viernes, 11 de diciembre de 2009

CONFLICTO ENTRE LA RAZÓN Y LAS CREENCIAS

Reconocido como noble y bondadoso, José también era severo; visto como reflexivo y sereno, también era impulsivo. Enjuiciaba las normas, pero las cumplía. Era un crítico mas no un antisocial. Caía bien, a tal punto que la ampolla que levantaba su escritura, se desvanecía cuando los contradictores trataban al autor. A veces porque la exposición de sus motivos convencía, otras más, porque algo en su naturaleza llevaba a apreciar al escritor pasando por alto sus escritos.
Su sentido de justicia y su inclinación por los pobres, mostraba un espíritu sensible; su tolerancia lo hacía ver comprensivo, incluso complaciente. Pero la consideración con la opinión ajena no era inagotable, y el encomiado equilibrio de su personalidad se derrumbaba al ver la libertad amenazada. Ese era el motivo de su encono con los comunistas y los puritanos, en apariencia tan opuestos, pero equiparables, como amenaza, para la libre determinación. Y eso no lo entendían quienes veían en él a un hombre recto, preocupado por las injusticias; un hombre que a simple visto no debía estar en la mira de puritanos ni marxistas.
Indiferente de la simpatía que suscitaba, se la jugaba en sus columnas liberales. Muchas veces fue interpretado como ateo; pero tenía fe, y más que creer en Dios, tenía certeza, porque era producto de su entendimiento. Había vivido años de pugnaz enfrentamiento contra el dogma y los mandatos de la religión, pero se había aplacado. Sin embargo cuando la polémica se daba, quedaba patente que sus juicios no se habían quebrantado con los años. Y esa constancia en sus conceptos se comprobaba leyendo un viejo ensayo de sus años escolares, tal vez el primer escrito suyo que generó debate.
Sabía que su artículo podía causar irritación en un plantel católico, pero el pecho se le inflamaba de orgullo al imaginar que iba a ser el único estudiante en controvertir lo incuestionable. Estaba a punto de dar un paso histórico y convertirse en héroe, aunque en momentos de más lucidez y menos arrebato, pensaba que el héroe podía ser martirizado. Y estaban sus compañeros para recordárselo: «Robayo, ¿para qué se arriesga? Eso no le va a complacer a los padres del colegio». «Pidieron un ensayo sobre la Biblia y eso es lo que estoy por entregarles».
Pero no fueron los padres, sino unas viejas camanduleras las que condenaron la herejía. El prefecto lo defendió: «El joven es crítico, y en medio de su rebeldía se advierte una buena intención, una clara seducción por la persona de Jesús, y un cuestionamiento interior, poco habitual en un adolescente». Y lo aleccionó en privado: «Robayo, ha acertado usted al descubrir en la divinidad de Jesús la esencia de nuestra fe, pero no comparto sus conceptos sobre el Viejo Testamento. La interpretación de la Palabra es complicada, no se puede desentrañar literalmente. Hay que saber de teología para comprender el significado de lo que allí se dice». En otras palabras que buena parte de sus críticas provenían de su ignorancia. «Hay que meterle ciencia a lo sagrado –pensaba José– para que sea creíble». Sin embargo, en ese momento lo realmente valioso era que el buen corazón de su prefecto lo había favorecido. La rectificación que exigían las beatas parecía haber quedado en el olvido, y el orgullo de José, como su texto, intacto. Una polémica con su salvador hubiera sido un riesgo innecesario, y ante todo una ingratitud muy grande. «Y sin embargo gira», repitió mentalmente al abandonar el aula, recordando al astrónomo que se salvó del fuego.
Casi cincuenta años después estuvo de nuevo en sus manos el envejecido testimonio. Tras observar cuánto cambian las costumbres con el tiempo, pensó que ni volviéndolo sacrílego generaría polémica, es más, ahora la ley ampararía sus opiniones.
«El hombre manosea a Dios, habla en su nombre, le adjudica normas, le inventa juicios, conoce su voluntad y sus deseos; por Él promueve guerras que apellida santas y crea en su nombre una picaresca y un mundo fraudulento. [...] No hay ilación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, sus divinidades parecen antagónicas: una es el Señor implacable de las Viejas Escrituras, la otra el Dios magnánimo de los evangelios. El primero una deidad local, judía, temible y vengativa; el segundo, un Dios universal, indulgente y misericordioso, más aún, víctima de su propio pueblo. Veo en aquél un dios intolerante que moldeó imperfectos a los hombres para drásticamente cobrarles sus errores; un ser brutal proclive a los sacrificios sanguinarios, que se ceba en la vida de chivos inocentes y en el extermino de los pecadores. En Jesús, por el contrario, advierto la deidad que comprende al pecador y va en su auxilio. Descubro al reformador que escandaliza a los hipócritas y al maestro que instruye con impecable juicio. Cuando lo siento con los humildes bueno y apacible, y duro con los despiadados y soberbios, tengo que reconocerme entre sus seguidores».
Se preguntó si esas líneas eran tan heréticas. Creyó más bien que el puritanismo de la época había llevado a magnificar su atrevimiento. Pasó entonces a las conclusiones para recordar los motivos que habían herido la susceptibilidad de los creyentes.

