viernes, 12 de diciembre de 2008

LOS PELIGROS DE LA SOCIEDAD Y DEL ESTADO

José podía parecer inalterable, pero era temperamental y apasionado. Un hombre de pasiones intelectuales y afectivas, pero conciliador: «Soy amigo de tolerar lo tolerable». Y en efecto, en el trato personal buscaba más la concordia que el conflicto. Tras una explosión de ira podía albergar sentimientos de destrucción y de venganza, pero al igual que una tormenta terminaba en calma, con un pensamiento despejado, convencido de que las hieles del rencor sólo amargan a quienes lo pretenden, y casi nada a quienes son su objeto.
Su apasionamiento contra la altivez era un clamor contra las injusticias, traducido a veces en un manifiesto de su pluma, otras en el deseo de una contienda a muerte, que sabía de antemano que nunca libraría, y en últimas, en una pretensión mágica en que imaginaba que su espíritu volvería a este mundo convertido en ángel justiciero. «No para cobrar afrentas personales, pues no soy rencoroso, sino para causar suplicio a quienes se ensañan con quienes no tienen posibilidad de defenderse».
Lo social lo apasionaba. Le permitía expresar el rasgo filantrópico de su personalidad. «No hablo por mí, que jamás padecí el rigor de la pobreza». Y sus columnas podían convertirse en un emotivo discurso social en que exponía la voracidad del hombre y la indolencia de las clases dirigentes. Que contrastaba con el énfasis que podía darle a la autoridad, a la globalización y a la libre empresa, que lo hacía percibir como un hombre de derecha. «¿Dónde quedaron tus concepciones izquierdistas?», decían unos. «¿Dónde quedaron tus ideas conservadoras?», se preguntaban otros. «Ni lo uno, ni lo otro», contestaba. «Ninguna ideología lo explica o lo resuelve todo. Menos cuando se sitúan en los extremos. Ni siempre blanco, ni siempre negro; las tonalidades de gris condensan mejor la sabiduría y la prudencia. No me caso con ideologías ajenas, apenas en parte las acepto. Sólo sigo por entero mi propio pensamiento. ¿Cómo pueden dudar que soy ecléctico?».
La libertad y la bondad eran el eje de su filosofía. Actuando sin atropellarse debían –según él– conseguir un punto de equilibrio en el que la sociedad y el hombre encontraran la máxima felicidad factible. Era un modelo que armonizaba el interés propio y el interés ajeno, pero que sólo podía surgir del convencimiento de todos los mortales. Pero algo tan elemental para su mente no había sido obvio para sus semejantes. Era la historia de la humanidad rendida a la codicia. José así lo percibía: «En el principio la Tierra tuvo que pertenecer a todos. ¿Cómo pudieron tan pocos acumular tanto y demasiados quedar desamparados? La selección natural en nuestra especie fue más allá de la supervivencia, hipertrofiando la ambición y estimulando a los más aprovechados a acaparar más que lo necesario. [...] Surgieron la familia, la sociedad y el Estado, todos tocados por el egoísmo. La autoridad, llamada a restablecer el equilibrio, terminó en la mira de los codiciosos que debía aquietar. Símbolo de supremacía y dominio, vive dispuesta a servir al poder y a la ambición. […] El poder que da el ejercicio de la autoridad hace perder al hombre la sensibilidad, lo hace olvidar la obligación de servir y lo lleva a actuar en su propio beneficio. ¡Desconfiad de quien busca el ejercicio del poder! Es sospechoso hasta que se demuestre lo contrario. Pocos se someten a tantos sacrificios sin recompensa diferente a la satisfacción de su servicio. [...] El hombre con poder ambiciona los bienes que tiene a su cuidado, es negligente con las necesidades de sus gobernados, desconoce de ellos sus penurias, y arbitrario, pasa temerariamente sobre sus deseos; imagina la realidad, porque la desconoce, de ahí sus normas absurdas, de ahí sus yerros en inversiones y proyectos. [...] La persecución de los vendedores ambulantes, la desidia con los desplazados, la reducción de la nómina para dejar a miles sin empleo, prueba la falta de sensibilidad de los hombres con poder, ciegos de jactancia al drama que causan sus déspotas medidas. El Estado en esas manos se corrompe. Tal vez la organización tradicional del Estado y el poder deban ser objeto de la reingeniería más drástica».
Veía que la asociación era forzosa, pero no por ello se olvidaba de sus riegos. «La sociedad es pertinente para progresar, pero el hombre organizado socialmente también es peligroso. Fácil intimida y anula a quienes sospecha en disidencia. Lo hacen desde hombres que parecen santos, hasta los peores engendros criminales. Desde las organizaciones que mediante sanciones amordazan a sus miembros, hasta las mafias que acallan con la muerte. La fuerza de muchos fácilmente arrasa la resistencia de unos pocos. Y sobran los ejemplos: sacerdotes extrañados por sus superiores, militares confinados a las peores guarniciones, trabajadores arrojados de su empleo, opositores de gobiernos tras las rejas, fustigadores de la corrupción ultimados en las calles. Si el hombre fuera por instinto recto, las organizaciones más rígidas, como el Estado, la mayor amenaza para la libertad, jamás tendrían sentido».
Le parecía el Estado una estructura a la vez necesaria y peligrosa. Su naturaleza era una de sus preocupaciones, y examinando modelos, se quedaba con el capitalismo. «Aunque lejos de la perfección, genera riqueza y honra la libertad. Concentrará el capital en quienes más lo tienen, pero de alguna manera llega a los que más lo necesitan. Otros como el comunismo no generan riqueza, reparten pobreza y silencian las ideas. ¿Y qué hombre vive con dignidad cuando se le controla el alma?». Claro que hacía una nítida distinción entre la izquierda democrática y la totalitaria; contra ésta le parecían lícitos todos los medios para aniquilarla: «Porque es artera y le niega a sus opositores las prerrogativas que exige para sí. Cuando un totalitarismo asienta en el poder no existe forma pacífica para deponerlo». Pensando en ello, recordaba la lucha de clases del marxismo: «torpe engendro de ingenuos o malintencionados comunistas».
Odiaba la polarización entre patronos y trabajadores, y preguntaba: «Si la prosperidad de unos está en el esfuerzo de los otros, ¿de dónde el absurdo enfrentamiento? ¿Por qué no entender que sin empresarios no hay capital; sin capital, industria; y sin industria, empleo? ¿Y que sin los trabajadores no hay producción ni empresa que perdure? ¿Cómo contradecir un planteamiento tan sencillo?».


LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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