sábado, 25 de octubre de 2008

MUERTE Y BONDAD: OBJETO DE MIS SUEÑOS

Ante la premura de la muerte decidí inventariar mis pertenencias. Entre las más queridas estaban mis escritos. Se hallaban dispersos por el apartamento, en libros, en revistas, en carpetas, en el computador, en cajas, o simplemente en hojas sueltas que hacían parte de todo mi desorden. Intenté reunirlos y clasificarlos. No todos habían sido publicados. Muchos eran personales, íntimos y comprometedores. Ponían, por ejemplo, en evidencia a mis amantes; contaban con detalle cada encuentro, al punto que la magia de las palabras revelaba más que una cinta de video. Releí muchas páginas que creí atrevidas, las puse en la cajita gris y les sellé su suerte. Las rocié con alcohol y les prendí fuego metiéndolas en la chimenea. Tenían que desaparecer; no debían ser por nadie descubiertas. Revisé todo: estantes, cajas y cajones. Examiné el guardarropa, ya no tenía objeto renovarlo. De pronto a otros cuerpos cubriría la ropa allí guardada. Igual habría de pasar con tantas cosas que habrían de servir a un nuevo dueño. Tantas otras se quedarían esperándome en los anaqueles de los almacenes, porque mis impulsos por adquirir cosas nuevas habían dejado de tener sentido. No había duda, cuanto nos pertenece apenas es prestado; con nada marchamos a otro mundo. Un sentimiento de resignación me estremeció. Vestí el mejor de mis pijamas y me metí en la cama a esperar que todo terminara. Había más desaliento en mi alma que en mi cuerpo.
Dispuesto a clausurar todo contacto con el mundo, inicié mi cuenta regresiva. Pasaron los segundos, los minutos, las horas y los días. Las semanas se volvieron meses. Llegaron los años y aún seguía viviendo. Rechazaba la vida porque me había traicionado cuando más la amaba; era un amante despechado. A pesar de mi desgano mi cuerpo se resistía a morir. Seguía funcionando por inercia. La micción, las evacuaciones intestinales, el hambre y la sed me obligaban a levantarme y a mantener el contacto con el mundo.
Esperando la muerte el tiempo se hizo eterno. El rostro se ajó, los ojos se hundieron, la piel ciñó los huesos. Los metros de barba completamente cana daban cuenta del tiempo transcurrido. Los montones de pelo entretejido habían reemplazado el colchón y las cobijas, el pijama nuevo ya era un jirón de tela maloliente. La oscuridad reinaba por doquier, como el silencio. Pero no era ausencia de luz y de sonidos, sino la sordera y la visión de sombras del anciano. Al adivinar con mis sentidos torpes el esqueleto forrado con la piel macilenta, entendí que la vida había respondido con la inmortalidad a mis reproches. «Si quieres desparecer, ¡suicídate!», dijo una voz interior. Pero me di cuenta de que ya ni siquiera tenía fuerzas para hacerlo. Sentí más angustia de seguir viviendo que la que había sentido cuando supe que debía morir.
«¡Que llegue pronto la muerte!», dije con desconsuelo cuando al despertar reencontré la realidad apacible de mi cuarto. ¿De dónde acá aparecía en mis sueños un yo desconocido? Era mi antítesis. El yo que conocía no estaba dispuesto a suplicar la vida, ni a privarse de sus gustos sólo por verse de cara con la muerte. Lo que quedara de existencia no era como en el sueño para esperar la parca, era para explotarlo hasta el último respiro. Obras, objetos y vestidos nuevos por alguien serían utilizados, no iba a inhibirme de comprarlos. Todo el sueño me pareció impugnable. ¿Algo estaba tratando de manifestarme el inconsciente?
Pero tanto como lo físico me apasionaba lo moral. De hecho el bien y el mal aparecían en mis sueños en forma recurrente. A veces cuestionando, a veces confirmando mi escala de valores. Pero despierto tenía claro que actuar bien es comportarse sin causar daño objetivo e intencional a los demás, y sin tener que renunciar innecesariamente a la libertad y a los derechos. Ese fue el marco que me sirvió de límite, y así se lo enseñé a mi hija. Le mostré los extremos para que ella por sí misma descubriera el medio.
«En los límites del comportamiento estarán de una parte quienes desprecian y sacrifican a sus semejantes en aras de sus propios intereses; y de la otra, los que renuncian a su bienestar sin que su sacrificio se traduzca en bien tangible para alguien». «Explícamelo mejor», pidió Eleonora. Le dije entonces: «Distinguir entre la buena y la mala acción; entre la virtud y el vicio, entre la bondad y la maldad no siempre es tan sencillo. Sin embargo el ser humano está obligado a tomar decisiones en forma permanente. Bien o mal tomadas, son ineludibles. Hacerlo en beneficio propio es el camino fácil. Lo hace el que toma la mejor porción dejando sin nada a otros comensales, el que abandona las obligaciones que le son molestas, el que se apropia de los fondos de una buena causa, el que secuestra o el que mata. En otro extremo está el que se flagela, el que se priva de las cosas agradables de la vida, el que piensa que los placeres son diabólicos, el que se niega horas de ocio, comidas exquisitas, un poco de sensualidad y picardía; el que sólo admite una férrea disciplina, así no redunde en provecho para nadie».
Ella vio con claridad que la primera actitud era a todas luces condenable, que no se debe causar daño a los demás por satisfacer las propias ambiciones, pero no comprendió que renuncias innecesarias tratando de ser bueno merecieran algún tipo de censura. Entonces se lo presenté como algo improductivo, como un intento místico de ganar un premio o de evitar una condena. Hoy pese a mis nuevas experiencias sigo creyendo que es un sacrificio innecesario, no tan vano, quizás, como pensaba entonces. De pronto con algunos puntos de más lo premie el Cielo. En todo caso yo, amante de la libertad y el goce, no fui capaz de privaciones vanas. Hice caso a mi conciencia cuando me guió a un bien indiscutible, e hice caso a mis sentidos ávidos de gratificaciones permanentes, pero me abstuve cuando implicaron perjuicio para alguien. Otro tipo de renuncia ni mi hedonismo ni mi razón lo hubieran permitido. Actué bien por convicción. Porque creí que ser justo es bueno en sí mismo, no por la esperanza de una recompensa. Y si me equivoqué, ya se acabó el tiempo para remediarlo. No deseché lo fácil con la idea de que lo difícil es lo que más se aprecia. ¿Desde cuándo lo arduo es preferible a lo sencillo? Lo importante es lo bueno, no lo difícil ni lo fácil. Y si lo bueno llega sin mayor esfuerzo, nada hay que reprocharle.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")


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