viernes, 4 de enero de 2008

CUANDO A MI LADO ESTÁS

Cuando a mi lado estás,
nada me falta,
eres aliento para seguir viviendo.

Cuando a mi lado estás,
mis pugnas olvido con el mundo,
tu cercanía calma mis ansias
de rebelión y de pendencia.

Cuando a mi lado estás,
hasta la muerte pierde trascendencia,
¿Para que anhelar su paz,
si la felicidad puedes brindarme?

Cuando a mi lado estás,
no existe el dolor ni el sufrimiento:
mi mayor dolor es añorarte.

Cuando a mi lado estás,
mis sentidos todo lo perciben bello,
y en tu ausencia
el mundo
no tiene fundamento.

Cuando a mi lado estás,
la insatisfacción no existe,
se olvida la razón de mis reparos,
sólo sueña el corazón en poseerte.

Cuando a mi lado estás,
todo es sereno,
eres la calma que domina
la tempestad de mis afectos.

Cuando a mi lado estás...
¡ Nada me falta !

LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Poemas de amor y ausencia")

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PORQUE LLEGASTE

De pronto se negó mi alma
a proseguir sola
la senda de la vida.

De repente mi paso seguro
se ha vuelto vacilante
y mi aquietado corazón
se ha rebelado.

A los sentimientos
mi juicio ha sucumbido;
está mi ser desnudo,
desprotegido, inerme...

Definitivamente el corazón
no sabe de razones,
ni la razón
comprende sentimientos.

Ya no existe la felicidad ...
sin tu presencia.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Del amor, de la razón y los sentidos")

ANTIGUOS CONCEPTOS SOBRE LA ENFERMEDAD - La teoría de los humores

Tal vez para el hombre pocos horrores fueron comparables al devastador azote de las epidemias. El conocimiento de la transmisibilidad de estas enfermedades, tan evidente en apariencia, tardó en darse en la antigüedad.

En primera instancia buscó el hombre en la divinidad la causa de ese inexplicable y doloroso exterminio colectivo. Sin embargo conociendo la contagiosidad de las epidemias Hipócrates (460-377 a. C.) se opuso a concebirlas como castigo de los dioses y culpó al aire como responsable de su propagación. Galeno(130-210) perpetuaría este pensamiento. El historiador griego Tucídides (465-395 a. C.), contemporáneo de Hipócrates, había percibido la transmisibilidad de las infecciones de una a otra persona al observar el comportamiento de la peste en Atenas. Arataeus sostenía el concepto del organismo infectante invisible.

Otras culturas y probablemente toda la humanidad buscaron explicaciones y remedios a la peste. Medidas contra las epidemias y las enfermedades se conocieron en la antigüedad entre chinos, árabes, egipcios y judíos. Recordemos tan sólo la inspección de las carnes, la prohibición del cerdo y el pescado, la limpieza del vestido y las normas para la vida sexual. Entre los aborígenes de América la acción mágica y el embrujamiento dominaron la idea de la enfermedad, y en ellos basaron su tratamiento.

La avidez del hombre por conocer y dominar su mundo, hizo brotar innumerables teorías, entre las cuales la de los humores persistió hasta la proximidad de nuestra era. Ella se nutría de la doctrina defendida por Empédocles (siglo V a. C) sobre los cuatro elementos.

Los médicos antiguos explicaban la vida por la existencia de cuatro hieles o humores: el rojo de la sangre, el amarillo de la hiel, el blanco de las secreciones nasales y pulmonares y el negro del bazo. El exceso de cualquiera de ellos conducía a la enfermedad. Veían el exceso de la bilis blanca en los resfriados y concluían que las enfermedades por enfriamiento eran provocadas por el exceso de esa bilis. La fiebre de las infecciones era interpretada como la cocción del humor nocivo, eliminado a través del sudor. La fiebre era por tanto curativa. Una cocción más duradera daba lugar a la formación de pus.

Cuatro puertas de salida también describían para los cuatro humores: el sudor, la orina, la defecación y la sangría; ésta propiciada por el médico. Su bondad era defendida por un proceso natural: el período menstrual. La sangría fue procedimiento inherente a la medicina en muchas y distantes civilizaciones, como Babilonia, Egipto, Grecia y México. Para expulsar la enfermedad, a las sanguijuelas se unieron las lavativas, con la intención de expulsar por el intestino los humores excesivos. Terminaron por usarse en forma preventiva.

