viernes, 29 de octubre de 2010

AMOR PATERNO

En tu sueño,
plácido y profundo me detengo,
contemplando el soplo prodigioso que te anima,
y veo la réplica perfecta de un hombre en miniatura,
una brizna que mueve los corazones pétreos,
una enorme pequeñez que agita sentimientos tiernos.

Eres la prolongación de mi existencia,
y sin embargo en nada te pareces:
menudo y frágil
contrastas con mi imagen recia;
incontaminado y puro,
distas de mi savia contagiada.

Eres un suspiro sublime
que debiera durar eternamente.
Mas no basta el sentimiento
para que este instante feliz nunca termine:
los años pasarán sin que se paralice el tiempo.

Hoy cuido tu sueño,
embebido, absorto,
imaginando de adulto
tu rostro y tus facciones,
proyectando a tu sino la mejor estrella,
hilvanando tu vida a mi vida
sin barreras de tiempo ni de espacio.

Mañana serás tú
quien me sientas quebradizo y frágil,
pero obsesionado aún con tu ventura.
Y cuando las flores cuides en mi camposanto,
su fragancia exhalará mi aliento,
para que sepas hijo,
que desde el cielo,
por ti sigo velando.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Intermezzo poético – Razón y sentimiento")

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viernes, 22 de octubre de 2010

