viernes, 15 de junio de 2012

UNA SEÑAL DEL MÁS ALLÁ (VI)

Finalmente llegó el momento de probar las teorías en carne propia. De verificar la precisión de las suposiciones. Postrado en una cama, ahora Emilio era el desecho de una grave enfermedad. Aislado del mundo, y sin poder comunicarse era motivo de la infinita conmiseración de quienes lo veían. Pero esa vida apagada, en extinción, llevaba en su interior el vigor de una llama incandescente. Su memoria transcurría de su niñez a su vejez; de sus abuelos, a sus padres y a sus hijos; de sus estudios en la escuela a sus estudios superiores y a su cátedra en la universidad; de sus viajes a lomo de mula a sus cruceros; de lo remoto a lo reciente, de lo inmediato a lo distante. Había logrado minimizar los dolores corporales para exaltar las grandezas del espíritu. Qué mundo tan rico y tan variado había dentro de ese cuerpo casi inerte. Los recuerdos felices continuaban provocando gozos, y las tristezas del pasado no provocaban pena: eran ya asunto superado. Qué sorpresa se hubieran llevado al conocer su mundo, quienes lo veían con mirada entristecida.

“Vamos por buen camino -se dijo Emilio-, hasta este punto mis teorías son ciertas”. Sí, estaba demostrando que se podía ser feliz en la aparente adversidad de la agonía. Había logrado asimilar la enfermedad como un proceso necesario para que el cuerpo liberara el alma. Magnificando las dichas virtuales y reales terminó por olvidarse de los padecimientos. Sintió en cada molestia un anuncio salvador, el augurio de un comienzo.

El blanco caparazón que imaginó su cuerpo lo presintió frágil y a punto de quebrarse. Al agrietarse se esfumó su vida y un despojo exánime ocupó el camastro. A la vez un espectro brotó de la estructura ovoide y como el genio emergido de una lámpara, se elevó ligero por el aire. Fue entonces Emilio un aliento de vigor reverdecido en un dominio nuevo, en un mundo que entrevió perfecto. Se descubrió impalpable, invisible: era incorpóreo. Presintió en el espacio radiante, en apariencia solo, la armonía, la hermandad, la serenidad, la paz… la calma. Éxtasis arrobador, sensación sublime, inigualable; percepción de amor sin límite, impresión de una sabiduría incalculable. Vio a sus pies el mundo rústico al que renunciaba. Volvió al recinto en el que acaban de declararlo muerto, trató de interactuar con los seres que habían sido su mundo cotidiano, pero lo ignoraron. Sólo la comunicación material con ellos funcionaba. Descubrió en cambio la facultad en su nuevo ser de interpretar la conciencia de los hombres, y pudo leer los sentimientos en aquellos corazones y desnudar su sinceridad y sus dobleces.

El instante revelador se desvaneció como una luz que se apaga lentamente. Volvió a su cuerpo, pero ahora enamorado de la muerte. Su envoltura corporal, ya desgastada, había terminado su misión. De su apogeo solamente daban cuenta los recuerdos. Debía emigrar del ropaje corroído. El cuerpo había sido su posesión, ahora era su encierro. Las ganas de partir se acrecentaron.

Se acrecentaron, sí, porque de mucho tiempo las sentía, y no como la reacción a un mundo inhóspito. Simple intuición de un mundo superior y anhelo de lograrlo. “Esta vida imperfecta no me cuadra con la existencia de Dios y con una creación irreprochable. O renuncio a la idea del Ser Supremo o concluyo que ese universo insuperable existe”. En algún tiempo, en algún lugar debía albergarse. Y se quedó con su fe en Dios y el universo irreprochable. Deducción más que creencia, porque su razonamiento le indicaba que el simple azar no originaba una creación maravillosa. “Tampoco soy tan tonto para creer que Dios fue creando una a una a todas sus criaturas, como quien fabrica muñecos con el fango. Simplemente estableció las leyes que gobiernan la evolución y todo el universo”.

