viernes, 31 de octubre de 2008

PARA PODER VIVIR: UN FIN INALCANZABLE

Voy en pos de un sueño que la realidad
no encuentre en esta vida.
Voy en pos de una verdad inalcanzable.
Busco una estrella que brille cada vez más lejos.
Busco una cuenta infinita de luceros,
que mi tiempo no alcance a enumerarlos.
Busco una mujer inmune al tiempo:
una piel tersa que nunca se marchite.
Anhelo una conquista surcada de imposibles,
una quimera que mantenga la llama de la vida;
un objetivo irrealizable
que distraiga mis días
hasta la muerte.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Intermezzo poético – Razón y sentimiento")

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sábado, 25 de octubre de 2008

MUERTE Y BONDAD: OBJETO DE MIS SUEÑOS

Ante la premura de la muerte decidí inventariar mis pertenencias. Entre las más queridas estaban mis escritos. Se hallaban dispersos por el apartamento, en libros, en revistas, en carpetas, en el computador, en cajas, o simplemente en hojas sueltas que hacían parte de todo mi desorden. Intenté reunirlos y clasificarlos. No todos habían sido publicados. Muchos eran personales, íntimos y comprometedores. Ponían, por ejemplo, en evidencia a mis amantes; contaban con detalle cada encuentro, al punto que la magia de las palabras revelaba más que una cinta de video. Releí muchas páginas que creí atrevidas, las puse en la cajita gris y les sellé su suerte. Las rocié con alcohol y les prendí fuego metiéndolas en la chimenea. Tenían que desaparecer; no debían ser por nadie descubiertas. Revisé todo: estantes, cajas y cajones. Examiné el guardarropa, ya no tenía objeto renovarlo. De pronto a otros cuerpos cubriría la ropa allí guardada. Igual habría de pasar con tantas cosas que habrían de servir a un nuevo dueño. Tantas otras se quedarían esperándome en los anaqueles de los almacenes, porque mis impulsos por adquirir cosas nuevas habían dejado de tener sentido. No había duda, cuanto nos pertenece apenas es prestado; con nada marchamos a otro mundo. Un sentimiento de resignación me estremeció. Vestí el mejor de mis pijamas y me metí en la cama a esperar que todo terminara. Había más desaliento en mi alma que en mi cuerpo.
Dispuesto a clausurar todo contacto con el mundo, inicié mi cuenta regresiva. Pasaron los segundos, los minutos, las horas y los días. Las semanas se volvieron meses. Llegaron los años y aún seguía viviendo. Rechazaba la vida porque me había traicionado cuando más la amaba; era un amante despechado. A pesar de mi desgano mi cuerpo se resistía a morir. Seguía funcionando por inercia. La micción, las evacuaciones intestinales, el hambre y la sed me obligaban a levantarme y a mantener el contacto con el mundo.
Esperando la muerte el tiempo se hizo eterno. El rostro se ajó, los ojos se hundieron, la piel ciñó los huesos. Los metros de barba completamente cana daban cuenta del tiempo transcurrido. Los montones de pelo entretejido habían reemplazado el colchón y las cobijas, el pijama nuevo ya era un jirón de tela maloliente. La oscuridad reinaba por doquier, como el silencio. Pero no era ausencia de luz y de sonidos, sino la sordera y la visión de sombras del anciano. Al adivinar con mis sentidos torpes el esqueleto forrado con la piel macilenta, entendí que la vida había respondido con la inmortalidad a mis reproches. «Si quieres desparecer, ¡suicídate!», dijo una voz interior. Pero me di cuenta de que ya ni siquiera tenía fuerzas para hacerlo. Sentí más angustia de seguir viviendo que la que había sentido cuando supe que debía morir.
«¡Que llegue pronto la muerte!», dije con desconsuelo cuando al despertar reencontré la realidad apacible de mi cuarto. ¿De dónde acá aparecía en mis sueños un yo desconocido? Era mi antítesis. El yo que conocía no estaba dispuesto a suplicar la vida, ni a privarse de sus gustos sólo por verse de cara con la muerte. Lo que quedara de existencia no era como en el sueño para esperar la parca, era para explotarlo hasta el último respiro. Obras, objetos y vestidos nuevos por alguien serían utilizados, no iba a inhibirme de comprarlos. Todo el sueño me pareció impugnable. ¿Algo estaba tratando de manifestarme el inconsciente?
Pero tanto como lo físico me apasionaba lo moral. De hecho el bien y el mal aparecían en mis sueños en forma recurrente. A veces cuestionando, a veces confirmando mi escala de valores. Pero despierto tenía claro que actuar bien es comportarse sin causar daño objetivo e intencional a los demás, y sin tener que renunciar innecesariamente a la libertad y a los derechos. Ese fue el marco que me sirvió de límite, y así se lo enseñé a mi hija. Le mostré los extremos para que ella por sí misma descubriera el medio.
«En los límites del comportamiento estarán de una parte quienes desprecian y sacrifican a sus semejantes en aras de sus propios intereses; y de la otra, los que renuncian a su bienestar sin que su sacrificio se traduzca en bien tangible para alguien». «Explícamelo mejor», pidió Eleonora. Le dije entonces: «Distinguir entre la buena y la mala acción; entre la virtud y el vicio, entre la bondad y la maldad no siempre es tan sencillo. Sin embargo el ser humano está obligado a tomar decisiones en forma permanente. Bien o mal tomadas, son ineludibles. Hacerlo en beneficio propio es el camino fácil. Lo hace el que toma la mejor porción dejando sin nada a otros comensales, el que abandona las obligaciones que le son molestas, el que se apropia de los fondos de una buena causa, el que secuestra o el que mata. En otro extremo está el que se flagela, el que se priva de las cosas agradables de la vida, el que piensa que los placeres son diabólicos, el que se niega horas de ocio, comidas exquisitas, un poco de sensualidad y picardía; el que sólo admite una férrea disciplina, así no redunde en provecho para nadie».
Ella vio con claridad que la primera actitud era a todas luces condenable, que no se debe causar daño a los demás por satisfacer las propias ambiciones, pero no comprendió que renuncias innecesarias tratando de ser bueno merecieran algún tipo de censura. Entonces se lo presenté como algo improductivo, como un intento místico de ganar un premio o de evitar una condena. Hoy pese a mis nuevas experiencias sigo creyendo que es un sacrificio innecesario, no tan vano, quizás, como pensaba entonces. De pronto con algunos puntos de más lo premie el Cielo. En todo caso yo, amante de la libertad y el goce, no fui capaz de privaciones vanas. Hice caso a mi conciencia cuando me guió a un bien indiscutible, e hice caso a mis sentidos ávidos de gratificaciones permanentes, pero me abstuve cuando implicaron perjuicio para alguien. Otro tipo de renuncia ni mi hedonismo ni mi razón lo hubieran permitido. Actué bien por convicción. Porque creí que ser justo es bueno en sí mismo, no por la esperanza de una recompensa. Y si me equivoqué, ya se acabó el tiempo para remediarlo. No deseché lo fácil con la idea de que lo difícil es lo que más se aprecia. ¿Desde cuándo lo arduo es preferible a lo sencillo? Lo importante es lo bueno, no lo difícil ni lo fácil. Y si lo bueno llega sin mayor esfuerzo, nada hay que reprocharle.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")


