viernes, 21 de agosto de 2009

MARIANA

Aunque había varias personas en la habitación, no sentía deseos de entablar conversación con nadie. Estaba adolorido a pesar de los calmantes y aún me sentía atontado por los anestésicos. Conservaba un vago recuerdo de una cara oculta tras el tapabocas. «Todo salió bien», me había dicho, si bien no estaba seguro de que fuera cierto. El atolondramiento era tal, que ni siquiera me importaba preguntar por el desenlace de la cirugía. Aunque me molestaba dormir en presencia de los visitantes, cerré los ojos, y en mis sueños afloró la última cara que había reconocido. Vi a Mariana, vestida de novia, alejarse en carrera desesperada, mientras Arturo la perseguía sin alcanzarla. Luego aparecía mugrienta, mal vestida, con el pelo revuelto, vociferando, lanzando toda clase de improperios. «¡No soy su esposa, sino su sirvienta! ¡Es un explotador! ¡A las sirvientas al menos les pagan prestaciones!» «Mira, José, la ropa lujosa que me compra», y metía los dedos entre los rotos de un vestido hecho jirones. La imagen de Mariana iba y volvía, cada vez diferente, con nuevo aspecto, con diferente traje, en diferente ambiente, pero siempre renegando de su mala suerte, siempre culpando a Arturo de toda su desgracia. «Hasta que se revuelque con otras mujeres tengo que aguantarle».
Mariana era mi hermana. Menor que yo, había crecido lejos del hogar, pues por su rebeldía la mandaron a estudiar a un internado. Prácticamente adulta, regresó a la casa. Fue por breve tiempo. Conoció a Arturo, y tras un corto noviazgo se casaron. No sé cuánto tiempo pudieron ser felices. Tal vez jamás lo fueron. Nos visitaba con frecuencia, pero pienso que no tanto por vernos, como por manifestarnos una insatisfacción creciente. Culpaba a Arturo de haber apresurado el matrimonio. Arturo aseguraba todo lo contrario. Mi mamá aunque advertía que Arturo parecía un buen hombre, siempre se ponía del lado de Mariana. Papá para entonces, ya había muerto.
Aunque era proverbial el temperamento de mi hermana, a la hora de la solidaridad todos parecíamos olvidar los malos tratos y sus alaridos traspasando las paredes de la casa por una insatisfacción intrascendente. Ese horrible genio era el que frenaba la reacción de la familia contra el comportamiento «reprochable» de su esposo. «No es que lo disculpe –decía mi madre–, pero ese pobre hombre de pronto se comporta así trastornado por tantos arrebatos».
Yo advertí en Arturo un hombre noble y tolerante; y le manifesté mi apreció hasta que las quejas de mi hermana comenzaron a horadar la simpatía. Aunque a decir verdad, por nuestros propios ojos no nos constaba nada. Pero casi todas las afirmaciones de Mariana las dábamos por ciertas. Una cosa era su mal humor, otra una disposición a la calumnia que no le conocíamos. Un día el tema de la infidelidad se volvió reiterativo. Me decía: «Ya he tenido que aguantarme a Ana, a Nubia, y a Roxana, ¿cuántas más me faltan?». Una noche me llamó iracunda, exaltada porque «el bellaco» de su esposo, con el pretexto de un supuesto seminario, se había perdido varias horas con la amante. Pero ocurrió que el seminario sí era cierto, y yo había sido uno de los participantes; peor aún, Arturo había estado todo el tiempo al alcance de mi vista. Comencé a dudar, aunque no dije nada. Tal vez ese cínico magistral que Mariana denunciaba, de buenas maneras en público y comportamiento en privado reprobable, era inocente. De pronto no era cierto todo el sufrimiento que le infringía a mi hermana. A esas alturas Arturo era para la familia un mujeriego empedernido, un déspota, un tacaño, un irresponsable, un abusivo. Sin embargo Mariana no quería que reclamáramos, ni Arturo nos daba directamente motivo para iniciar una disputa. Había que reconocer que era conciliador y amable.
Muchas veces tuve intenciones de enfrentarlo, pero no lo hice. Finalmente fue Arturo quien me buscó con una revelación para la que el buen clima creado por mi descubrimiento resultaba imprescindible. Me dijo que de los familiares de Mariana yo era el que le inspiraba más confianza, y que él sabía que mi hermana nos venía dando de él las peores referencias, por lo que había llegado el momento de deshacerse de tan mala fama. Y abriendo un sobre me entregó el concepto de un psiquiatra. Decía que mi hermana padecía un trastorno paranoide de personalidad, una condición siquiátrica caracterizada por la desconfianza extrema.
