viernes, 3 de julio de 2009

INEVITABLEMENTE EL HOMBRE ES RELIGIOSO

La muerte carece de expertos que absuelvan el menor interrogante. Sin embargo cuando por curiosidad hizo José el intento de buscarlos, miles de páginas de embaucadores aparecieron en los motores de búsqueda de la internet.
Para él la empresa era una pesquisa sin respuesta, especulativa sin remedio y presa de la vacilación de siempre: el premio o el castigo, la reencarnación, la eternidad... la nada. Se preguntó sin ánimo de responderse: «¿Quién conoce el verdadero mundo que se alberga al otro lado del cadáver?». Era obvio que sólo «viviendo» la muerte se podía despejar la incertidumbre.
Sus cavilaciones lo condujeron por reflexiones religiosas que al cabo de mucho tiempo no le aportaron nada. «En materia de fe la racionalidad no cabe –y era con razones que buscaba alimentar su entendimiento–. [...] Más allá de la existencia de Dios, todo es indecisión, hipótesis, deseo. [...] El hombre se vuelve más religioso en los momentos críticos, transa con la divinidad sacando beneficios». Recapacitó en ello y negó que tal fuera su caso. No se acercaba a Dios abjurando del pasado, ni presintiendo que el piso firme de sus creencias se volvería inestable. Le pareció grotesco retractarse en el último momento, y por puro sobresalto, de cuanto había hecho enteramente convencido.
Explorando el más allá, inasequible, José terminó inmerso en cuestiones religiosas desconectadas por completo del porvenir y de la muerte. Asuntos que tenían que ver con la historia de sus críticas y sus creencias.
No habiendo dado nunca claras muestras de fervor, el juicio a sus escritos lo ubicaba como agnóstico, libre pensador o ateo. Su propia mujer lo había presentado ante el párroco como un blasfemo. Pero a la hora de la verdad José sí era cristiano. Se había formado en colegios religiosos; había experimentado el contagio de un pasajero brote nihilista juvenil de corto vuelo, frenado por el rigor de su personalidad; más formado, había entrado en un período de impetuosa actividad crítica; y finalmente sus juicios se habían decantado con las reflexiones de la madurez. Ahora releía sus artículos de antaño y encontraba algunos un poco irreverentes. Tal vez el trato con Javier lo había moderado en las opiniones religiosas, acaso el tema se había vuelto frívolo y ya no merecía ardorosas discusiones. Tampoco descartaba que el sosiego de su enfermedad le hubiera arrebatado sus arranques críticos.
Cuando revisaba los artículos se sorprendía de la cantidad de temas que habían sido blanco de su pluma. En uno, por ejemplo, se refería a las imágenes, y manifestaba extrañeza de que los católicos abusaran de la de Jesús martirizado; que reverenciaran y oraran a los clavos, a la cruz y a las espinas que habían sido el tormento de un hombre compasivo. Aceptaba que la cruz fuera símbolo del cristianismo, pero le costaba entender que se veneraran objetos que fueron la fuente del martirio. «¿Quién pondría en un altar el arma que segó una vida para rendir homenaje al inmolado? ¿Quién exhibiría feliz la foto del cadáver de su ser querido? ¿Quién la imagen de un ser amado en pleno sufrimiento? ¿Por qué en cambio de Jesús crucificado, no impone la Iglesia la imagen de Jesús resucitado?». En fin, eran asuntos de fe que a nadie lastimaban. En cambio pensaba en las cruzadas y en las guerras santas, esas, decía, sí merecían una opinión más contundente. Opinión que estaba consignada en uno de sus libros: «No se cuántos crímenes se hayan cometido en nombre de la razón, pero en nombre de la fe se han cometido infinidades. En nombre de la fe nuestra propia Iglesia asesinó; y en nombre de su credo los fundamentalistas musulmanes matan».
Pero su papel de crítico estaba muy lejos de mostrar sus emociones. Tras de esa imagen de enjuiciador imperturbable se escondía un hombre reverente, de pronto fervoroso. Pero tan reservado en asuntos de fe, que no la compartía ni siquiera con su amigo el sacerdote. A él, como a todo el mundo, apenas le constaban los juicios de racionalidad que hacía de las creencias. Nadie lo hubiera imaginando dialogando con Dios, tanto que algún día Javier tuvo la impresión de que José no se sabía ni el Padrenuestro.
–Es que no te vi gesticular palabra –dijo Javier al término de una eucaristía.
–Porque son intimas las manifestaciones de mi religiosidad. Exteriorizarlas es presumir de bueno.
–Mientras no sea que te avergüenzas...
–Para que sepas, conozco esa oración mejor que los que la recitan a diario sin tener conciencia de lo que están diciendo. Lo más importante es que con ella nos comprometemos a perdonar para que nos perdonen. Más que para adular, como lo hacen la mayoría de las plegarias, el Padrenuestro es para hacer con Dios un razonable acuerdo. Es una oración de la mejor factura, una plegaria enseñada por el mismo Jesucristo.
Javier se sorprendió. «Ha de pensar que no todo está perdido», especuló José, mientras intentaba descifrar la expresión del sacerdote. Y para que no quedara duda de su ilustración, apuntaló su comentario sobre el Padrenuestro con el conocimiento de otras enseñanzas:
–Los católicos son más dados a rezar que a practicar, a recriminar a los demás, que a examinarse interiormente. Olvidan cuando censuran, que la viga más que en ojo ajeno está en el propio. Lanzan la piedra sin estar libres de culpa, prefieren que el pecador muera, más que se arrepienta y viva. Si todos entendiéramos lo que es poner la otra mejilla, jamás habría violencia.
–Estás salvado –dijo Javier– si has hecho tuyas tantas enseñanzas.
Y José le dijo para recalcarle que no se estaba subordinando a sus exhortaciones:
–El discurso de Jesús alienta por igual al creyente dogmático que al revolucionario. Por igual anima a quienes luchan por la justicia en la Tierra, que a quienes convocan las almas para el Cielo.


LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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