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viernes, 17 de octubre de 2008

LA ASEPSIA: Las complicaciones infecciosas quirúrgicas

Las infecciones generalmente mortales y el dolor de las intervenciones quirúrgicas retrasaron notablemente el desarrollo de la cirugía. A ella sólo podía recurrirse en situaciones extremas, y aun así el enfermo muchas veces prefería la muerte. Las intervenciones eran crueles, tanto como el dolor que evocan las cauterizaciones con hierro al rojo vivo, con arsénico, cal viva, ácido clorhídrico y ácido sulfúrico en las heridas quirúrgicas de las hernias inguinales en pos de una fuerte cicatriz.

Las heridas provocadas por la guerra fueron campo fértil para el progreso de la cirugía. Hemorragia e infección pusieron a prueba la imaginación del hombre para controlarlas. En las guerras de Europa del siglo XVI el aceite hirviente fue empleado como profilaxis para la infección, procedimiento cruel que por el contrario la favorecía; como accidentalmente lo descubrió Ambrosio Paré (1510-1590), cuando agotado el aceite lo reemplazó por bálsamo y las heridas curaron. Gracias a él la dolorosa cauterización de los muñones también fue reemplazada por la ligadura hemostática de las arterias. Sin embargo hasta pleno siglo XVIII habrían de llegar muchos de los procedimientos aterradores de la medicina antigua.