Veía a Arturo frente a mí, nervioso, temeroso de mi reacción. No me sentía molesto con él, pero sí sorprendido del dictamen. «Algo así empezaba a sospechar», le dije. Nos sentamos y comencé a escucharlo. «Siempre me trató de loco, y me mandaba al psiquiatra en cada discusión. Con tanta insistencia terminé por visitarlo. Le conté el comportamiento de Mariana. Me dijo: “Tráigamela, que algún desorden tiene”. La convencí con el argumento de que sin su presencia yo no mejoraría. El doctor me había advertido que nunca mencionara que ella era la enferma. Hubo resistencia, pero me acompañó, apenas dos sesiones, pues precozmente comenzó su paranoia. Decía: “¿Por qué pregunta cosas mías, no se supone que es usted el paciente? [...] Yo creo que usted y ese medicucho están confabulados. […] Vaya sólo a sus terapias, al fin y al cabo usted es el enfermo”». Al final Arturo me propuso que lo acompañara al consultorio del doctor Benítez.
El psiquiatra me explicó que su padecimiento era menos que locura, pues ella no había perdido el contacto con la realidad, ni tenía alucinaciones o delirios, al punto que socialmente su perturbación no era evidente. «Tiene un patrón de conducta que afecta el trabajo y las relaciones personales», dijo. Y agregó que las personas suelen enfrentar el estrés con un estilo propio, en soledad, ignorándolo, acudiendo a un amigo, por ejemplo, pero buscan alternativas cuando el mecanismo no funciona. En cambio quien padece un trastorno de personalidad, carece de adaptabilidad y mantiene el mismo comportamiento a pesar de las consecuencias negativas. La explicación me apasionaba a pesar de tratarse de mi hermana. El psiquiatra insistía en ilustrarme y yo me empeñaba en escucharlo: «La personalidad paranoide utiliza mucho la proyección, mecanismo por el que el enfermo atribuye a otros sus propios sentimientos. Personas como Mariana proyectan sus propios conflictos y sus hostilidades». Y Arturo lo confirmó al instante: «Ante las andanadas de Mariana terminé por no inmutarme, pues sentía que me estaba descubriendo sus flaquezas. Mis supuestas faltas, eran sus defectos. Me los atribuía a mí, pero yo sabía que eran los suyos». «No son conscientes –prosiguió el siquiatra– de que su comportamiento y sus patrones de pensamiento son inapropiados, los consideran normales, atribuyendo sus problemas a las demás personas. Suelen ser fríos, malhumorados y distantes; descubren intenciones malévolas y ocultas en actos inocentes. No tienen objetividad para juzgarse y por reacción a su autoestima baja, se sienten en exceso suficientes, por eso no soportan las críticas ni las contradicciones. Su sensibilidad es excesiva a las afrentas, son incapaces de perdonar agravios y tienen fuerte predisposición a los rencores. También tienen tendencia a los celos patológicos, sospechan conspiraciones y suelen arruinar sus relaciones». Arturo asintió en este punto con una expresión exagerada. «Una descripción de Mariana jamás fue tan precisa», me confesó al oído. Y emocionado nos relató la anécdota que confirmó la tesis: «El despido de Nubia de la empresa era el hecho para narrar del día, por eso se lo conté a Mariana cuando llegué a la casa. Engañado con un interés que adiviné genuino, le respondí a mi esposa todas sus preguntas. ¡Qué iba a pensar en sus ocultas intenciones! Que si era casada, que si tenía hijos, que cómo era, que con quién vivía, que cuál era la causa del despedido. Al final conocía de Nubia lo que yo sabía. La sorpresa sobrevino un mes más tarde cuando Nubia sorpresivamente me buscó en la empresa. Iba con el único propósito de reclamarme que estuviera revelando su intimidad a los extraños. Me tachó de enamoradizo y fanfarrón, y en medio de mi asombro me exigió que dejara de delirar con ella. La imaginé chiflada hasta que me enteré de que Mariana la había llamado para conminarla a terminar conmigo un romance que jamás había existido. En su confabulación mezcló con sus sospechas los hechos reales que le había contado, y armó su propia historia. La precisión de los detalles que yo le había confiado le dieron fuerza de verdad a toda su patraña. Le aseguró a Nubia, sin sonrojo, que yo había aceptado que ella era mi amante, le dio detalles de su vida, que sólo por mi boca conocía; y tras ultrajarla, le reveló mi hipocresía y mis malas intenciones. Nubia nunca me perdonó. Sobra decir que tampoco aceptó que todo hubiera sido un treta de Mariana. Desde entonces opté por no contarle nada».
