viernes, 27 de marzo de 2009

PENSAR EN LA MUERTE ES SALUDABLE

Había amigos de José para los que era un suplicio departir con él a sabiendas de que estaba moribundo. Se preguntaban qué decirle; vacilaban entre hablarle con naturalidad, excluyendo el tema de la muerte, y referirse a ella invocando esperanzas ilusorias. Alguno pensó que era mejor hablar de la enfermedad en forma descarnada. Muchos optaron por una solución pragmática: no volvieron jamás a visitarlo. Otros, como Andrés, lo sorprendieron con su ingenio.
José abrió el paquete que el amigo enviaba y extrajo un libro con título diciente: «Sobre la muerte y los moribundos». En la contraportada una foto, la doctora Kübler-Ross, su autora, profesora de psiquiatría en Chicago. Ojeó sus páginas. En grandes caracteres una dedicatoria corta: «José, un libro dice más que mil palabras. Te recuerdo a diario, pero no tengo el valor de visitarte». Con ese título hubiera sido un regalo escalofriante, pero a esas alturas a José le resultaba más extraña la vida que la muerte. Revisó los capítulos: «Sobre el miedo a la muerte», «Actitudes con respecto a la muerte y al moribundo», una frase célebre: «Los hombres son crueles, pero el hombre es bondadoso», de Tagore. Se identificó con ella. Se adentró en más capítulos y terminó leyéndolos. Encontró las reacciones psicológicas del enfermo terminal agrupadas en sus fases: primero la negación y el aislamiento, luego la rebeldía y la ira, después la negociación o el pacto, más adelante la depresión, hasta aceptar por último la condición de moribundo. Todo estaba descrito meticulosamente. A José le constaba, no tanto por él, como por otros desahuciados. Confrontó su experiencia con el libro: «No rechacé el dictamen porque desde mi juventud estaba preparado. Nunca luché contra lo inevitable, aunque reconozco cierta irritabilidad en la segunda fase. No regateé con Dios, ni hice ofrecimientos a cambio de mi vida. Cierta depresión fue irremediable. Y nunca llegó la pérdida de todo el interés, y al abandono». Luego leyó: «Si el enfermo tiene tiempo suficiente, llegará a una etapa de tranquilidad, en continuo descanso, como si se preparase para un largo viaje». Era cierto, no le dolía la muerte, la imaginaba como un sueño profundo, reparador y plácido; y lo mejor de todo, para siempre. Se sentía tranquilo, más que los visitantes, que convencidos del frágil estado emocional del moribundo temían que cualquier palabra lo sumiera en la tristeza. Pensó que su placidez no era gratuita, sino el producto de una vida entrenándose para enfrentar la muerte. Claro que el duelo había existido, años atrás, cuando con la energía de la juventud se había rebelado contra la burla que convertiría en cenizas sus esfuerzos, toda sus conquistas y un millón de sueños. Sí, era la depresión y la rebeldía que mencionaba la doctora Kübler-Ross, pero experimentada sin necesidad, cuando gozaba de vida saludable. Una insensatez, le dijeron quienes conocieron su secreto: «Uno no se atormenta con la muerte sin tocarle». No comprendían que su revuelo no brotaba del pavor, sino del absurdo desenlace de la vida; del contraste entre las rigurosos exigencias de la supervivencia –y los frutos admirables del esfuerzo– y el miserable epílogo de la existencia.
Pero esas profundas y largas reflexiones no sólo lo llevaron a encontrarle a la extinción sentido, sino a percibir la muerte sin temor. A aceptarla como algo natural. Cuando el momento supremo pareció inminente, lo pudo vivir sin sobresalto. Mucha ventaja le llevaba José a la mayoría de los mortales. Testigo del pánico de enfermos afligidos por las fatalidad de su padecimiento, creyó un deber comunicarles el secreto de la buena muerte. Imaginó un libro confiando su receta; al menos unas columnas sobre las bondades de la preparación anticipada, pero no lo hizo. Entre su rutina y sus dolencias sus intenciones se fueron disipando.


LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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