Intactas llegaron hasta el siglo XVIII estas prácticas antiguas. Sangrías y lavativas serían por muchos siglos el único tratamiento sin importar el origen y la naturaleza de la enfermedad. Fueron ellas obviamente la elección en todas las enfermedades infecciosas. Tan arraigada estuvo hasta el siglo XIX la práctica de la sangría, que entre 5 y 6 millones de sanguijuelas entre 1827 y 1836 fueron empleadas por los hospitales de París.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Del oscurantismo al conocimiento de las enfermedades infecciosas")

BIBLIOGRAFÍA
1. Diccionario terminológico de ciencias médicas. 11ª. Ed. Barcelona: Salvat Editores S.A. 1974: 1073p
2. Enciclopedia Barsa. Editores Encyclopaedia Britannica, INC. 1960: Tomo 1, 179, 212
3. García Font Juan. Historia de la ciencia. Barcelona: Ediciones Danae. 1964: 61
4. Glascheib H.S. El Laberinto de la medicina. Barcelona: Ediciones Destino. 1964: 157-172, 203
5. Morus Richard L. Revelación del futuro. Barcelona: Ediciones Destino. 1962: 206 (ilustración)
6. Nuevo Espasa ilustrado 2000, España: Espasa - Calpe S.A. 1999: 1832p
7. Pedro-Pons Agustin. Tratado de patología y clínica médicas. 2a. Ed. Barcelona: Salvat Editores, 1960: Tomo VI, 5
8. Pequeño Larousse Ilustrado, Bogotá: Ed. Larousse. 1999: 1830p
9. Phair S, Warren P. Enfermedades infecciosas. 5ª. Ed. México: Ed. McGraw Hill Interamericana. 1998: 3
10. Singer Charles. Historia de la biología. Buenos Aires: Espasa - Calpe Argentina S.A. 1947: 52-54, 53 (ilustración)
11. Von Drigalski, Wilhelm. Hombres contra microbios. Barcelona: Editorial Labor: 108


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A ENCARAR LA MUERTE

José presintió que pronto moriría cuando el doctor Mendoza dio el dictamen de un cáncer infiltrante. Sabía que la profundización del cáncer en la pared del estómago ensombrecía el pronóstico, además todos los miembros de su familia que lo padecieron murieron irremediablemente. Sin que una sola de las palabras del médico lo llevara a deducir el desenlace, dio por hecho que el destino le había puesto fecha al final de su existencia. Así lo hizo vivir a quienes lo rodeaban. Fue apresurado, porque hacían falta otros exámenes para dar por cierto el fatal convencimiento; con la sola infiltración muchos son los pacientes que se curan.
Su corazonada, sin embargo, comenzó a cumplirse cuando la tomografía mostró ganglios linfáticos periaórticos comprometidos. Entonces se afirmó en su rechazo a medidas extremas salvadoras. El doctor le propuso una laparoscopia para hacer un diagnóstico preciso. Le respondió, sin intención de volver, que después decidiría. Las posibilidades reales de sobrevivir con los hallazgos disponibles le parecían ridículas. No quería afectar su estado favorable. Temía que cualquier intervención afectara sus buenas condiciones y trastornara los planes que tenía para el trecho final de su existencia. No quiso oír a los amigos que lo instaban a un tratamiento sin demoras; sabía que los pocos síntomas no desmentían la severidad de la dolencia. Meses después, cuando a su juicio había hecho lo que tenía que hacer, se enteró de que retoños del tumor echaban raíces en el hígado.
Prefirió aprovechar su buen estado y disfrutar la vida. «No permitiré que el presente se arruine con los nubarrones del mañana, ni que mueran primero mis ilusiones que mi cuerpo». Ni esperar resignadamente la llegada de la muerte, ni luchar decididamente contra ella estaba en sus proyectos. Previsivo y metódico, había planeado con muchos años de anticipación el derrotero de sus días finales. Algunas lecturas sobre su enfermedad lo habían hecho desechar toda esperanza. Tenía certeza absoluta sobre la muerte próxima.
A la desazón natural se contraponían las ventajas de su trance. De repente todas las cargas de este mundo resultaban despreciables, le valían un comino los problemas y las exigencias de la vida; no porque el dolor de morir le impidiera concentrase en otra cosa, sino porque se sentía con potestad de renegar de todo, de eludir obligaciones, de repudiar cuanto quisiera, sin temer sus consecuencias en la Tierra. Podía ser más provocador que nunca contra las exigencias estúpidas y las normas sin sentido; podía hasta prescindir de los racionales consejos de sus médicos. Ya no tenía que rechazar los suculentos platos que le aumentaban el colesterol y amenazaban matarlo de un infarto. «¡Cuanto me perdí pensando en la vida, pensando en la muerte voy a recuperarlo!». Se sintió con derecho al placer, a probar y a practicar todo lo prohibido; aunque todo, tratándose de José, no era hasta el tope.
No obstante su clamor por la libertad, llegaría al sepulcro más contenido que desenfrenado. Pero sí hizo realidad ciertos placeres. Los culinarios fueron los primeros, los más urgentes: estaba suficientemente ilustrado de la anorexia que vendría y de la incapacidad para pasar el más minúsculo bocado.
Pensó que si el objetivo de su vida había sido la afirmación de su personalidad, derribando mitos y sembrando la duda contra lo establecido, su carrera hacia la muerte no podía seguir un curso pasivo y rutinario. Sentía la necesidad de ser distinto, de obrar diferente a los demás mortales, de convertir en victoria la derrota.
LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguré viviendo")