un simple pálpito, una corazonada. Su calificación debe provenir del raciocinio. Pero el fanático religioso tiende a descubrir inexplicablemente en la frustración y en el martirio el camino al Cielo y trata de convencer sin argumentos. El instinto será a sus ojos, más impuro cuanto más goce proporcione. De ahí que el sexo por ellos sea satanizado. ¿Quién los comprende? Qué paradoja que tan sumisos a Dios como se muestran, se atrevan a cuestionar el designio que infundió ese instinto. ¿Sin sopesar el libre albedrío, el origen y la intención de la conducta, las circunstancias que la atenúan o que la agravan, quién puede emitir un juicio acertado del comportamiento humano?

Querida mía, después de tantos pensamientos, no hay poder que me convenza de que el sexo o la gula son pecado.

Luis María Murillo Sarmiento ("Cartas a una amante")

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martes, 14 de febrero de 2012

NOSTALGIA (II)

¿Por qué es triste la vida,
si rebosa de alegría por tu presencia?

¿Por qué es triste la noche,
si eres de ella lucero que refulge?
¿Si de pasión se arroban los amantes?

¿Por qué mis días parecen tristes,
si se iluminan con el sol de tu mirada?

¿Por qué a mis sueños la tristeza los invade,
si son la ilusión
para sentirte mía?

¿Por qué mis pensamientos
son presa de nostalgias,
si en ellos tu vives presente?

¿Por qué de la muerte
no temo su llegada?

¡Porque tu existencia
fue en mi vida una quimera!
En otro mundo...
seré al menos
el ángel que te guarde.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Poemas de amor y ausencia”)

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sábado, 4 de febrero de 2012

EL VOTO OBLIGATORIO*

La democracia a la fuerza es un exabrupto que no tolera la razón, y adversa ha de ser en consecuencia, la reacción al voto obligatorio que se tramita en el congreso. Proyecto que solamente cabe en la mente de políticos sedientos de poder y pletóricos de ambiciones personales.

No es auténtica, sin libertad, la democracia, como tampoco es calificable por el caudal de votos; lo es por el respeto universal a la determinación que por mayoría adoptan los votantes, porque hasta quienes se abstienen de votar la acatan.

Y paradójicamente no es mejor la decisión cuando todos participan, porque es de elemental conocimiento que las personas intelectualmente más preparadas para decidir constituyen apenas el vértice de la pirámide, y que es en cambio la muchedumbre manipulable y sin ilustración la que elige finalmente: insalvable imperfección de la democracia.

¿Será que el proyecto contempla que el candidato ganador deba tener la mayoría de votos contabilizando los blancos y los nulos? Si éstos como se espera se nutren de la franja abstencionista, nunca un candidato podrá ser elegido. Y se entenderá sin duda que el abstencionista más que un ser indiferente, es un ciudadano profundamente defraudado, que moralmente no puede ser atropellado con la obligación del voto; castigo que le imponen los causantes mismos de su apatía.

El sufragio obligatorio esclaviza a quienes anteponemos a la vida el derecho a la libertad; a quienes no aceptamos más dictados que los de la razón; a quienes sentimos innato al hombre el derecho a pensar y a disentir; a quienes consideramos el voto un derecho y no un deber.

El asiduo elector que estas líneas escribe promete si el monstruoso proyecto se hace ley, votar en blanco cuantas veces se coarte su libre decisión de ir a las urnas.

Lo más cautivante de la libertad no es disfrutar sus beneficios, sino saber que existe.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Epistolario periodístico y otros escritos")


* Esta opinión fue publicada en el diario colombiano El Espectador el 9 de noviembre de 1996 (pág. 3A). Periódicamente revive en Colombia la propuesta, pero por fortuna, hasta la fecha no ha tenido la acogida suficiente. Diez y seis años mantengo mi posición inalterable.

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domingo, 22 de enero de 2012

EN LAS ALTURAS

Fascinante dominio de las nubes,
que gráciles desnudan su etéreas formas,
de raudos tapices de esencia gaseosa
-ilusión de las mágicas alfombras del oriente-;
de mullidas colchas de blanco vaporoso,
 
níveos copos, algodonosos, densos.

