sábado, 25 de julio de 2009

LOS VIRUS

El descubrimiento de las bacterias no permitió explicar todas las enfermedades contagiosas. En padecimientos como la viruela, el sarampión y la influenza, los filtros no atrapaban más que microorganismos contaminantes, y al microscopio de luz los gérmenes patógenos resultaban invisibles. Pero tal fue el convencimiento de su existencia, que no cupo duda alguna de que se estaba en presencia de microorganismos extremadamente pequeños. La razón podía intuirlos antes de poderlos observar. “Seres de razón” los llamó por ello Roux. Finalmente se llamarían virus, palabra antigua que utilizó Celso para referirse a la saliva de los perros rabiosos, que después designó un veneno inanimado, y terminó por identificar a todo tipo de agentes sin relación alguna con los virus verdaderos.

Estos pequeñísimos organismos llamaron la atención a Iwanowsky, Löeffler, French, Beijerinck y Nocard, quienes con sus investigaciones confirmaron su existencia finalizando el siglo XIX y comenzando el pasado.

Estudiando el mosaico del tabaco, descubrió Iwanowsky en 1892 que el jugo de las hojas de la planta transmitía la enfermedad a pesar de haber sido filtrado en porcelana. No se trataba de bacterias de menor tamaño afirmaba Beijerink en 1898, acaso ni siquiera poseían naturaleza corpuscular. Remlinger en 1906 optaría por llamarlos virus filtrables.

Cinco años después de Iwanowsky, Löeffler y Frosch demostraron otro agente filtrable, el de la glosopeda. Landsteiner estudió la parálisis infantil, Paschen la viruela, y Levaditi la encefalitis. Los procedimientos empleados para la purificación de las proteínas se aplicaron a los virus obteniendo su aislamiento. Wender Meredith Stanley en 1935 consiguió de esta manera, de la savia de plantas de tabaco infectadas, una proteína de gran peso molecular que frotada sobre las plantas sanas provocaba la enfermedad. Aunque era una sustancia cristalizable, semejante en apariencia a cualquiera otra proteína, tenía una particularidad: se autoreproducía al penetrar en las hojas vivas del tabaco. Pero a diferencia de las bacterias no podía por si sola reproducirse en los medios artificiales. Además los virus podían penetrar y destruir bacterias, como le ocurrió a Twort en 1915 cuando los cultivos que realizaba se aclararon por la fragmentación de las bacterias. D´Herrelle explicó el fenómeno por la presencia de virus bacterianos que recibieron el nombre de bacteriófagos.

Como los medios comunes resultaron un fracaso, se intentó inútilmente cultivarlos, hasta que en 1910 Carrel y Riverso, del Instituto Rockefeller, utilizando por primera vez tejidos vivos y jugo embrionario consiguieron su crecimiento. La innovación fue exitosa. Veinte años después serían material ideal los huevos embrionados, práctica introducida por Ernest William Goodpature en 1931 con el uso de embriones vivos de pollo. Conservando en medios adecuados riñón de mono, Salk cultivó el virus de la poliomielitis.

En los años treinta del siglo XX se describieron como enfermedades virales la encefalitis, la influenza, el sarampión y la rubeola. Al finalizar la década siguiente Dalldorf y Sickles aislaron los virus Coxackie.

En 1937 apareció el microscopio electrónico, invento fabuloso de Ruska, Kausche y Borries, que con técnicas específicas para tal fin desarrolladas, permitió finalmente ver los más diminutos agentes responsables de las enfermedades infecciosas. Unos eran grandes, otros pequeños, unos esféricos, otros romboidales. El primero descubierto, el virus del mosaico del tabaco, resultó ser un bastoncillo largo de 150 por 2500 a 2800 angstroms.

Estudiando la composición química del virus del mosaico del tabaco, Pirie, de la Rothamstead Agricultural Research Station, hizo otro formidable hallazgo, los virus contenían ácido nucleico. Eran nucleoproteínas infectantes, como demostraron Fraenkel-Conrad y Schramm, aunque en menor magnitud que el virus íntegro. Y en la clínica, Hopkins demostró en 1935 que una infección viral hacía difícil la aparición de otra. El estudio de este fenómeno de interferencia llevó finalmente a Isaacs y Lindermann a descubrir el interferón en 1957.

