sábado, 27 de marzo de 2010

NUNCA SOJUZGADO

La bondad y la libertad fueron mi escala para juzgar. Confrontaba con ellas desde gobiernos hasta religiones, desde normas hasta obras literarias. Todo lo podía poner bajo su lupa. Bajo esa perspectiva escribí un artículo que controvertía las relaciones entre las empresas y sus empleados, y que recriminaba la exclusiva consagración de la vida a las obligaciones.
«Creen las entidades a sus trabajadores artículos de su inventario, disponen de ellos sin humanidad, los cohíben y los atemorizan ejerciendo un verdadero abuso que yo llamo “secuestro laboral”, tiranía en que por la paga pierde su libertad el empleado. Bajo el sofisma de la productividad y la calidad total, la empresa es más importante que el hogar; vale más que la salud y la familia de sus trabajadores. Ni para qué imaginar el lugar que le asignan a sus sentimientos. Más triste aún, es comprobar que esos esclavos cuando ascienden en la escala laboral emplean contra sus subalternos la misma fusta con que fueron flagelados. ¡Qué pena siento por todo aquél que se somete a las arbitrariedades de los hombres! Pero al verlos acatar su destino con tanta resignación, y arrancándole en medio de todo gozos a la vida, pienso que han se ser ellos quienes deben mirar con compasión a quienes la insurrección del pensamiento nos impide transar con la necedad y la injusticia. A quienes por defender unos principios, nos negamos la felicidad que la condescendencia facilita».
A estas alturas debo expresar que la sublevación de mi pensamiento más que negarme, me prodigó felicidad. Fue la auténtica demostración de mi existencia, mi «pienso, luego existo»; mi contrapunteo con el mundo, en que pude mostrarme tan hostil con él, como él lo fue conmigo. Algo que dentro de mí palpita con orgullo. Disfruté mis batallas, pero también los frutos de mi entraña sibarita resuelta a compensar mis malos ratos. Entre la resistencia y el desquite –los dos primeros–, afloró la adaptación, mi tercer mecanismo de defensa. Con él me acomodé en el mundo, y con todos, me volví un experto en la consecución de la ventura. Pude así descubrir en cada situación la migaja que precipita la felicidad, y conseguirla. Aproveché la ironía y la sátira para ridiculizar las normas sin sentido. Fui inmune a las amarguras, pero no a la ira, de la que me serví para mostrar desprecio. Ira como de la que hice blanco a los tiranos: «No entiendo cuál pueda ser la gloria que persigue el déspota, que bocado ha de ser igual de los gusanos, que regocijará con su muerte los corazones acostumbrados a despedir con dolor a las personas nobles». En su momento lo expresé con furia y sin deseo de arrepentirme. Hoy, sosegado, lo confirmo bajo la gravedad de la osadía de quien enfrenta el juicio del final de su existencia. Ante la proximidad de la muerte muchos ímpetus se doblegan, muchas pasiones desaparecen, y cierta santidad florece. Aparece el yo bueno y magnánimo dispuesto a deshacer sus faltas y a esquivar el fuego eterno. Es la bondad del temeroso... que no siento. Los prepotentes no entrarán en mi corazón ni en el instante de mi muerte. Ni maldigo, ni condeno, ni los envío a un juicio al más allá que no conozco; sólo advierto que en este mundo basta el tiempo para que los temperamentos tiránicos y envanecidos luzcan disminuidos y en desgracia.
A mi mente sublevada llega la conversación que tuve años atrás con un adolescente: «La rebeldía a tu edad es natural y pasajera, es el ímpetu de la juventud, desmedido y romántico. A mis años es más razón que fuerza, es un riesgo medido y un convencimiento decantado, libre de arrebatos. A mi rebeldía le falta el frenesí de la juventud, a la tuya el faro de la reflexión». Pero al emocionarme como me emociono leyendo mi proclama, pienso que el frenesí del que le hablaba no es sólo el monopolio de la juventud, también es el sello de ciertos temperamentos como el mío.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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