La cavidad abdominal era impenetrable, "la apertura del peritoneo y el contacto del intestino con el aire frío origina una inflamación mortal", afirmaba Hamilton. La fiebre purulenta que solía complicar las cirugías casi siempre terminaba con la muerte. A pus olían los pacientes operados; 80% de ellos fallecían aún en el siglo XIX.

La teoría del aire venenoso condujo a aislar las heridas mediante caperuzas francesas -a las que se les extraía el aire con campanas neumáticas- o con apósitos de algodón de Guérin, que no se cambiaban en semanas. Opuesta a estas vendas nauseabundas estaba la razonable idea de Kern de dejar las heridas siempre descubiertas.

No tuvieron efecto sobre la infección los baños helados de Von Esmarch en Kiel, como tampoco los baños de calor, ni las cajas térmicas de Guyot, utilizadas en la creencia del efecto profiláctico del clima cálido en la fiebre purulenta, enseñanza médica que había dejado la expedición de Napoleón a Egipto.

Buscando evitar que el aire venenoso pasara de uno a otro pabellón, en la guerra de secesión en Norteaméricana se construyeron hospitales con una particular estructura. Se construían de tal forma que las edificaciones nunca quedaran alineadas.

Descubierta la anestesia a mediados del siglo XIX, pudieron por fin practicarse libres de dolor muchas intervenciones, pero las infecciones sin control aún siguieron siendo fatales para los pacientes. Pasarían algunas décadas antes de descubrir los estreptococos de la erisipela, los estafilococos de la fiebre purulenta, y los clostridium del tétanos y la gangrena. Descubrimiento vertiginoso de microorganismos que caracterizó el final del siglo XIX.


BIBLIOGRAFÍA
1. García Font Juan. Historia de la ciencia. Barcelona: Ediciones Danae. 1964: 220-221
2. Glascheib H.S. El Laberinto de la medicina. Barcelona: Ediciones Destino. 1964: 113-116, 124, 132
3. Laín Estralgo Pedro. Historia universal de la medicina. 1a. Ed. Barcelona: Salvat Editores. 1980: Tomo 7: 405
4. Phair S, Warren P. Enfermedades infecciosas. 5ª. Ed. México: Ed. McGraw Hill Interamericana. 1998: 118
5. Pedro-Pons Agustin. Tratado de patología y clínica médicas. 2a. Ed. Barcelona: Salvat Editores, 1960: Tomo VI: 6, 405
6. Sigerist Henry. Los grandes médicos. Barcelona: Ediciones Ave. 1949: 92, 97 (ilustración), 253, 258, 260
7. ToPley W. C, Wilson G. S, Miles A. A. Bacteriología e inmunidad 2a. Ed. Barcelona: Salvat Editores. 1949: 100, 106-108, 110, 111, 118-128
8. Thorwald Jürgen. El Siglo de los cirujanos. 1a. Ed. Barcelona: Ediciones Destino. 1958: 23, 272-273, 272 (ilustración), 317, 318, 320 (ilustración), 323
9. Thorwald Jürgen. El Triunfo de la cirugía. 1a. Ed. Barcelona: Ediciones Destino. 1960: 256, 377-378
10. Thwaites J. C. Modernos descubrimientos en medicina. Madrid: Ediciones Aguilar. 1962: 59
11. Von Drigalski, Wilhelm. Hombres contra microbios. Barcelona: Editorial Labor. 197-198

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Del oscurantismo al conocimiento de las enfermedades infecciosas")

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LA ASEPSIA: De las antiguas salas de cirugía al quirófano moderno

El conocimiento de la asepsia y la antisepsia cambió radicalmente el aspecto de las salas de cirugía. De las intervenciones improvisadas en el lecho del enfermo, o en la sala o el comedor de su casa, se pasó a los quirófanos como sitio obligado. Antes se suponía natural la suciedad en los centros quirúrgicos. En traje de calle, con salpicaduras de sangre y de pus, los cirujanos operaban sin lavarse, esperando como inevitable y natural la infección de las heridas quirúrgicas, no siempre suturadas. Cuando el instrumental caía al suelo era levantado para seguir operando. A este médico lo reemplazó un cirujano que acompañado por un anestesista armado de su mascarilla para aplicar el cloroformo, operaba en mangas de camisa y con delantal, que sumergía sus pinzas en cubetas con fenol y utilizaba esponjas para secar y aplicar el ácido fénico. Al final se impondría el uniforme quirúrgico y la estricta asepsia que prevalecen hoy en las salas de cirugía.