Si lento había sido el desarrollo en el campo terapéutico de las enfermedades virales, mucho camino llevaba adelantado la profilaxis, desde la vacuna que introdujera Jenner, cuando nada sobre los virus se conocía.


BIBLIOGRAFÍA
1. Asimov Isaac. Breve historia de la biología. Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires. 1966:163-168
2. Butler J. A. V. La vida de la célula. Barcelona: Editorial Labor S.A. 1965:51-58
3. Farreras Valenti Medicina Interna. Barcelona: Editorial Marín S.A. 1967: Tomo II, 921
4. Laín Estralgo Pedro. Historia universal de la medicina. 1a. Ed. Barcelona: Salvat Editores. 1980: Tomo 7:169, 282
5. Pedro-Pons Agustin. Tratado de patología y clínica médicas. 2a. Ed. Barcelona: Salvat Editores, 1960: Tomo VI:7, 614, 615
6. Pujol Carlos. Forjadores del mundo contemporáneo. Barcelona: Editorial Planeta. 1979: Tomo 3:409
7. Thwaites J. C. Modernos descubrimientos en medicina. Madrid: Ediciones Aguilar. 1962: 9-10
8. Von Drigalski, Wilhelm. Hombres contra microbios. Barcelona: Editorial Labor. 347-356

Luis María Murillo Sarmiento ("Del oscurantismo al conocimiento de las enfermedades infecciosas")

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viernes, 17 de julio de 2009

LOS DERECHOS DEL MÉDICO*

Bajo una concepción universal de la ética, una resolución que estableció en 1991 los derechos del paciente, hace pensar en una norma similar que consagre los derechos del personal de la salud. Para el Comité de Ética del Hospital de Kennedy los derechos de unos y otros son razón fundamental de su misión, por ello ante la ausencia de aquella norma, he creído conveniente encauzar parte de su labor a la promulgación mediante resolución del Ministerio de Salud de los Derechos del Médico y por extensión del personal paramédico.

El siguiente constituye el proyecto que pongo a consideración de todo el personal de salud, esperando que sea profunda y juiciosamente analizado.

DERECHOS DEL MÉDICO

- Derecho al buen trato, humano y digno de la comunidad, de los colegas, superiores y subalternos y del paciente y sus familiares.

- Derecho a disponer durante su trabajo de los implementos, equipos y condiciones que garanticen la seguridad de sus pacientes, pudiendo rehusar su atención cuando no se cumplan estas garantías.

- Derecho a ser informado por el paciente o sus familiares de las condiciones clínicas del enfermo que impliquen al médico riesgos para su salud.

- Derecho al respeto de sus principios, quedando exento de la práctica de procedimientos contrarios a su moral, así estén o lleguen a ser consentidos por la ley (métodos de planificación, procedimientos de fertilización, eutanasia, aborto, etc.)

- Derecho a rehusar la atención de pacientes con causa justificada, salvo en circunstancias de urgencia o cuando sea el único profesional disponible.

- Derecho al buen nombre, y a que todo cuestionamiento sobre su conducta sea manejado de manera prudente, responsable y reservada y dentro de las normas establecidas en la ley 23 de 1981.

- Derecho a conocer la misión, política y objetivos de la institución en que labora y las modificaciones fundamentales que en ellos se susciten. Así como los cambios que se impongan a su trabajo, los que serán en lo posible concertados con él.

- Derecho a recibir de las instituciones en que labora todos los medios de que dispone la ciencia para la protección del personal de salud, en la prevención de enfermedades profesionales.

- Derecho a que las instituciones a las que presta sus servicios programen racionalmente su trabajo de tal forma que ni el volumen desmedido de pacientes, ni el agotamiento lo induzcan a cometer errores.

- Derecho a que la institución a la que sirve lo desarrolle como persona y lo capacite y actualice como profesional.

