viernes, 10 de septiembre de 2010

¿TERMINÉ AMANDO LA VIDA?

Si todo estaba siendo objeto de mi análisis, no estaba de más que juzgara mi culpa en la enfermedad que me llevaría a la muerte. Inobjetable era mi falta, había abandonado por años los controles. ¿Pero acaso no tenía motivo para hacerlo cuando tantas biopsias benignas me habían tranquilizado? Tarde vine a saber que la metaplasia colónica del último fragmento de estómago que me estudiaron era un paso al cáncer gástrico. El especialista me habría alertado si en vez de archivar el informe se lo hubiera presentado. Y no lo hice porque también decía que no había malignidad en la muestra examinada. En fin, ¡así debían pasar las cosas! Pues hasta las verduras que poco me gustaban las incluí en mi dieta. Y los medicamentos nunca me faltaron. La cimetidina, la ranitidina, el omeprazol, el sucralfate, la metoclopramida y todos los antiácidos daban fe de que tampoco fui tan negligente. En ausencia de controles yo mismo me los formulaba. Y aunque me recriminaron la autoformulación, ningún médico pudo refutarme que la prescripción fuera correcta. «Se creyó tan docto recetándose –me dijo alguno– que pasó por alto que sólo una parte del manejo de la enfermedad era la fórmula».
De todas formas, no tenía porque quejarme; muchas veces había expresado el desprecio por la vida. No había sido grande mi apego a la existencia, hasta recuerdo cuando recitaba con rebeldía los versos de León de Greiff, como si fueran míos:
«Juego mi vida,
cambio mi vida.
De todos modos
la llevo perdida.»
Los repetí mil veces, considerándola un bien sin importancia. Pero a fuerza de vivir terminé cogiéndole cariño. La había colmado de pretextos y motivos, y sentía tristeza de dejarlos huérfanos. Ahora me ataban los quehaceres a que me había entregado para entretenerme, mientras llegaba la hora de partir. Había sido un buen discípulo de Chalmers para quien la dicha consistía en tener qué hacer, a quién amar y algo qué esperar.
Pensé en la muerte de mis seres queridos, en las hipotéticas y en las reales. Y particularmente recordé el accidente de mi hija, cuando creí que la perdía. Qué alegría que las cosas se dieron al derecho. No tienen porque anteceder en la muerte los hijos a los padres. Pasado la angustia inicial del accidente, mi dolor se fue atenuando al entender que no era yo Dios para cambiar los hilos del destino, y que todo ser humano tiene un final inexorable, del que ni Eleonora escaparía. Entendí que mi dolor más que por ella era por mí. Sufría porque ella pudiera abandonarme. ¡Y con ese egoísmo nos atrevemos a decir que sufrimos porque amamos! Para que hubiera amor auténtico en ese instante amargo, lo que debía importarme era haberle dado afecto, haber cumplido a cabalidad mis obligaciones como padre, haberla hecho feliz, haberle dado amor todos los días. Y si tenía que marcharse, que lo hiciera con la alegría de haber contado con un ser que no le había fallado. Pensé que podía sentirme triste si el destino se la llevaba para siempre, pero no abatido, pues a Dios gracias, creía que mi comportamiento era admirable. Que fuera lo que el Cielo dispusiera, al menos había paz en mi conciencia.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

VOLVER AL ÍNDICE
VER SIGUIENTE ESCRITO