domingo, 1 de julio de 2012

UNA SEÑAL DEL MÁS ALLÁ (VII)

Aquél día volvió a experimentar una prodigiosa sensación vivificante, un hálito que elevó su espíritu sobre la materia agonizante. Avistó el mundo en las alturas y se extasió en la creación sin sobresalto, con la calma de una paz inagotable. Y se hizo más leve que las aves en los dominios volátiles del cielo, traspasó las fronteras terrenales y se sintió morando en el reino de lo absoluto y de lo eterno.

Se sintió libre, plenamente libre, tras escindirse su escuálido despojo. La llama en extinción del cuerpo en desventura se apagó definitivamente, pero brotó una nueva, un brioso impulso que renovó su ser y se anunció como una fuerza inagotable. ¡Sí era la muerte un nuevo nacimiento! Otro acierto en su visión del otro mundo.

Adriana en la soledad de la sala habló con él, como él había hablado con todos los difuntos. Observó su cuerpo inerte y desprendiéndose de Emilio como quien se despega de un objeto, dijo: “Este no eres tú, sólo es tu cuerpo, tu último atavío”. Y dirigió a lo alto la mirada esperado en el ambiente por el aroma de los lirios impregnado una señal que lo manifestara. Frente al vistoso catafalco un adorno floral recostado sobre la base de un cirio se escurrió hasta quedar acostado sobre el suelo. La leve fricción de su caída se amplificó en el fúnebre silencio y como una revelación interpretó Adriana la causa del misterioso movimiento.

“Le conté a Ernesto, cuando su cuerpo bajaban a la fosa, las insatisfacciones que me hubieran hecho desear su suerte. Lo quise hallar escrutando el infinito. Y tropezó mi vista con una golondrina cuando contemplé el firmamento azul y soleado, en contraste con el lúgubre momento. Hubiera sido él, no ha de saberse. Pero insisto que en la bóveda celeste están las almas cuyos cuerpos refunden en la tierra. Lo sentí cercano, le mostré mi aprecio, le compartí mis impresiones de la muerte, le manifesté mis dudas, le revelé mis descontentos. Debieron ver en mí un asistente circunspecto, mudo, abatido por la pena, pero era abstracción ese silencio, mi interior era locuaz en la charla fascinante con mi amigo. Dirías Adriana que fue un tiempo perdido si no te confesara que creo haber recibido parte de su favor en mis aprietos”.

La amante viuda sustentó en aquella confesión sus esperanzas. Y dirigió una tierna mirada al infinito. En algún lugar la acogió Emilio. Fue desde entonces la comunicación de Adriana un ‘diálogo’ espiritual, silente e intuitivo en espera constante de señales: de los signos y las claves que habían acordado en sus ensayos.

“Me podrás presentir en el resplandor indescifrable de un espejo, en el movimiento inexplicable de una puerta o en un despertar súbito a la mitad del sueño. No te asustes. Siempre seré yo, y te estaré guardando”.

Confiada en la señal le hablaba a Emilio que se le revelaba, a su parecer, en cada suceso que juzgaba extraño. Tenía la certeza de que hablarle lo atraía y podía asegurar que su presencia la acompañaba la mayor parte del día. “Tal vez yo no lo oiga, pero algo me dice que me está escuchando”. Se repetía, plagiando sus palabras. Hubiera querido tener con él una comunicación más ostensible, pero ante la imposibilidad su fe la serenaba.

Pensando en Emilio terminó frente al espejo su rutina de belleza diaria. Estiró con el cepillo la negra cabellera, que se alisó en sucesivos pases, y cayó esplendorosa por los hombros. Frente a ella, Emilio contempló ese pelo azabache y brillante que tanto le gustaba. El ambiente pareció el presagio de un encuentro de dos mundos, de dos dimensiones por los siglos de los siglos separadas.

“¡Adriana! ¡Adriana! ¡Cuánta sabiduría hoy puedo compartirte! Te quiero descubrir qué hubo de verdad y error en nuestras tesis. […] ¡Adriana! ¡Adriana! Sumérgete en mi mundo, intenta ver mi brillo en el espejo. Te puedo revelar lo que hay de cierto en la creencia del cielo, el purgatorio y el infierno”.

Por enésima vez volvió a intentarlo. “¡Adriana, estoy aquí, no te he fallado! ¡Cuántas cosas fabulosas por contarte!”.

Adriana ajena a la visita, una vez más miró el espejo. “Con tu recuerdo tendré que contentarme. Si estuvieras aquí, Emilio, advertirías cuánto te quiero”. Frente a frente, sin verlo, ni siquiera imaginarlo, se miraron, y un abrazo desde la inmensidad circundó a la mujer enamorada. Ni la más leve alteración turbó el ambiente. No supo Adriana cuán cerca lo tenía. “Si supieras, Adriana, lo que es el amor en este reino. No imaginas la inmensidad que quiero revelarte”.

Insistió Emilio en contactarla, accediendo a un mundo que tenía vedado: los espíritus puros intervienen, pero no irrumpen en un lugar mundano.

“¡Adriana! ¡Adriana! ¿Sólo viniendo a mi mundo escucharàs mis confesiones?”. Y cual si la incertidumbre se hubiera convertido en un presagio Adriana tras de sentir que su amante la llamaba cayó al suelo… por el emplazamiento de la muerte fulminada.


Luis María Murillo Sarmiento (Primer relato de "Cuentos críticos y reflexivos")

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