viernes, 26 de septiembre de 2008

LA NOSTALGIA DE UN AMOR DURADERO

Los encuentros con Piedad eran para José regocijantes. Le sentía devoción, y muchos intuían que eran amantes. Se confesaban con picardía su intimidad y se apoyaban en sus conspiraciones amorosas. Entre ellos no había pasión, aunque la hubiera habido de acceder Piedad a los requerimientos de su amigo. Pero en su momento Piedad no lo juzgó oportuno, y cuando creyó que podía ser, el ardor de José, de tanto aguardar, se había extinguido. «Fue mejor así», él mismo lo decía: «De otra manera no nos hubiéramos vuelto compinches entrañables». Y es que como tales, se empeñaban en hacerse felices mutuamente, y en solucionarse recíprocamente todos los problemas.
–Esa es la vida Piedad –José le subrayaba–, cuando la relación es buena se sufre por el temor de perder a la mujer amada, cuando la convivencia es perniciosa, el sufrimiento es soportarla.

Eran los tiempos de Pilar, en quien José afirmaba que había encontrado la armonía perfecta. Pero Piedad no creía que él pudiera ser feliz con una doble vida.
–La relación clandestina vive en la incertidumbre.
–La incertidumbre del infiel no es porque la relación termine –le respondía José–, sino porque el hogar se acabe.
Y se jactaba de que con su aventura no arriesgaba nada, porque su matrimonio no podía más malograrse.
–Por el contrario, Piedad, mi amante es una descomunal ganancia.
–Sepárate –ella insistía.
–Por Eleonora no lo hago –argumentaba.

Y por Eleonora no lo hizo hasta que Elisa tomó la iniciativa. Pero en ese momento no hubo vacilación en secundarla. Cierto arrepentimiento lo acompañó por años, aunque su hija jamás le hizo un reproche. Ella sabía mejor que sus padres que el divorcio era una solución inevitable. José entonces comenzó a escribir de sus amantes, aunque cohibido, al presentir que en algún momento pasaría su autobiografía por las manos de Eleonora. Pero lo hizo para evitar que otros contaran la historia a su acomodo. Y fue medido, de pronto menos que lo que había deseado.

Era notorio su fervor por las mujeres. Todas entrañaban un potencial romance. Ideaba cortejos en su imaginación, aún durante los meses armoniosos de su matrimonio, cuando por indebidos los rechazaba de inmediato. Sin embargo a medida que se agriaron las relaciones con Elisa, fue concediendo más libertad a su imaginación para tejer idilios; y fue apareciendo el interés de que alguno en la realidad se concretara. Sólo el temor a la negativa contenía su arrojo, por lo que tras dar el primer paso, esperaba con prudencia una respuesta favorable que lo invitara a seguir en la conquista. Solía concebir romances descabellados que se quedaban inéditos entre sus más recóndito secretos, de forma que las implicadas habitualmente ignoraban que las había deseado.

Al final de sus días alcanzó a lamentar que el enamoramiento no durara para siempre, y que la especie humana no fuera en realidad monógama, porque en el fondo de su ser sí le habría gustado disfrutar tanta armonía. No lo expresaba, porque se hubiera dicho que se estaba retractando de cuanto había dicho, escrito y publicado, aunque él no lo veía de esa manera. Pensaba que había sido un cronista de la realidad de las parejas y no un instigador de adversidades. Si otra hubiera sido su convivencia con Elisa, diferente hubiera sido el mundo de su pluma. Más que la triste realidad de la pareja, habría sido su objeto la exaltación de las espléndidas, aunque fugaces, delicias del amor. Su vida amorosa también hubiera tenido un desenlace más amable. Tantos amores truncos le habían deparado dichas, pero también soledad y sufrimiento.

Al tratar de contar a sus amantes se daba cuenta de que eran menos que las que había supuesto, pues descartando encuentros casuales que terminaban en una entrega inesperada, «deliciosa pasión al rojo vivo, aunque sin mucho afecto», y excluyendo a Alicia –apenas un amor platónico–, a Piedad y a Carolina, terminaba apenas con Pilar y Claudia, a las únicas a las que les concedía la exquisitez de las amantes. Y de las dos, Claudia era la única que seguía presente, aunque su amor ya era fraterno, independientemente de lo que José pensara.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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LAS VICISITUDES DEL QUEHACER MÉDICO*

Los reiterados juicios sobre la responsabilidad médica en la asistencia pública con frecuencia conducen a afirmaciones ligeras que fundadas presumiblemente más en el desconocimiento que en la mala intención, van socavando en forma imperceptible la relación médico paciente y destruyendo la armonía que debe existir entre el cuerpo médico y la comunidad.

Lejos de ser un quehacer infalible, la medicina a pesar de su prodigioso desarrollo tiene fracasos y genera complicaciones que son desafortunadamente explotadas por el sensacionalismo periodístico, en ocasiones por el ánimo demagógico de las autoridades y no pocas veces por quienes pretenden obtener del médico beneficios materiales.

Entristece y desmotiva al médico honesto, prudente y responsable que el ejercicio de un apostolado pueda transmutarse en una labor riesgosa que conculca sus derechos. Que desproveído de las garantías consagradas para sus pacientes, se vea abocado a la adquisición de enfermedades que no pocas veces conducen a la muerte, o que se vea afrontando como criminal los estrados judiciales por servir abnegadamente a instituciones que como muchas de las del estado carecen de los recursos para ofrecer una asistencia médica segura.

No debe perder la comunidad la confianza en quienes deposita el cuidado del preciado don de la existencia, tampoco aquéllos deben defraudarla, ni debe el Estado abandonar al médico a una atención con míseros recursos, que le niega los medios para aplicar su ciencia y lo aboca a una práctica censurada por sus propias leyes.

La labor silenciosa tantas veces angustiante y siempre humanitaria es la que en mente debe prevalecer del médico, profundo conocedor de los problemas sociales de su entorno, pero absurdamente alejado de las decisiones gubernamentales que rigen la salud.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Epistolario periodístico y otros escritos")

* Estas reflexiones que me asaltaban hace 15 años y que fueron publicadas en el diario colombiano “El Espectador” (diciembre 6 de 1993, pág. 4A), no dejan de ser válidas a pesar del tiempo transcurrido

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