viernes, 16 de diciembre de 2011

NUNCA SE PIERDE LA ESPERANZA

El doctor tomó el informe y me dijo que le encontraba inconsistencias. Que iba a pedir un nuevo dictamen de las muestras porque a su parecer me habían alarmado innecesariamente.
–¿Y los síntomas? –insistí yo.
–Son producto de sus malos hábitos. Cambiando la dieta sentirá la mejoría.
Y en efecto, al organizar el horario de comidas, suprimir las grasas e incrementar los vegetales, las molestias comenzaron a aplacarse. Eso me acrecentó la fe en el médico que me estaba devolviendo la esperanza. Cuando tuvo el nuevo informe en su poder me citó con urgencia al consultorio. En su rostro se adivinaba una noticia amable.
–Tal como lo esperaba. ¡Ese tumor nunca ha existido!
–¡Qué alivio! –exclamé–. Estaba preparado para lo peor, pero no le puedo ocultar que me emociona.
–Tampoco he dicho que el informe sea normal del todo.
En segundos me hizo acostar en la camilla para practicar un procedimiento que era a su juicio inaplazable. Pasó el endoscopio por mi boca. Era rojo, muy angosto y no causaba la menor molestia. Luego pasó sin anestesia por mi ombligo uno más grueso, con muchas bocas por las que introdujo un extraño instrumental con el que extrajo innumerables fragmentos de mi cuerpo, que daban el aspecto de una menudencia. Cuando terminó, no cogió puntos, apenas cubrió la herida con un esparadrapo. Me levanté y salí como si nada. De regreso a casa pensé en la inutilidad de tantos pensamientos dedicados a la muerte. Me pareció que era protagonista de un sueño con un desenlace afortunado.
Cuando abrí los ojos nada había cambiado. El hospital, el cuarto y el padecimiento eran los mismos. Descubrí a Natalia ensimismada en la lectura. Estaba sola. De inmediato evoqué las impertinencias de su hijo. Al verme despierto se acercó a saludarme con un beso en la mejilla. Pregunté por Carlitos y me dijo que estaba en el colegio. Le conté que Eleonora me tenía al tanto de las genialidades del chiquillo, y le revelé que me regocijaban las travesuras de los niños. Lo tomó como un cumplido, pero al despedirse, de tanto oírme salir en su defensa, estoy seguro de que mi avenimiento con ellos no lo puso en duda. Me comentó que la rigidez académica del colegio la estaba enloqueciendo y que no daba abasto con tantas exigencias. Que las tareas le robaban a ella y a sus hijos las horas del descanso. Con tantos lamentos me pareció que las afirmaciones de Joaquín serían muy oportunas. Le dije, entonces, que para un amigo mío los colegios se habían creado con la intención de tirarse la felicidad de los muchachos.
–Y razón tiene –dijo con seriedad–, porque a un estudiante responsable todo el tiempo se le va en tareas.
–Tareas inoficiosas –dije yo– que son para los padres.
–Claro –ratificó Natalia–, pues los colegios le devuelven a los padres la obligación por la que les están pagando.
–Creo que el sistema educativo es catastrófico y como en el «Traje Nuevo del Emperador» todos lo saben, pero nadie tiene el valor de denunciarlo. Nunca se perdió tanto tiempo y tanto esfuerzo en aprender unos conocimientos que nunca se recuerdan. Todos hemos sido víctimas de ese sistema inicuo.
–¿Te puedes imaginar, José, que por andar obsesionados con los conocimientos los profesores con frecuencia olvidan que hay en cada alumno un ser humano? Por eso es que los estudiantes terminan extraviados en la drogadicción, en los malos hábitos y hasta en la delincuencia sin que los colegios se den por enterados.
Comprendí su preocupación. Es la de todo padre con un hijo adolescente.
–Es penoso imaginar –le dije– que quien entrega a su hijo al cuidado de un colegio, da con ingenuidad por descontado que le devolverán un ser libre de vicios.
–Pero los profesores no van más allá de reportar la ausencia de clases de los chicos, sin dar razón de lo que hacen cuando desparecen. Todo por estar atosigando con sus conocimientos.
–Conocimientos que rebasan la cordura, porque la mente humana no tiene porque abarcarlos todos. Lo que cada niño aprenda ha de ser producto de su vocación y de sus gustos. ¿Cómo es posible que un muchacho con el germen de la literatura entre sus venas tenga que soportar el martirio de una clase de cálculo que para nada le servirá en la vida? ¿Mientras uno con disposición para la ingeniería debe desconcentrase de sus ejercicios de álgebra y trigonometría para hacer una tarea aburrida de sociales? ¿Por qué debe tener la clase de artes apenas una hora a la semana, si en el estudiante habita el genio de un artista? ¿Cómo es posible que se aplique a la diversidad humana un plan de estudios insensato y rígido, que supone a todos los niños semejantes?
–¿Qué ojo tan necio, José, puede negarse a ver que todos los niños aborrecen las actividades escolares?
–Creo, Natalia, que si para todo ser humano la enseñanza escolar resulta insoportable, no cabe duda que el pifiado es el sistema.
Pero también le dije que como un error no se puede mantener toda la vida, tarde o temprano se entendería que no están extraviados los muchachos que se resisten a las rutinas escolares, y que se admitiría que fue un error conservar con obstinación durante siglos un sistema absolutamente ineficaz para la formación del ser humano.
–Algún día todo cambiará, y los estudiantes aprenderán lo que les plazca. Entrarán a las clases de las materias que disfrutan y coronarán la enseñanza secundaria con más satisfacción y menos traumas; y con un cúmulo de conocimientos productivos. Y gozo sentirán los profesores dictando cátedra sólo a los muchachos que se sientan atraídos por sus asignaturas.
Quise contarle apartes de mi charla con Querubín Grisales, pero mi aliento estaba exhausto y hubiera sido incapaz de mantener una conversación más larga.



LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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