FUSTIGAR AL PODER, COMO DEFENDER LA AUTORIDAD, ES NECESARIO

José reconocía su conflicto con el poder, aunque con prudencia y diplomacia manejaba las relaciones con los poderosos. Sus escritos sin atacar personalmente a nadie, embestían en forma general contra la jerarquía. Pero no eran anárquicos, por el contrario, privilegiaban el orden sobre el caos. Eran una crítica pertinente contra los excesos o la desidia de la autoridad. Enjuiciaba la dominación de los ignorantes apoyados en la fuerza y el confinamiento de la inteligencia en el manejo del Estado, pues aducía que «son más brutos que sabios los que nos gobiernan»; y fustigaba el uso del poder para saciar intereses personales y para tomar revancha. Llegó a afirmar en los momentos de más ofuscación que «el poder es para joder a los demás, nunca para servirles. Y para exacerbar la vanidad de los ineptos que lo ejercen». De los poderosos escribía con soberbia, como queriendo doblegar sus ínfulas: «Me tildarán de prepotente por mis crudas críticas, pero no tengo otra opción. Me ensoberbece la iniquidad y tener que aceptar que no dominaran los mejores. ¿En qué principio se fundamenta la pérdida de la igualdad; en cuál que unos manden y otros obedezcan? Moriré con la mortificación de no haberlo entendido».
Pero también lo apenaban sus reacciones explosivas y sus momentos de ira, pero precipitados por manifestaciones de injusticia –ese era su consuelo–. Podía ser implacable contra la autoridad porque se desmandaba, o se confabulaba con los males que debía atajar; pero igual con decisión la defendía; porque sin ella los derechos podían quedar desamparados. Le fascinaba la polémica, y la encendía con afirmaciones perentorias; pero no era raro que tras el fogonazo inicial su discurso tomara un rumbo sereno y razonado, capaz de llevar a sus contradictores por el camino de la conciliación. En ocasiones los choques eran fuertes, pero los epílogos amables. Por eso, como una sentencia, predicaba que los espíritus siempre se reconcilian cuando hay una disposición respetuosa a las opiniones de los contradictores.
Aleyda, la auxiliar de enfermería que lo atendía por la mañana, confesaba su debilidad por los coloquios que se daban en aquélla pieza. Sus compañeras recriminaban sus demoras y le preguntaban si era que se había enamorado del paciente, pues ella pasaba más tiempo que el rutinario en aquel cuarto. Si al entrar adivinaba alguna controversia, enlentecía sus labores y las desarrollaba con toda cautela para no distraer a quien estuviera argumentando. Jamás interrumpía, jamás opinaba, apenas fisgoneaba con prudencia, cual si realmente ignorara la conversación ajena.
Aquel día José planteaba que los derechos no podían ser los mismos para el buen ciudadano que para el delincuente, y proponía una correspondencia entre los derechos y el comportamiento en sociedad. Plenos para los buenos, restringidos para los bribones. Instaba a ser rudo con el criminal y a no negociar con delincuentes:
–Ante la menor flaqueza la víctima y la autoridad están perdidas. Cada transacción es un paso a la capitulación, una ventaja que aprovechan los bandidos. Al criminal hay que darle de su propia medicina. Quien no respeta los derechos de los demás, no puede exigir respeto por los suyos.
–Profesor –el interlocutor era un discípulo–, invocar la ley del Talión me parece un retroceso.
–Y no la invoco, ya que no propongo repetir la acción del delincuente, sino hacerlo blanco de las consecuencias de sus actos; aminorar sus prerrogativas, porque no encuentro fácil su sometimiento en medio de tantas garantías. Tú dirás si miento al afirmar que muchos de los peores criminales andan sueltos, acogiéndose a la letra menuda de los códigos y aprovechando los resquicios de las leyes. Emboscan y no pueden emboscarlos; secuestran, pero privarlos de la libertad requiere mil formalidades; torturan, y tienen que ser tratados con mil contemplaciones.
–Es un proceder pragmático. Sin embargo las garantías que usted restringe son un rasgo de civilidad. No puedo imaginar a quienes juzgan cometiendo los mismos desafueros que quienes son juzgados. A la autoridad comportándose igual que el delincuente.
–Así presumas que son las mismas prácticas, en nada se parecen. Las del Estado son la reacción a la acción del delincuente; las de éste son causa, las del Estado consecuencia; las del criminal injustificadas, perversas en esencia; las de la autoridad forzosas, persiguen un objetivo provechoso. Que el criminal termine mal, esta contabilizado en su propio presupuesto, hace parte de sus riesgos, lo tiene que tener entre sus cálculos. Sin demostraciones fehacientes del ejercicio de la autoridad no se detiene al delincuente. Reconozco virtud en tu idealismo, pero la experiencia enseña que con las concesiones a los malhechores el temor a la autoridad desaparece, amén de que los privilegios ultrajan el principio de justicia.
–Con tal severidad con los criminales, no llego a comprender que sea usted la misma persona que alguna vez se mostró partidaria de conceder beneficios a integrantes de grupos armados al margen de la ley. ¿Quién entiende que sus atrocidades apenas merecieran una condena leve?
–Parecía una incongruencia de mi pensamiento y no lo era. Se trataba de negociar la rendición de unos bandidos. La autoridad que da ventaja al delincuente corre el riesgo de quedar sometida a su poder. Al criminal cuanto más pequeño, con más facilidad se le domina. En este caso se le dejó crecer hasta terminar equiparando su fuerza a la fuerza del Estado. Y por costumbre se negocia para conjurar un conflicto cuando el enemigo no vence ni es vencido. ¿A cambio de qué se entregan unos malandrines que se saben a salvo del imperio del Estado? Son concesiones que dejan el sabor de la impunidad y la derrota, y son el costo de una sociedad permisiva, que consintió en su momento lo que no debía. Queda la lección de que la autoridad debe ser inquebrantable, para que siempre someta y nunca tenga, por débil, que pactar con los bandidos.
–Yo peco por idealista, usted por demasiado práctico. Pero en cierta medida acepto sus razones.
–Que las víctimas se resignen me parece más penoso que el daño que les causen sus verdugos. Soy radical porque no tolero a los justos sometidos por los malos.
–¿Y hasta dónde puede llegar el Estado en defensa de las potenciales víctimas?
–El límite lo da la efectividad de sus medidas: la rehabilitación, la cárcel, la cadena perpetua... la pena capital, si es necesario.
–Asunto delicado. No es sólo el cuestionamiento de la potestad sobre la vida, sino la condición irreparable que tienen los errores cuando la pena de muerte es el castigo.
–Siempre lo he pensado, pero hay criminales a los que ni la prisión aquieta; que desde las cárceles siguen delinquiendo; que a través de los muros despliegan sus tentáculos. ¿Qué se puede hacer con un delincuente irreformable? ¡Aplicarle una medida excepcional y terminante! Pero también yo dudo, como tú, de la justicia, y no vacilo al calificarla de ruleta rusa, porque por igual acierta o se equivoca. Y no sólo me refiero a errores de buena fe al identificar los hechos, sino a su capacidad de maquinación, y a sus desaciertos en materia de métodos y penas. Para la sociedad es más importante el castigo de la falta que el arrepentimiento del culpable, más la condena que lastime, que la rehabilitación del infractor. El encarcelamiento no siempre es para proteger a la sociedad de un criminal, ni para rehabilitar a un reo, es para cobrar venganza en nombre de la ley.
–¿Cómo negar que las cárceles son escuelas del delito?
El tiempo se agotó antes que el tema, y el visitante que había llegado a aquélla habitación más por la curiosidad que por el deseo de saludar a su maestro, tenía ahora un mejor conocimiento del hombre que le había enseñado; una percepción más completa en tan breve trato personal, que en tantos años oyéndolo en las aulas.
–Al escucharlo, profesor, me asombro del contraste entre su magnanimidad y su dureza; entre su exaltación del perdón y su inclinación por la pena capital; entre sus sentimientos de clemencia y su disposición al aniquilamiento.
–No encuentres en ello incoherencia. Mi vida estuvo marcada por mi vocación hacia la gente buena y el repudio al comportamiento despiadado. Luego no puedo ver igual la pena para el delincuente realmente arrepentido, que para el que arrincona a la sociedad sin inmutarse.
–A pesar de lo que expresan sus palabras –dijo el estudiante–, tengo la convicción de que no segaría usted la vida de un delincuente con sus propias manos.
–Eso no me exime, igual el jurado es más responsable que el verdugo. Pero no habiéndose aplicado durante esta vida mi proyecto, queda de testimonio de cuanto me inflamaban las conductas criminales. Nunca soporté ver a la sociedad acorralada. Aunque me marche, y se diga que ya este asunto no es de mi incumbencia, sigo invocando una justicia con procedimientos expeditos, con estrategias como la extinción de derechos que ponga al delincuente en inferioridad de condiciones. Sólo así será capaz la sociedad de doblegarlo.
El discípulo se despidió manifestándole la extraña sensación de hasta ese instante haberlo conocido. Le dijo estar impresionado de su disposición a disculpar, como de su determinación a arremeter. José pensó que su posición podía caber en una eslogan: bueno con los buenos y rudo con los malos. Desde luego, con los malos contumaces, con los que rebasan los límites de toda tolerancia. Y malos para él no eran todos los que causan daño, sino los que lo ocasionan albergando las intenciones de causarlo. Y la indulgencia definitivamente le parecía importante. «Nuestra naturaleza humana yerra fácil, se agita entre el bien y el mal, entre el pecado y el perdón, luego absuelve para ser absuelta».