“¿Es que no eres feliz?”, en el comienzo de la relación le dijo Adriana, tras descubrir su encanto por la muerte. “Lo soy, y mucho. Mi propensión no es la del suicida deprimido, que desesperado y agobiado se refugia en su rincón oscuro y sin mañana. La mía es una atracción hacia un mundo superior; luciente, sereno y perdurable. ¿Me ves urgido? En absoluto. Disfrutaré esta vida hasta el amanecer que la nueva existencia me depare”.

Y como ese amanecer era inminente otras preocupaciones lo inquietaron. Volvió a tratar el tema tantas veces trajinado del bien y el mal, el premio y el castigo. Y elucubró sobre el cielo, el purgatorio y el infierno,

Se sumió en un pensamiento tan alucinado como un sueño. Y fue a un lugar de paz, a un lugar sin censuras ni reproches. Y sintió su conciencia iluminada. En desfile pasaron sus aciertos y sus faltas. Sintió el alborozo de sus buenas obras y la vergüenza de sus injusticias. Nadie había que condenara nada. Ni abismos ni tinieblas, ni llamas ni lamentos. Era él con su conciencia a solas. Él arrepentido en lo profundo. Él dispuesto al bien en compensación por sus errores. No se trataba de ser sacrificado, de arrancar una atrición por temor a una condena. Era una contrición profunda y verdadera, no como la que bajo el terror logra el verdugo: forzada y mentirosa. Y como arrepentimiento espontáneo y verdadero, sintió que era una rectificación sin reincidencias, la única digna del perdón irrevocable. Albergó la dicha de otra justicia, distinta a la sesgada de la Tierra, que no busca redención sino venganza. Finalmente había encontrado un mundo de bondad y amor como lo había soñado. Sin sombra del mal que a la vez había practicado y repudiado. Y sintió por fin la proximidad con otros seres y su consolidación en ese paraje de dicha y armonía.

Luis María Murillo Sarmiento (Primer relato de "Cuentos críticos y reflexivos")


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viernes, 1 de junio de 2012

UNA SEÑAL DEL MÁS ALLÁ (V)

Emilio exploró el estado de coma como alternativa para conocer la antesala a la partida. Pero las experiencias no servían para dar respuesta cabal a sus preguntas. “Quien se recupera, sencillamente no padeció la muerte, y quienes la padecieron con los vivos perdieron el contacto, en su viaje se llevaron el secreto”. “Ponles una cámara en el féretro”, le propuso Adriana. Pero Emilio entendió que con esa extravagancia su amante se burlaba.
De todas maneras los enfermos que más se habían aproximado al otro mundo le contaban experiencias plácidas en que la claridad, la lucidez, la paz, la caridad y la dicha dominaban. “Mejor que un sueño, esa es la muerte”. Tal vez por ello cuando años después graves dolencias lo aquejaron optó por refugiarse en brazos de Morfeo para transitar al otro mundo en el sopor de un sueño. “Dormir en un mundo y despertar en otro -aseguraba-, es fascinante forma de ‘entregar la vida’”.
Especular sobre la vida interior de los que mueren le agradaba. Y visitaba en la funeraria a los amigos. Pensando que nada se iba a perder al intentarlo, entablaba comunicación con ellos. Los Imaginaba en la cima del mundo tras la muerte, en un recóndito lugar del universo. Su pensamiento ahondando más allá de la bóveda celeste traspasaba el techo y todas las barreras materiales hasta fijarse en algún lugar del infinito. Entonces le planteaba al muerto una disquisición silenciosa y metafísica, que en ausencia de interlocución se convertía en un monólogo con el difunto por único testigo. “Tal vez yo no lo escuche, pero algo me dice que me está escuchando”.
Y probablemente lo escuchaban, porque extrañamente, si no era casualidad, muchos de los anhelos a aquéllas almas confesados se cumplieron. “Voy a terminar en el otro mundo hipotecado”, dijo por divertir a Adriana, pero en el fondo era una afirmación dubitativa, entre escéptica y confiada, al sospechar que desde el más allá terciaban por su suerte.

Luis María Murillo Sarmiento (Primer relato de "Cuentos críticos y reflexivos")

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