viernes, 21 de marzo de 2008

ENTRE LA SALVACIÓN Y EL SUFRIMIENTO

José pensaba en Dios sin oponerse a su destino. Decía con cierta presunción que otros moribundos, en cambio, se acercaban a Él en busca de un milagro, implorando consuelo ante lo inevitable o suplicando piedad ante un porvenir inescrutable. Él en términos generales se sentía tranquilo. Hablaba con Dios como consigo mismo, reacio a repetir oraciones de memoria «que inconscientemente pronunciadas se recitan sin saber lo qué se está diciendo». Lo hacía mediante reflexiones en las que le justificaba –o se justificaba– todos sus motivos. Tenía a la fe por sentimiento: «Razones del corazón que la razón no siempre entiende, convicciones que desafían, a veces, lo evidente». Luego la fe era más para sentirla que para razonarla. Vivía lo básico y desechaba lo superfluo. Sabía que todas las religiones tenían contradicciones, pero también un fundamento valedero. ¿Qué podía importarle que Jesús hubiese amado a Magdalena, o que la Virgen realmente lo fuera? «Esos son asuntos apenas relevantes para los dogmáticos que ven tambalear su fe con controversias tan triviales. Yo apegado a lo esencial, lo que descubro es bondad en esos personajes. [...] El misterio de la Trinidad no me trasnocha: no cabe ni en la cabeza de los doctos que pretenden explicarla. [...] Me sobra y me basta saber que Dios existe, y aceptar a Jesús como modelo. [...] No tengo más fe en lo que como sagrado me presentan, porque siento desconfianza de los hombres. Lo que me revelan en nombre del Altísimo, Corán, Biblia o Talmud, lo siento contaminado con la huella humana, es decir con el sesgo de sus intenciones».

Como no era hombre de preceptos religiosos, cumplía tan solo con lo que su razón le permitía. «Las cohibiciones son imposibles de cumplir. Acaso existan por aquello de que entre más prohibiciones menos se desbordan la libertad y los instintos».

De la mano de sus padres José creció a la sombra de la fe católica. De niño contuvo los impulsos «mefistofélicos» de su naturaleza; adolescente, comenzó a dudar de lo tenido por perverso. Luego dejó a un lado el bien y el mal y se conmovió con el dolor humano. «¿Cómo consiente el sufrimiento un dios tan bondadoso? ¿Cómo permite que la gente muera? ¿Por qué tiene que ser la muerte tan amarga? Si al menos se invirtiera la secuencia de la vida... La desaparición de un gameto no sería tan dolorosa».

Las catástrofes y las enfermedades de pronto adquirieron otra dimensión en su conciencia. Dejaron de ser reseñas frívolas y se convirtieron en una desazón desesperante. En un comienzo experimentó la misma inclinación del hombre primitivo: atribuírselas a la disipación humana. Pero hipótesis tan débil no resistió el naciente raciocinio. «El paso del hombre por el mundo es sufrimiento, sufren los malos con justificación, pero también sufren los buenos sin motivo. Para todos puede ser la vida un purgatorio, y hasta el mismo infierno. Y muchas veces el bueno es el que más padece y el malo el que se sale con la suya». En ausencia de falta no podía ser el sufrimiento castigo de Dios al mal comportamiento. «Tan sólo si expiáramos en la Tierra faltas anteriores a esta vida. ¡Un despropósito! Porque sin conciencia de ellas el castigo más que sanción resulta una injusticia».

Una febril actividad acontecía en su mente tras el sosiego aparente de sus meditaciones.
«¿Acaso conseguimos con el dolor el tiquete al anhelado paraíso?». Y recordó que el binomio dolor y salvación inspiró la autoflagelación de muchos santos. Causarse dolor para ganar el Cielo, atormentar el cuerpo para salvar el alma. «¿Pero con un dolor autoinfligido que de recompensable tiene el sufrimiento? Si hay un premio en el Reino Celestial, alguna buena acción, y no un mero latigazo, ha de haber para ganarlo. Más me parece que a punta de bondad se gana el Cielo. Sufrir por sufrir carece de sentido». De por sí pensaba que el bien practicado por interés o por temor tenía poca virtud: «Para mí son primordiales el convencimiento y la satisfacción al realizar las buenas obras».

Como todas sus especulaciones terminaban en una encrucijada, se concentró por último en el sufrimiento causado por el hombre. Y esas cavilaciones le dieron al final una respuesta sencilla y convincente: «Siendo capaz el hombre de causar daño deliberado, imagina en cada infortunio una intención oculta y busca a un ser sobrenatural para inculparlo. Bien dice que lo provocó el demonio o que Dios no quiso detenerlo. No contempla que Dios creó un universo con sus leyes y un hombre con libertad sobre sus actos». Entendió, entonces, que hay que buscar en la psiquis del hombre, y no en el Creador, la fuente de los perjuicios ocasionados por el ser humano; y que tratándose de los desastres naturales, hay que exonerarlos de maldad alguna. «Las leyes de la naturaleza son neutrales, carecen de intención, luego es accidental el sufrimiento que ocasionan. Y cuando es el hombre el autor de las desgracias, no es porque Dios así lo determine. Es porque el hombre ejerce mal la libertad que recibió para mejores cosas. Automáticamente la creación funciona, sin que meta Dios su mano a cada instante».


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

VOLVER AL ÍNDICE
VER SIGUIENTE ESCRITO