«La escritura antigua, armada en las tinieblas del pasado, es una mezcla de realidad y fantasía; de mitología, de verdad y de leyenda. Los textos son más fantasiosos e imprecisos a medida que las citas sagradas se alejan en el tiempo».
«El Antiguo Testamento es la historia de una deidad judía, un dato tangencial para un cristiano. El Nuevo, por la proximidad del tiempo, me parece más verídico y confrontable con la historia».
«Los escritos bíblicos son la recreación mitológica de un mundo extraño a la fe de los católicos, y son equiparables a la mitología de nuestros indios. No afirmo por ello que el Antiguo Testamento sea menos admirable, sino más ficticio».
«De Dios no dudo, pero no creo que sea suyo todo lo que nos presentan en su nombre. En la Biblia la mano manipuladora del hombre debe estar presente, como también la fuerza poética de los autores».
«Encuentro falta de coherencia entre el cristianismo y la tradición que lo antecede, y entre Jesús y los jerarcas que con posterioridad guiaron su iglesia».

La página siguiente estaba en blanco, pero pegado al ensayo con un gancho que manchaba con el óxido, había un papel, y en él una apostilla: «Otra incongruencia para mostrarle al padre Lucho». Denotaba el ánimo de seguir polemizando, y rezaba en trazos tan legibles que se asombraba de sus actual caligrafía: «Tan sagradas como las judeo-cristianas son las tradiciones musulmanas; pero tan manipulada es la historia sagrado por los hombres, que el hijo ilegítimo de Abraham para los mahometanos no es Ismael, el hijo de la esclava, sino Isaac, el hijo de Sara, a quien de paso no consideran esposa del patriarca. Para ellos Ismael, y no Isaac, fue el hijo favorito de Abraham. Así que en su versión fue Ismael el que estuvo a punto de ser sacrificado. ¿Cuál es la verdadera historia, si cada cual la cuenta a su manera? ¿Privilegiarían los musulmanes, descendientes de Ismael, la historia de Isaac, antecesor de los judíos? ¿O engrandecerían judíos y cristianos a Ismael, minimizando a Isaac, el fundamento de sus tradiciones?»
No habiendo más que leer, puso de nuevo el gancho y guardó los documentos. Era admirable ver como habían prevalecido los mismos pensamientos a través del tiempo. Eran los del viejo idénticos a los del adolescente, y los mismos que el hombre maduro controvertía al amigo sacerdote; con la diferencia de que la jerarquía del crítico se había acrecentado con los años. Y se sintió exponiendo ante Javier los mismos argumentos que había defendido con timidez ante el prefecto. Lo había hecho muchas veces, pero esta vez se acordó de aquélla que ocurrió al término de una eucaristía. «No es la palabra de Dios, sino la del evangelista», le dijo para refutarle la expresión «es palabra de Dios» con que Javier había terminado una lectura del Nuevo Testamento. También rechazó la narración de Lucas: «Hecho a la idea de la bondad de Cristo, no puedo aceptar la autenticidad de ese pasaje, incongruente con sus amorosas enseñanzas». Se refería al ultimátum de Jesús a quienes lo seguían, conminados a abandonar a sus seres más queridos, sin poderlos enterrar siquiera. Y con el propósito de contradecirlo todo, recurrió al Génesis para mostrar su discrepancia con el carácter de verdad que le daba la Iglesia Católica a la mitología judía: «Aferrada al Antiguo Testamento, más parece la Iglesia católica la continuidad del judaísmo. ¿Será que no le basta la historia de Jesús a su grandeza?»
Cuánto contraste había entre el joven subordinado y temeroso, y el crítico seguro y respetado. Entre el muchacho enjuiciado por sus superiores y el pensador que ponía en el banquillo a sus contradictores. Era cual si el tiempo hubiera convertido en inmolador al inmolado.

LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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