miércoles, 20 de mayo de 2009

LO QUE EL HOMBRE OCULTA

Hablando de la muerte terminé hablando de lo irremediable; y especulando sobre lo irremediable volví a ocuparme, cosa rara, de las relaciones de pareja. Advertí, para mostrar la conexión, que la relación entre el hombre y la mujer encierra verdades tan inexorables como el fin de la vida, a las que reaccionamos de la misma forma: creyendo que sólo aquejan a los demás y sorprendiéndonos cuando nos afectan.
Fernando y Nayibe, que eran los impresores de mis obras, me escuchaban. Nada era nuevo para ellos que vivían corrigiendo las artes de mis libros. Sin embargo muy pocas veces ponían en discusión su contenido. Su trabajo era ante todo técnico. Esta vez era una conversación de amigos. Fernando estuvo de acuerdo con la mayoría de mis razones. Yo afirmaba que el agotamiento del amor y la infidelidad son insalvables: «Están en nuestros genes. Ni los sermones del párroco, ni las prédicas moralistas prolongan el amor. ¡La infidelidad patente o latente, siempre está presente!». Fernando asintió, pero prefirió referirse a la infidelidad de pensamiento, sin descartar que algunos hombres definitivamente fueran fieles, creo que para no incitar las suspicacias de Nayibe.
–Muchos –dijo– proclaman su virtud, ¿cómo me atrevo yo a contradecirlos?
No me di sin embargo por vencido:
–La vida íntima, es íntima, Fernando. Tan secreta que sólo su dueño la conoce. Los hombres somos –no sabía hasta dónde era válido incluirme– farsantes expertos y consuetudinarios; magistrales cuando de cuestiones de moral se trata. Los hay capaces de desgarrar sus vestiduras en demostración de apego a costumbres que en realidad repudian. Hay que ver cuanto vende el mercado del sexo por ejemplo. Entre sus compradores están los mismos que en publico se ofenden con la imagen pornográfica que hambrientos en su intimidad devoran.
–A toda la humanidad cierta obscenidad le agrada –opinó Nayibe–, y es normal que sienta el pudor de confesarlo. Son deleites que no tienen que manifestarse en público.
–Que lo gocen en privado es lo mandado. Al fin y al cabo son placeres para disfrutar a solas. En público cohíben y avergüenzan. Tan odioso es en estos casos el cinismo como la afectación. Es la naturalidad lo más honesto. Yo no censuro lo que es un gozo universal, lo que critico es la doble moral de reprobar y disfrutar al mismo tiempo.
–Lo mismo se puede decir de los infieles –anotó Nayibe.
–Pero sin pretender defenderlos –arguyó Fernando–, ¿un infiel que otro camino tiene? Justificar la infidelidad es tanto como reconocer que se tienen amores clandestinos. El primer mandamiento del infiel es negar hasta la muerte.
–Negar hasta cuando los cogen in fraganti: «no es lo que parece mi amor», «no es lo que te imaginas» –dijo Nayibe en tono de reproche.
Entonces Fernando decidió poner a salvo su inocencia, y cuando concluyó con «nada tengo que ocultar», yo dije que tampoco, pero no con intención de negar, sino por el contrario, de proclamar mis infidelidades para dar prueba de mi transparencia. Y nada tengo que ocultar, porque ya son hechos confesados. Me doy cuenta sin embargo de que esa actitud corre el riesgo de ser tildada de cinismo, y en ese momento aunque no esperaba reproches por hechos del pasado, preferí no correr riesgos y planteé otro tema, el de la infidelidad en las mujeres, para poner a Nayibe en el banquillo.
–Es mucho menos notoria que la masculina –adujo– y si va en aumento es porque ustedes son nuestros maestros.
Me pareció ingeniosa su respuesta.
–Doy por cierto que progresa –dije–, pero no sé si nuestro ejemplo sea determinante. Un vestigio de nuestra evolución nos hizo infieles.
–No te tomes, José, el tiempo de explicarlo, que a punta de corregir las pruebas de tus obras casi puedo recitar de memoria tus razones.
Entonces parafraseando recordó que el hombre primitivo teniendo la responsabilidad noble y difícil de poblar la Tierra, debió hacer suya a cuanta hembra pasara por su lado. «Y les quedó gustando –anotó Nayibe de su propia iniciativa–. El resto es el cuento de las hormona masculinas que alebrestan a la mujer que se las toma».
–¿Sabes lo que me llama la atención, Nayibe? Que el hombre siempre ha sido infiel, pero la mujer, sólo hasta ahora lo declara y lo reclama. Yo me pregunto: ¿Si siempre los hombres hemos sido infieles, con quien entonces hemos practicado el adulterio?
–Con la misma mujer es imposible –dando pistas, respondió Fernando.
–Conclusión amigos míos, que muchas más mujeres que las que imaginábamos son las coautoras de nuestros resbalones. De pronto son más infieles que nosotros, pero más prudentes.
–De eso pueden estar seguros. Una mujer infiel no cae tan fácilmente –aseguró Nayibe.

LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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