Opacos filtros que refunden
los rayos luminosos:
atenuada e imprecisa incandescencia,
ansiada estrella en los confines
de los velos nubelosos que la encubren.

Caudalosos ríos convertidos en hilillos,
geométricas manchas vegetales,
verdes tintes de esperanza,
desérticos retazos amarillos,
extensas heridas de tierra erosionada,
tortuosos caminos que se pierden
hilvanando un paisaje terrenal en miniatura,

Relieves profundos que la lejanía confunde
en un extenso manto sin altura,
cimas majestuosas
que se besan con las nubes,
argénticos penachos congelados,
eterno azul,
sensación frenética inefable
que domina el orbe en las alturas.



LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Del amor, de la razón y los sentidos")

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sábado, 14 de enero de 2012

AL VEHÍCULO DE MI TRÁNSITO TERRENO

El cuerpo en este mundo es mi morada,
vehículo de dichas y dolores,
medio que intima con el quehacer mundano,
y me permite gozar lo intrascendente.

No es instrumento de pecado
-que angustia al puritano-,
es la envoltura perecedera y frágil
que restringe los vuelos del espíritu,
un armazón que se doblega al tiempo
inerme ante el trajín y el sufrimiento.

Instrumento que facilita los gozos de la carne,
que propicia la alegría de los placeres,
que permite catar las glorias materiales
que yo, el espíritu, de otra forma, jamás conocería.

Primitivo, incapaz de la mesura y poco austero,
el cuerpo es medio en que transito lo tangible.
Con él penetro el hedonismo y los excesos
proclives a su ser precipitado,
a su esencia mortal y pasajera
ajustada a este mundo intrascendente.

Que su impulso se agote en la batalla,
que su materia claudique ante el esfuerzo,
que sus sanas intenciones se corrompan,
que sus dudas y sus miedos lo intimiden,
que su ignorancia agrave su soberbia
y sus odios y pasiones lo esclavicen.

Ese es su ser,
el rasgo de este mundo.
Tal la sustancia con que fue creado
tal la materia en que me he albergado.
Materia por la que el espíritu conoce lo corpóreo.
¡Loado seas por tu favor cuerpo imperfecto,
yo te disfruto sin prejuicio alguno!

Adverso es el cuerpo al sacrificio,
propenso en cambio a lo ligero;

diminuta su voluntad -de cara a mi constancia-,
precario su saber –en frente a mi sapiencia-.
Resiste por ello las virtudes que me son innatas,
es su debilidad, no es su vileza,
es su frivolidad,
materia irreflexiva.

Pero el cuerpo en este mundo no es mortaja
para mi ser intemporal -viajero impenitente-.
Cuando fenezca su materia,
llegará el momento en que mi alma anuncie la partida.

Y cuando en la desdicha de su ruina me libere,
-en la última exhalación de su agonía-
retornaré al refugio de lo eterno,
a lo exquisito,
a un paraje sin desgracias ni temores,
a los dominios de todo lo sereno.


LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Este no es mi mundo")

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domingo, 8 de enero de 2012

HOMBRE, ESENCIA MINÚSCULA Y GIGANTE

Lúcida arcilla, que encierras en tu entraña
esencia de deidad y de demonio,
naturaleza minúscula
en la inmensidad del orbe,
brizna al vaivén de la fortuna
-chispa a la vez dominadora-,
amo y señor,
depredador que guarda el universo.

Invención magnífica de Dios -talla de barro-,
perpetuo constructor de sueños e ilusiones,
genio, bohemio, artífice virtuoso,
ingenio innovador, que como un atlas,
carga el apogeo de la Tierra en sus espaldas.

Entendimiento escrutador de lo absoluto,
enredado en los enigmas de la vida.

Espíritu sensible al mimo y al halago,
alma atormentada y despiadada,
con entraña utilitaria o de quijote,
conciencia colmada de dilemas,
al arbitrio del bien, del mal y las pasiones.

Disciernes, odias, amas,
juzgas, perdonas y condenas,
aciertas, te equivocas, yerras.
Trascendente y frívolo,
ruin y generoso
discurres por la vida,
hilando el tramado de la historia,
colonizando el tiempo y el espacio,
cual heredero de Dios
que imagina a su ambición
la creación en su totalidad subordinada.

LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Intermezzo poético")

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