viernes, 11 de junio de 2010

EL DEMONIO ES EL HOMBRE

A diferencia de todas las enfermeras de la clínica, Aminta sí disponía de todo el tiempo para escuchar y de no poco para hablar. Era su oficio. Eleonora le pagaba el turno para acompañar a su padre las noches en que más decaído lo veía. Con Irma, José no necesitaba hablar, que no sobraba, pero su dicha mayor era admirar su figura menuda, seductora y tierna. Con Aminta bastaban el diálogo en la penumbra de la alcoba, nada de ella le interesaba ver, era al fin y al cabo una mujer entrada en años.
«En el diablo, Aminta, yo no creo, y es bien osado que lo diga cuando puedo estar a punto de ser recibido en el infierno». Aminta se rió con la ocurrencia de José, pero algo le advirtió que no hablaba con la ironía siempre. Entonces amplió su explicación: «El demonio es el hombre mismo. Él, que concibe sus propias maldades; él, que por su propia voluntad decide causar daño. Pero como lleva en su ser la inclinación de achacar a otros sus errores, se inventó la tentación del diablo y lo hizo responsable de sus faltas». A Aminta le extraño su tono; con otra entonación hubiera entendido que algo de humor guardaban sus palabras. No era así. El paciente de aquel día estaba agrio. Y como su diatriba estaba encaminada, continuó diciendo: «Es que es fácil desacreditar a nuestra especie. Porque soy hombre no creo en los hombres ciegamente, conozco nuestras debilidades, nuestro egoísmo, nuestra tendencia al mal. Bueno –dijo como arrepentido–, también sé que somos presas de temores, y sensibles al amor y la tristeza. A punto de partir debo afirmar que encontré una creación maravillosa, pero con un depredador espeluznante: el hombre; criatura egoísta, capaz de los más perversos sentimientos; inteligente, mas no lo suficiente como para armonizar su felicidad con el progreso. Lo veo esclavo de la productividad y de las normas; sepultando su dicha en una carrera desbocada de producir sin tregua. A buena hora me marcho y sin ganas de volver. Jamás regresaría a un mundo que pueda someterme». Aminta estaba sorprendida, esa animosidad no se la conocía. Cosas del ánimo, pensó, que saca a relucir su lado negativo. ¿Y es que se le podía pedir a un enfermo más control que el que José mostraba? Tampoco podía estar eternamente sonriéndole a la desgracia y a la muerte. Su estado era más que lamentable y su contrariedad tenía todo el derecho de expresarse.
José recapacitó en su fugaz misantropía y le pareció que debía apaciguar su juicio. Con la intención de ser ecuánime le dijo a Aminta: «El hombre genera todo tipo de pasiones. A veces conmueve con su solidaridad y su bondad; otras impresiona por su maldad, erigiéndose como el ser más dañino de la Tierra, que causa dolor por el sólo placer de disfrutarlo. “Arcilla maldita” lo llamé algún día; pero qué hubiera sido de mi felicidad sin los seres maravillosos que llegaron a mi vida. En aras de la verdad, del ser humano por igual derivan venturas y tristezas».
Su sentimiento era lábil, y la acritud finalizó en tristeza, y la tristeza terminó en vergüenza cuando para evacuar tuvo que pedir ayuda. Tras de pedir el pato a la enfermera, lo cohibió la inmundicia cuando tuvo que entregarlo. Lleno de heces olorosas, lo avergonzó en forma desmedida. Aminta consciente de su incomodidad procuró tranquilizarlo: «Es algo muy natural señor Robayo, miles de esos recipientes he tenido que vaciar y lavar en tantos años de practicar la enfermería». Pero lejos de tranquilizarlo, le acrecentó su pena.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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