BIBLIOGRAFÍA
1. García Font Juan. Historia de la ciencia. Barcelona: Ediciones Danae. 1964: 220-221
2. Glascheib H.S. El Laberinto de la medicina. Barcelona: Ediciones Destino. 1964: 113-116, 124, 132
3. Laín Estralgo Pedro. Historia universal de la medicina. 1a. Ed. Barcelona: Salvat Editores. 1980: Tomo 7: 405
4. Phair S, Warren P. Enfermedades infecciosas. 5ª. Ed. México: Ed. McGraw Hill Interamericana. 1998: 118
5. Pedro-Pons Agustin. Tratado de patología y clínica médicas. 2a. Ed. Barcelona: Salvat Editores, 1960: Tomo VI: 6, 405
6. Sigerist Henry. Los grandes médicos. Barcelona: Ediciones Ave. 1949: 92, 97 (ilustración), 253, 258, 260
7. ToPley W. C, Wilson G. S, Miles A. A. Bacteriología e inmunidad 2a. Ed. Barcelona: Salvat Editores. 1949: 100, 106-108, 110, 111, 118-128
8. Thorwald Jürgen. El Siglo de los cirujanos. 1a. Ed. Barcelona: Ediciones Destino. 1958: 23, 272-273, 272 (ilustración), 317, 318, 320 (ilustración), 323
9. Thorwald Jürgen. El Triunfo de la cirugía. 1a. Ed. Barcelona: Ediciones Destino. 1960: 256, 377-378
10. Thwaites J. C. Modernos descubrimientos en medicina. Madrid: Ediciones Aguilar. 1962: 59
11. Von Drigalski, Wilhelm. Hombres contra microbios. Barcelona: Editorial Labor. 197-198

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Del oscurantismo al conocimiento de las enfermedades infecciosas")


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sábado, 11 de octubre de 2008

PARÁBOLA DE LA VIDA HUMANA

Periplo de la vida,
subjetiva infinitud
enmarcada por la nada.

Nacimiento

Final feliz
de un viaje indeseado,
despertar a un sueño
colmado de ilusiones,
encuentro de un destino
incomprendido... incierto.

Infancia

Edad del alma cristalina,
y de la vida pura,
y sin dobleces,
años de lúdica inocencia,
de veniales travesuras,
ajenas a la carga
pesada de la vida.

Juventud

Fragua de ardorosos sentimientos,
forja de rebeldes desafíos,
derroche de vitalidad,
cruzada quijotesca
que endereza el mundo,
ímpetu renovador
cargado de ilusiones.

Vejez

Cantera excavada,
memoria de fecundas experiencias,
libro de lecciones infinitas,
frágil humanidad
en que termina
la energía de los años juveniles.

Muerte

Descanso al final de la jornada,
que descubre el misterio más temido,
aparente reencuentro con la nada,
vano anhelo de vida perdurable.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Del amor, de la razón y los sentidos")

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viernes, 3 de octubre de 2008

CARTA XXXIV: LAS VIRTUDES DE LA AMANTE

Agosto 16

Mi amor:

Amante puede ser la compañera desconocida y fugaz de un encuentro no pensado, la mujer galante que nos trata con bondad y finge afecto, la confidente que compensa nuestra soledad, la querida que semanalmente comparte nuestro lecho, pero ninguna tan sublime como aquella enamorada que llena todo nuestro espacio, aquel ser que equilibra la vida del hombre atropellado y sin aliento. Aquélla que tiene siempre a flor de piel un atributo que calma nuestro enojo.

La amante es un oasis que aplaca la aridez de un vínculo que hastía. El ser dispuesto a la comprensión y a la palabra tierna. A su lado no hay gritos, no hay ultrajes, no hay rutinas ni trabajos extenuantes. No hay reclamos. Sabe de otra mujer y lo tolera. Al fin y al cabo siempre intuye que contrario a lo que se diga con encono, ella no es la otra, es la primera.

Ese ser socialmente incomprendido tiene la capacidad de transformar en lo más íntimo la vida y el corazón del hombre. Amor y lealtad son virtudes para ganarse el cielo. Resignada a la relación oculta y clandestina, renuncia la amante a la honra y los honores, al bienestar y a los derechos que solamente con el vínculo legal se brindan. ¡Qué justo premio serían a su nobleza!

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Cartas a una amante")

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