sábado, 3 de marzo de 2012

CARTA LXII: EL ASUNTO DE LOS INSTINTOS ME ENTRETIENE

Noviembre 18

Mi amor:

Aunque la obligada despedida nos cortó el diálogo sobre los instintos, en mi mente continuó un monólogo en el largo camino hasta la casa. Al menos así, el tiempo del aburrido viaje se fue sin darme cuenta.

¿Por qué habría de renunciar el hombre a sus instintos?

¿Debe reducirse a la lucha contra los instintos la confrontación dialéctica entre el bien y el mal? ¡Qué tontería!

En ninguna especie cuestionamos el impulso genésico natural que la preserva, pero en el hombre la existencia de voluntad y de conciencia terminó por anteponer exigencias éticas al apareamiento.

Aceptemos que en el hombre existe un escrúpulo natural que impone límites, que existe un impulso moderador de las tendencias instintivas, pero también comprendamos que éstas tienen una razón de ser y ante todo, que son incon-tenibles. Son fuerzas impetuosas que sobrepasan la volun-tad, son parcialmente gobernables pero inextinguibles.
El grado en que ese impulso innato pueda moderarse es más consecuencia de una disposición natural, que resultado de la santidad de una persona. En quien no está exacerbado un determinado instinto, fácil resulta controlarlo. En lo moral, pienso que el bien no reside en arrasar con los instintos y que no tienen tanto que ver éstos con aquélla. Así no han de creerlo, sin embargo, quienes bajo tendencias religiosas y moralizadoras extremistas hacen conductas pecaminosas del sexo, de la gula y de toda inclinación natural que lleve al goce. Sin embargo lo que antaño conducía a la hoguera hoy es inocuo... y hasta divertido. Y quienes en el fuego - fuego de la ridiculez- hoy se consumen, son los timoratos de todos los pelambres.

La conducta pecaminosa no ha de ser un simple pálpito, una corazonada. Su calificación debe provenir del raciocinio. Pero el fanático religioso tiende a descubrir inexplicablemente en la frustración y en el martirio el camino al Cielo y trata de convencer sin argumentos. El instinto será a sus ojos, más impuro cuanto más goce proporcione. De ahí que el sexo por ellos sea satanizado. ¿Quién los comprende? Qué paradoja que tan sumisos a Dios como se muestran, se atrevan a cuestionar el designio que infundió ese instinto. ¿Sin sopesar el libre albedrío, el origen y la intención de la conducta, las circunstancias que la atenúan o que la agravan, quién puede emitir un juicio acertado del comportamiento humano?

Querida mía, después de tantos pensamientos, no hay poder que me convenza de que el sexo o la gula son pecado.

Luis María Murillo Sarmiento ("Cartas a una amante")

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