viernes, 27 de julio de 2012

PIENSO EN TI

Pienso en ti
cuando la noche
me invade con el manto de los sueños,
-el último eres de mis pensamientos
y la primera ilusión de mis ensueños-.

Pienso en ti
cuando el alba
atraviesa mi ventana
y vuelve a ser real
tu onírica figura,
-eres del día el primero,
el más bello pensamiento-.

Pienso en ti
cuando las tardes grises,
cargadas de nostalgia,
reviven la tristeza
que me trae tu ausencia.

Pienso en ti
cuando la luna
colma la noche de idílicos encantos,
te extraño y sufro al no sentirte mía.

Pienso en ti
cuando el amor toma mi pluma.
¡Dulce inspiración,
son para ti todos mis versos!

Pienso en ti
cuando la lluvia
se confunde con el llanto,
y se estremece el alma
añorando tus caricias

Pienso en ti
cuando las flores
exhalan su fragancia
-perfumes exquisitos
que cambio por tu aroma-.

Pienso en ti
cuando la soledad me asalta.
!Congoja tan profunda
que nace de un amor sin esperanza!

Pienso en ti
cuando mi paso
recorre la senda que dejó tu huella,
cuando te evoco
en las cosas que frecuentas,
cuando de ti me hablan tus gustos…
tus rosas amarillas.

Pienso en ti
en mis alegrías
cargadas de nostalgia,
de íntima añoranza,
de compartir contigo
todos mis momentos.

Pienso en ti...

Porque te quiero.



LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Del amor, de la razón y los sentidos")

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viernes, 20 de julio de 2012

UNA SEÑAL DEL MÁS ALLÁ (VIII)

Toc, toc, toc. Los golpes se hicieron más intensos. Tras la orden de seguir la criada abrió la puerta.
-Maestro, otra vez le cogió el sueño por andar hablando con los muertos.
-Ningún “hablando con los muertos”. Estaba poniéndole el punto final a mi relato.



FIN

Luis María Murillo Sarmiento (Primer relato de "Cuentos críticos y reflexivos")

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domingo, 1 de julio de 2012

UNA SEÑAL DEL MÁS ALLÁ (VII)

Aquél día volvió a experimentar una prodigiosa sensación vivificante, un hálito que elevó su espíritu sobre la materia agonizante. Avistó el mundo en las alturas y se extasió en la creación sin sobresalto, con la calma de una paz inagotable. Y se hizo más leve que las aves en los dominios volátiles del cielo, traspasó las fronteras terrenales y se sintió morando en el reino de lo absoluto y de lo eterno.

Se sintió libre, plenamente libre, tras escindirse su escuálido despojo. La llama en extinción del cuerpo en desventura se apagó definitivamente, pero brotó una nueva, un brioso impulso que renovó su ser y se anunció como una fuerza inagotable. ¡Sí era la muerte un nuevo nacimiento! Otro acierto en su visión del otro mundo.

Adriana en la soledad de la sala habló con él, como él había hablado con todos los difuntos. Observó su cuerpo inerte y desprendiéndose de Emilio como quien se despega de un objeto, dijo: “Este no eres tú, sólo es tu cuerpo, tu último atavío”. Y dirigió a lo alto la mirada esperado en el ambiente por el aroma de los lirios impregnado una señal que lo manifestara. Frente al vistoso catafalco un adorno floral recostado sobre la base de un cirio se escurrió hasta quedar acostado sobre el suelo. La leve fricción de su caída se amplificó en el fúnebre silencio y como una revelación interpretó Adriana la causa del misterioso movimiento.

“Le conté a Ernesto, cuando su cuerpo bajaban a la fosa, las insatisfacciones que me hubieran hecho desear su suerte. Lo quise hallar escrutando el infinito. Y tropezó mi vista con una golondrina cuando contemplé el firmamento azul y soleado, en contraste con el lúgubre momento. Hubiera sido él, no ha de saberse. Pero insisto que en la bóveda celeste están las almas cuyos cuerpos refunden en la tierra. Lo sentí cercano, le mostré mi aprecio, le compartí mis impresiones de la muerte, le manifesté mis dudas, le revelé mis descontentos. Debieron ver en mí un asistente circunspecto, mudo, abatido por la pena, pero era abstracción ese silencio, mi interior era locuaz en la charla fascinante con mi amigo. Dirías Adriana que fue un tiempo perdido si no te confesara que creo haber recibido parte de su favor en mis aprietos”.

La amante viuda sustentó en aquella confesión sus esperanzas. Y dirigió una tierna mirada al infinito. En algún lugar la acogió Emilio. Fue desde entonces la comunicación de Adriana un ‘diálogo’ espiritual, silente e intuitivo en espera constante de señales: de los signos y las claves que habían acordado en sus ensayos.

“Me podrás presentir en el resplandor indescifrable de un espejo, en el movimiento inexplicable de una puerta o en un despertar súbito a la mitad del sueño. No te asustes. Siempre seré yo, y te estaré guardando”.

Confiada en la señal le hablaba a Emilio que se le revelaba, a su parecer, en cada suceso que juzgaba extraño. Tenía la certeza de que hablarle lo atraía y podía asegurar que su presencia la acompañaba la mayor parte del día. “Tal vez yo no lo oiga, pero algo me dice que me está escuchando”. Se repetía, plagiando sus palabras. Hubiera querido tener con él una comunicación más ostensible, pero ante la imposibilidad su fe la serenaba.

Pensando en Emilio terminó frente al espejo su rutina de belleza diaria. Estiró con el cepillo la negra cabellera, que se alisó en sucesivos pases, y cayó esplendorosa por los hombros. Frente a ella, Emilio contempló ese pelo azabache y brillante que tanto le gustaba. El ambiente pareció el presagio de un encuentro de dos mundos, de dos dimensiones por los siglos de los siglos separadas.

“¡Adriana! ¡Adriana! ¡Cuánta sabiduría hoy puedo compartirte! Te quiero descubrir qué hubo de verdad y error en nuestras tesis. […] ¡Adriana! ¡Adriana! Sumérgete en mi mundo, intenta ver mi brillo en el espejo. Te puedo revelar lo que hay de cierto en la creencia del cielo, el purgatorio y el infierno”.

Por enésima vez volvió a intentarlo. “¡Adriana, estoy aquí, no te he fallado! ¡Cuántas cosas fabulosas por contarte!”.

Adriana ajena a la visita, una vez más miró el espejo. “Con tu recuerdo tendré que contentarme. Si estuvieras aquí, Emilio, advertirías cuánto te quiero”. Frente a frente, sin verlo, ni siquiera imaginarlo, se miraron, y un abrazo desde la inmensidad circundó a la mujer enamorada. Ni la más leve alteración turbó el ambiente. No supo Adriana cuán cerca lo tenía. “Si supieras, Adriana, lo que es el amor en este reino. No imaginas la inmensidad que quiero revelarte”.

Insistió Emilio en contactarla, accediendo a un mundo que tenía vedado: los espíritus puros intervienen, pero no irrumpen en un lugar mundano.

“¡Adriana! ¡Adriana! ¿Sólo viniendo a mi mundo escucharàs mis confesiones?”. Y cual si la incertidumbre se hubiera convertido en un presagio Adriana tras de sentir que su amante la llamaba cayó al suelo… por el emplazamiento de la muerte fulminada.


Luis María Murillo Sarmiento (Primer relato de "Cuentos críticos y reflexivos")

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