viernes, 30 de octubre de 2009

UN JUICIO EN MI INCONSCIENTE

No alcanzaba a comprender como había llegado a aquél paraje. Era amplio y pleno de luz, pero brumoso. Parecía campestre, ocupado por poltronas blancas y mullidas. Aunque próximas a mi vista, debía esforzarme para saber si estaban ocupadas. Cuando casi tenía la certeza de que estaban vacías, la última mirada me convenció de todo lo contrario. Desconfiando de mi vista avancé dispuesto a esclarecerlo con el tacto, pero mi mano atravesó el cuerpo allí sentado. Todos los concurrentes resultaron traslúcidos y vaporosos. Sentí como si alguna extraña dimensión de mí los separara.
–Puede sentarse.
La voz me obligó a buscar su procedencia. Frente a un tabernáculo, blanco también, de grandes dimensiones, estaba quien aquéllas palabras pronunciaba. La imagen deslumbraba impidiéndome distinguirle sus facciones. Su voz, aunque firme, era cordial; denotaba superioridad y no infundía temor. Inducía una extraña sensación de paz.
–¡Tus días en la tierra terminaron!
Asombrado, mi instinto me hizo inspeccionar mi cuerpo. Era tan transparente y tan difícil de apreciar como el de los seres que ocupaban las poltronas. Sorprendido descubrí que había ya traspasado, sin darme cuenta, la frontera de la muerte. Con cuanta tranquilidad –pensé– se vive lo que se imagina con angustia.
–¿Qué crees que mereces, el premio o el castigo? –dijo la voz reavivando la incertidumbre que por instantes había imaginado cosa del pasado.
–No soy yo quien deba precisarlo. Actué bien y actué mal. Establecí mi propio código de comportamiento, fui coherente con mi pensamiento.
–¿Y tu pensamiento fue infalible?
–Mi pensamiento pudo errar, porque de la verdad moral no tiene ningún hombre certeza.
–¿Y la palabra de Dios?
–Es infalible, pero nunca la que el hombre a su acomodo le atribuye.
–No fueron tus aciertos, ni tus errores, sino tus intenciones, el empeño por hacer lo justo lo que te trajo a este paraje.
Y su mano señaló a miles, millones más bien, de seres que resplandecieron fosforecidos por un aura.
–Son los escogidos.
¿Cómo no había reparado que eran tantos? Era una muchedumbre ocupando filas interminables de poltronas que en el infinito se perdían.
–Estos millones de almas cometieron errores, pero tuvieron bondad; causaron daño, pero se arrepintieron; hicieron mal, pero lo repararon. Y la bondad excede en méritos a la fe, a la disciplina, a la pureza, a la templanza.
Me quise abrazar regocijado a aquella imagen celestial, pero era etérea. Me sentí feliz y lo declaré en voz alta: ¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz!
Una mano cariñosa rozó mi frente e interrumpió el letargo. Al abrir los ojos frente a mí estaba mi hija, ajena por completo a mi delirio.
–Que bueno papá que seas feliz.
Había sido otro de mis sueños de ultratumba. Desde la predicción de mi muerte me había vuelto un viajero frecuente al más allá. Cruzaba la frontera para reencontrarme con mis muertos. Acaso buscaba a quienes habrían de ser mis futuros compañeros; tal vez eran ellos los que me ponían la cita. Hasta personas que habían abandonado mi memoria, eran ahora asiduas en ese mundo espectral que cobraba vida en mis sopores. Exteriorizaba despreocupación ante el fin de mis días, pero otra cosa maquinaba mi inconsciente, a juzgar por los reiterados sueños con la muerte. Más aún, sueños como el de hoy, respondiendo a Dios por mis acciones, demuestran que a la idea de un juicio final no soy indiferente. Esa incertidumbre hasta los ateos han de tenerla en su agonía, aunque por coherencia no se atrevan a expresarlo.


LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

VOLVER AL ÍNDICE
VER SIGUIENTE ESCRITO