- Derecho a la solidaridad y a la asesoría jurídica por parte de las instituciones en que labora cuando las complicaciones en el tratamiento de sus pacientes conduzcan a reclamaciones de carácter civil y penal, en tanto aquéllas no provengan de actuaciones médicas inapropiadas.

- Derecho a que solamente él y su paciente se beneficien del ejercicio de su profesión. El acto médico no tiene por objeto el lucro de terceros e intermediarios.

- Derecho a recibir una remuneración digna, semejante a la de los demás profesionales universitarios.

NOTA: Los derechos anteriormente enunciados son extensivos a todo el personal de salud en la medida en que por la naturaleza de sus funciones les sean aplicables.

LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Epistolario periodístico y otros escritos")



* Esta propuesta fue publicada por primera vez en el Boletín del Hospital de Kennedy (Vol. 2 No.3, dic 1994). Aunque el personal de la salud que la conoce la estima conveniente, no ha suscitado hasta el presente interés gubernamental.


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viernes, 10 de julio de 2009

SOY ALMA YERTA

No funde el sol el hielo de mi alma,
ni su refulgencia aclara mi penumbra.
Para mi aliento vencido,
es gélido el aire abrasador del mediodía.
Inmune al tropel es mi entraña solitaria.

¡Soy alma yerta que apenas se estremece!

Siento en cada suspiro
el parto doloroso de un recuerdo;
y las ilusiones desfilando
-de riguroso negro-
en fúnebre cortejo.
Soy presa de las fobias,
insensible a la esplendor del universo.

¡Soy alma yerta que apenas se estremece!

Advierto el terror de la noche
despierto en la bestia del insomnio;
y presiento las pesadillas
danzando en el tinglado de mis sueños.
Siento mi aliento lindante con la muerte;
y la muerte…
como un anhelo sin premio ni dolores:
expresión tan sólo de la nada.

¡Soy alma yerta que apenas se estremece!

Jadea mi pecho asfíctico,
detenido en una congoja interminable.
Más que oxígeno reclamo en mi agonía:
sólo acepto la muerte o tu presencia.

¡Soy alma yerta que apenas se estremece!


LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Intermezzo poético")