No tuvimos más remedio que encarar el comportamiento de mi hermana. De pronto se había desvanecido el mundo que nos había pintado. Siguiendo línea por línea el manual de psiquiatría, comprobamos, con asombro, que todas las manifestaciones las tenía presentes. No eran sus sobrinos los demonios que mi hermana mencionaba, sino ella la del genio endiablado con los niños; no era Arturo el embustero, sino la víctima de sus mentiras; no eran sus vecinos las personas intratables, sino ella la distante y desconfiada. Me esforcé en recordar las quejas de Mariana, sometiéndolas indefectiblemente al escrutinio de la desconfianza: «Patricia, no es buena idea que traigas a los niños de visita; aunque Arturo parezca tan atento, las onces que les doy siempre me las reclama. […] Mamá, el tipo es loco. Se pega de una idea, y de la cabeza no se la saca nadie. […] Me contradice todo, me cela, y cuando salgo a la calle la rabia lo devora. No lo dice, pero sé que su furia es porque imagina que me voy a ver con un amante. […] Ya llegó al colmo del descaro; antes al menos disimulaba sus enredos, ahora con cinismo me pasa sus queridas por la cara». Igual rondaron por mi mente las afirmaciones que a Arturo que nunca le creímos, y las que me contó frente al psiquiatra: «La inclinación de Mariana por lo material es desmedida, su cólera no tiene limite cuando me opongo a sus negocios; pero sin mi prudencia hubiéramos feriado la casa en el primero de sus arrebatos. Y sin embargo afirma que yo soy el maníaco. […] Llegaba a casa con ropa regalada, quejándose de que tenía que pedirle a su mamá «los trapos» que era mi obligación comprarle. Entonces yo inquiría: “¿De dónde salieron los vestidos del ropero? ¿Se le olvida que fue de mi bolsillo?” […] Siempre extiende un manto de duda sobre todas mis acciones: “¿Por qué siempre llega a la casa cuando yo no estoy? ¿De dónde va a inventar que viene? ¿Por qué tiene que entrar sin hacer ruido?”. Sus celos son extremos y enfermizos. Un simple saludo le basta para armar romances; una llamada cualquiera para imaginar traiciones. […] Sufre de cambios repentinos de ánimo, aunque su malhumor es casi permanente. Siente aversión a la vida social, esquiva el saludo de todos los vecinos, no le gusta que los trate y dice que la estoy desacreditando cuando me ve con ellos. […] Abre las puertas intempestivamente con la sospecha de que escucho sus conversaciones, y ha llegado a afirmar que el teléfono se lo tengo interceptado. […] Dice que la llevé a la Iglesia con engaños, y me ha tildado de homosexual y pederasta. A sus ojos he sido gay, violador, infiel, hipócrita, ladrón, embustero, sanguinario, blasfemo y mil cosas más para las que mi memoria no da abasto».
Todo era confrontable. Lo tenido por real era mentira y lo que parecía engañoso era sincero. Arturo no era un «egoísta despreciable», ni un «idólatra amante del dinero». Con escritura en mano refutó los cargos de avaricia y nos mostró que Mariana figuraba como propietaria de la casa que él había comprado.
Volvimos a reconocer en Arturo un hombre noble, lo exaltamos por su resignación, y hasta una aureola de santo le buscamos. «Cuando uno sabe que está enferma la aprende a ver inofensiva», nos dijo al pedirnos que no dramatizáramos. Eso fue finalmente lo que hicimos. De una parte desdeñamos sus protestas, de otra, con sutileza le mostramos sus errores.
Intempestivamente el contacto de una mano le puso punto final a mis recuerdos. Era la auxiliar que deslizaba un termómetro bajo mi axila, mientras su jefe me inyectaba un medicamento por la vena. Me invadió de nuevo un sopor extraño y placentero, un «intermezzo» sin estímulos; al final una desconexión total, un encuentro exquisito con la nada. Imagino que habré estado merodeado en el «lobby» de la muerte.



LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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