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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viernes, 15 de octubre de 2010

CARTA LV: DEFINITIVAMENTE SOMOS OBJETOS HOMBRES Y MUJERES

Octubre 25

Primoroso Copito:

Que no se diga que no eres un fascinante objeto de deseo. Lo disfrutas. Lo leo en la picardía que detecto en tu mirada.

Objetos somos tú y yo, sencilla y llanamente. Tú, objeto de pasión para los hombres, yo, objeto que apasiona a las mujeres.

¿De dónde, habrás de preguntarte, surge afirmación tan imprevista? Ocurre amor, que acabo de encontrar a cierta dama, que feminista se proclama, y se niega a ser objeto sexual de los varones. ¡Qué fatalidad! Las reglas de la naturaleza no cambiarán con su disgusto.

Detesto la tonta rivalidad entre los sexos. Cuán diferentes somos, pero no para actuar como bandos que anhelan doblegarse; para hacer, por el contrario, de esa diferencia un motivo exquisito que lleve a la mujer y al hombre a poseerse. Cambiar la manera de ser de cada sexo es un intento vano. No hay poder humano que le quite al macho su lujuria o a la mujer su propensión a los detalles. El re-sentimiento contra el comportamiento natural de cada sexo es un trastorno serio.

Considerar al otro objeto sexual, no es un insulto. Estoy seguro: es un halago. Un anhelo íntimo que algunos no confiesan. Ser deseado vivifica.

La propensión a despertar deseo es característica primordial de la autoestima de toda persona saludable. ¿No tendrá la mujer que lo rechaza conflictos con su feminidad y una sexualidad muy mal resuelta?

La naturaleza impone su mandato: que un género inspire en el otro la pasión, en juego encantador y delicioso, que compensa en buena parte los disgustos de la vida.

Afortunados objetos del placer somos nosotros, y no por ello menos intelectuales, ni menos espirituales, ni menos afectuosos.


Luis María Murillo Sarmiento ("Cartas a una amante")

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viernes, 8 de octubre de 2010

TU SONRISA

Hay una sonrisa
en que la belleza se quedó atrapada,
hay una sonrisa que me trae la dicha
que siempre he soñado.
Hay una sonrisa de rojo encendido
que es pasión y amor...
es fuego en los labios.
Hay una sonrisa tan suave,
tan tierna
que tiene en esencia
el encanto de niña.
Hay una sonrisa
que guarda en los labios
la expresión más dulce...
toda venturanza.
Hay una sonrisa tan iluminada
que mi ser deslumbra,
es una sonrisa que con su ternura
devuelve a la vida toda la esperanza.
Hay una sonrisa que mi amor revive,
por la que mis sueños parecen reales.
Hay una sonrisa en que se dibuja
toda la hermosura del género humano.
Hay una sonrisa que vive en mi alma
que el dolor aleja en horas amargas.

Hay una sonrisa por la que yo vivo,
hay una sonrisa que yo quiero tanto,
hay una sonrisa...
por la que yo aguardo.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Poemas de amor y ausencia)


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