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viernes, 3 de julio de 2009

INEVITABLEMENTE EL HOMBRE ES RELIGIOSO

La muerte carece de expertos que absuelvan el menor interrogante. Sin embargo cuando por curiosidad hizo José el intento de buscarlos, miles de páginas de embaucadores aparecieron en los motores de búsqueda de la internet.
Para él la empresa era una pesquisa sin respuesta, especulativa sin remedio y presa de la vacilación de siempre: el premio o el castigo, la reencarnación, la eternidad... la nada. Se preguntó sin ánimo de responderse: «¿Quién conoce el verdadero mundo que se alberga al otro lado del cadáver?». Era obvio que sólo «viviendo» la muerte se podía despejar la incertidumbre.
Sus cavilaciones lo condujeron por reflexiones religiosas que al cabo de mucho tiempo no le aportaron nada. «En materia de fe la racionalidad no cabe –y era con razones que buscaba alimentar su entendimiento–. [...] Más allá de la existencia de Dios, todo es indecisión, hipótesis, deseo. [...] El hombre se vuelve más religioso en los momentos críticos, transa con la divinidad sacando beneficios». Recapacitó en ello y negó que tal fuera su caso. No se acercaba a Dios abjurando del pasado, ni presintiendo que el piso firme de sus creencias se volvería inestable. Le pareció grotesco retractarse en el último momento, y por puro sobresalto, de cuanto había hecho enteramente convencido.
Explorando el más allá, inasequible, José terminó inmerso en cuestiones religiosas desconectadas por completo del porvenir y de la muerte. Asuntos que tenían que ver con la historia de sus críticas y sus creencias.
No habiendo dado nunca claras muestras de fervor, el juicio a sus escritos lo ubicaba como agnóstico, libre pensador o ateo. Su propia mujer lo había presentado ante el párroco como un blasfemo. Pero a la hora de la verdad José sí era cristiano. Se había formado en colegios religiosos; había experimentado el contagio de un pasajero brote nihilista juvenil de corto vuelo, frenado por el rigor de su personalidad; más formado, había entrado en un período de impetuosa actividad crítica; y finalmente sus juicios se habían decantado con las reflexiones de la madurez. Ahora releía sus artículos de antaño y encontraba algunos un poco irreverentes. Tal vez el trato con Javier lo había moderado en las opiniones religiosas, acaso el tema se había vuelto frívolo y ya no merecía ardorosas discusiones. Tampoco descartaba que el sosiego de su enfermedad le hubiera arrebatado sus arranques críticos.
Cuando revisaba los artículos se sorprendía de la cantidad de temas que habían sido blanco de su pluma. En uno, por ejemplo, se refería a las imágenes, y manifestaba extrañeza de que los católicos abusaran de la de Jesús martirizado; que reverenciaran y oraran a los clavos, a la cruz y a las espinas que habían sido el tormento de un hombre compasivo. Aceptaba que la cruz fuera símbolo del cristianismo, pero le costaba entender que se veneraran objetos que fueron la fuente del martirio. «¿Quién pondría en un altar el arma que segó una vida para rendir homenaje al inmolado? ¿Quién exhibiría feliz la foto del cadáver de su ser querido? ¿Quién la imagen de un ser amado en pleno sufrimiento? ¿Por qué en cambio de Jesús crucificado, no impone la Iglesia la imagen de Jesús resucitado?». En fin, eran asuntos de fe que a nadie lastimaban. En cambio pensaba en las cruzadas y en las guerras santas, esas, decía, sí merecían una opinión más contundente. Opinión que estaba consignada en uno de sus libros: «No se cuántos crímenes se hayan cometido en nombre de la razón, pero en nombre de la fe se han cometido infinidades. En nombre de la fe nuestra propia Iglesia asesinó; y en nombre de su credo los fundamentalistas musulmanes matan».
Pero su papel de crítico estaba muy lejos de mostrar sus emociones. Tras de esa imagen de enjuiciador imperturbable se escondía un hombre reverente, de pronto fervoroso. Pero tan reservado en asuntos de fe, que no la compartía ni siquiera con su amigo el sacerdote. A él, como a todo el mundo, apenas le constaban los juicios de racionalidad que hacía de las creencias. Nadie lo hubiera imaginando dialogando con Dios, tanto que algún día Javier tuvo la impresión de que José no se sabía ni el Padrenuestro.
–Es que no te vi gesticular palabra –dijo Javier al término de una eucaristía.
–Porque son intimas las manifestaciones de mi religiosidad. Exteriorizarlas es presumir de bueno.
–Mientras no sea que te avergüenzas...
–Para que sepas, conozco esa oración mejor que los que la recitan a diario sin tener conciencia de lo que están diciendo. Lo más importante es que con ella nos comprometemos a perdonar para que nos perdonen. Más que para adular, como lo hacen la mayoría de las plegarias, el Padrenuestro es para hacer con Dios un razonable acuerdo. Es una oración de la mejor factura, una plegaria enseñada por el mismo Jesucristo.
Javier se sorprendió. «Ha de pensar que no todo está perdido», especuló José, mientras intentaba descifrar la expresión del sacerdote. Y para que no quedara duda de su ilustración, apuntaló su comentario sobre el Padrenuestro con el conocimiento de otras enseñanzas:
–Los católicos son más dados a rezar que a practicar, a recriminar a los demás, que a examinarse interiormente. Olvidan cuando censuran, que la viga más que en ojo ajeno está en el propio. Lanzan la piedra sin estar libres de culpa, prefieren que el pecador muera, más que se arrepienta y viva. Si todos entendiéramos lo que es poner la otra mejilla, jamás habría violencia.
–Estás salvado –dijo Javier– si has hecho tuyas tantas enseñanzas.
Y José le dijo para recalcarle que no se estaba subordinando a sus exhortaciones:
–El discurso de Jesús alienta por igual al creyente dogmático que al revolucionario. Por igual anima a quienes luchan por la justicia en la Tierra, que a quienes convocan las almas para el Cielo.


LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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