viernes, 30 de enero de 2009

EUTANASIA

Muchas veces escribí que la vida pertenece a quien la usufructúa, a quien la siente consumirse en su piel, a quien con ella sufre o se alboroza.
«La vida es el tesoro más valioso y el mínimo bien del que puede sentirse amo y señor el ser humano. Que la existencia provenga de Dios no cambia la condición de dueño que tiene el hombre de su propia vida. Y es el propietario el que dispone con plena licitud –bien o mal– de sus haberes. Cuidar de la propia vida es un compromiso del hombre, pero consigo mismo, un instinto de auto preservación que a veces rechazamos».
Ahora sí que resultan pertinentes las reflexiones que me llevaron por tópicos emparentados con la muerte y en los que me ufané de la solidez de mis afirmaciones. Por fin estoy confrontando la teoría y la práctica. El sentimiento, un elemento nuevo, es definitivo en la ratificación de mis hipótesis. Ya no soy el intelectual que diserta desapasionadamente, sino el enfermo que descubre sus propias experiencias.
No hacía ni un año que Santiago me había puesto a pensar en la eutanasia. Paralizado desde el cuello a consecuencia de un accidente absurdo, llevaba a mi parecer una vida miserable. «Mejor se hubiera muerto», decían sus amigos, aunque como era obvio, siempre a sus espaldas.
–José, ¿qué piensas del suicidio? – me preguntó Santiago.
–Es una decisión cobarde y valerosa. Porque se necesita valor para llevarla a cabo, pero ese arrojo nace de la cobardía, de la impotencia para encarar el sufrimiento. El suicida huye al dolor escogiendo la alternativa menos dolorosa. La mayoría de los mortales temen más a la muerte que a la vida, por eso no piensan en eutanasia ni en suicidio. Muchos lo abrigan, pero pocos culminan su arrebato.
–Como quien dice que faltan más suicidas.
–Como quien dice que aunque pocos, siguen siendo demasiados.
–O sea que lo censuras.
–No podría. Su angustia me estremece. Desearía que nadie tuviera que buscar en la muerte refugio a su tristeza. Más que la muerte en sí, me duele del suicida el infinito dolor con que se va del mundo. Pero que no haya duda, reconozco en el suicidio un auténtico derecho. A mi parecer el único daño defendible es el que se causa uno a sí mismo. Y sin embargo agredirse no es el objeto del suicida. Busca alivio, trata de huir del sufrimiento. No hay en él una intención malvada. La noción de daño obedece a la subjetividad de quien lo juzga. Quien se suicida responde a una decisión desesperada.
–Con frecuencia acalorada –me argumentó Santiago–. Otras veces es una maquinación premeditada y fría. En mi caso la cronicidad de mi parálisis y el impedimento físico de atentar contra mi vida, aplacaron los impulsos destructivos y volvieron mi determinación más reflexiva. El acostumbramiento se confundió con la resignación y los accesos de desesperación se distanciaron. Lo cierto es que ya no pienso con el abatimiento del primer instante. No tengo como atentar contra mi vida, tampoco me interesa. Pero si mi condición me encaminara hacia la muerte, la acogería con gusto.
–Es otra manera de despreciar la vida. ¿Una descortesía con Dios, acaso?
–En lo absoluto. Mi existencia es un bien que ya me dio sus gozos. Ahora me tortura. Me siento con potestad sobre mi vida, tanto como el suicida, así no tenga las intenciones de acabarla.
–La majestad de la vida patentiza la mano del Creador, pero confiada al hombre se vuelve patrimonio suyo. Si es una dádiva, no debe devolverse. De hecho el guiñapo en el que el tiempo transforma nuestro cuerpo, nos impide devolver la vida rozagante del recién nacido. Y si me dijeran que la que se engrandece con los años es el alma, respondería que los dogmáticos no deben preocupase, porque los suicidas apenas arruinan la materia.
–La voluntad y la capacidad de discernir del hombre me hacen creer que Dios le dio libertad para regir su vida.
–Luego el suicida merece amor y no condena.
–Y mejor antes que después de consumar su muerte. El amor ayuda a disuadirlos, aunque no a todos el desamor los mata. Hay quienes mueren en medio de una ira incontrolable, otros acorralados por una enfermedad como la mía.
–¿Acaso pensaste en la eutanasia?
–¿Y quién en mi condición no piensa en ella? Que me haya refugiado en la música, en el cine, en la lectura, no quiere decir que no tenga motivos. He llegado a añorar el dolor del que la gente huye, a poner mi esperanza en la sensación de una punzada, en pagar con dolor la dicha de sentir y de moverme. Tener que depender de otros para las necesidades más elementales, peor aún, para las más privadas, rebaja mi autoestima y colma mi paciencia. Me atormenta saber que no existe siquiera una esperanza. Pienso que mi inmovilidad sólo se redimirá con otra quietud mayor, la de la muerte.
Sentí que había pulsado las fibras más sensibles. Que había removido la costra de una herida que creía resuelta. Entre apenado y triste lo seguí escuchando:
–La psiquis es la que más se afecta en el suicida, sacrifica la materia sin la certeza de una tranquilidad definitiva. En quienes padecemos un estado terminal o crónico, ocurre lo contrario. Es el cuerpo el que nos daña el alma. Mientras que el suicida malogra su futuro, quien por la eutanasia opta no tiene porvenir por qué sacrificarse. ¿No crees que es comprensible que un enfermo terminal quiera adelantar su desenlace?
–Cada cual es dueño de su vida. Si pesan los argumentos del suicida, ¿cómo no habrían de pesar los de quien busca la eutanasia? Como aquél, éste también tiene razones. Sin embargo, aunque puedo entender sus sentimientos, no soy capaz de dar aliento a sus motivos. Es más, si actuara, sería para alejarlo del abismo de la muerte trágica. Y si alguna vez una dolencia me pusiera en la órbita de la eutanasia, no escucharía tan sólo mis razones. Tomaría también en cuenta el sentimiento de mis deudos.
–Argumentos como esos me tienen sumido en mi camastro.
–De todas maneras Santiago, una cosa es que yo mismo ejecute mi designio, y otra, que vuelva a un tercero responsable de mi muerte. Peor aún, que la ejecute alguien por piedad, sin que el enfermo la demande.
Cuando terminé la evocación quedé en manos de mis pensamientos. Ya no tenía que especular con enfermedades hipotéticas. Era el momento de enfrentar mis razones y mis sentimientos.
A pesar la nostalgia, inevitable, pienso que hay tragedias peores en infortunios que no acaban con la vida. En nada cambia mi enfermedad la idea de que la muerte es el refugio de muchos que padecen. También es cierto que sin importar los pretextos con que pretendamos atenuar su impacto, la muerte hiere. Hiere a quien se va; hiere a quien le sobrevive. Me duele alejarme de Eleonora. Su llanto, siempre prudente, me destroza el alma. No puedo pensar con egoísmo. De la desaparición súbita a la lenta, tras una enfermedad debilitante, hubiera preferido la primera. Pero acostumbrado a encontrar el provecho de lo aceptable en ausencia del beneficio de lo bueno, y ganancia en lo malo, en ausencia de la utilidad de lo aceptable, me doy cuenta de que morir rodeado de afecto y de cuidados, y hasta con la posibilidad de movimiento, es preferible a la condición de un tetrapléjico. Definitivamente no voy a recurrir a la eutanasia.

LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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viernes, 23 de enero de 2009

LA LECCIÓN DEL HOSPITAL DE KENNEDY *

Podrá nuestra justicia habitualmente inflexible con los débiles, pero vacilante y transigente con los delincuentes peligrosos, ensañarse con la enfermera jefe que hoy aparece como única vinculada a los trágicos sucesos del Hospital de Kennedy. Se podrá penalizar, con tanto o más rigor que un planeado y frío asesinato, esta lamentable falla humana; se podrá estigmatizar y destruir sin proceso justo, como lo hicieron ya los medios de comunicación -que tanto claman por la libertad de prensa- una vida que sepamos, consagrada a un apostolado; se podrá con espectacularidad tratar de acallar a una opinión pública sorprendida y temerosa de la asistencia en nuestros hospitales; pero no se podrá ocultar más la riesgosa práctica de la medicina que caracteriza la atención pública, huérfana de una política juiciosa y responsable por parte del Estado, so pena de perpetuar hechos tan dolorosos como el que por azar le ha correspondido al Hospital de Kennedy.

De poco valdrá la responsabilidad y buena voluntad de quienes trabajan al lado del enfermo, de nada las súplicas de los directores de los hospitales, mientras siga siendo mezquino el reparto presupuestal en el ministerio y en las secretarias de hacienda.

La salud prodigada con ética, definitivamente no es rentable, pero el valor sagrado de la vida humana, obliga y justifica toda inversión que aun a pérdida hagan los gobiernos.

Hechos como los que originan la presente nota tendrán que hacerle entender a los gobernantes, que no es la cantidad, sino la calidad de los casos atendidos la que mide el verdadero impacto de sus programas de salud. No se puede, como a cualquier empresa, exigirle a los hospitales utilidades que sólo se consiguen recortando las nóminas ideales, pagando mal a su personal y restringiendo los gastos por paciente.

Se acepta que un piloto no debe excederse en su jornada, pero a pesar de los estudios que lo demuestran, se hace caso omiso de los riesgos que para el enfermo implica el agotamiento de quienes velan por su vida. Jornadas nocturnas sin descanso, excesiva asignación de pacientes por enfermera, escaso personal médico para enfrentar una demanda numerosa, médicos y enfermeras que para mejorar sus míseros salarios trabajan hasta el cansancio dos jornadas diarias, hospitales sin recursos técnicos, físicos y humanos adecuados, en los que los estudiantes sin experiencia asumen el rol de profesionales graduados porque el personal asistencial es insuficiente, son entre otros los verdaderos hechos que deben llamar la atención de los medios de comunicación, de la justicia, de las autoridades y de quienes se dicen preocupados por la suerte de la comunidad a la que sirven.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Epistolario periodístico y otros escritos")

* El suceso aquí descrito ocurrió hace catorce años. Una enfermera agotada con la sobrecarga de trabajo confundió dos medicamentos y aplicó a varios recién nacidos una dosis mortal de la droga equivocado. Fue condenada a varios años de cárcel. A pesar de los años transcurridos no se puede decir que la asistencia sea más segura: aún subsiste la sobrecarga asistencial, quizás sea mayor, porque el personal asistencial no ha aumentado en la medida en que ha crecido la población atendida.

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sábado, 17 de enero de 2009

AUSENCIA

Ansío la nada...
la negación...
la ausencia...

La obscuridad en que se pierda
mi sombra y mi existencia.

Anhelo mi pensamiento en blanco
y mi memoria
sin huella de recuerdos.
Que mi corazón se aquiete
y en mis venas la sangre se detenga.

Y más allá...
plácido mi espíritu
sumido en la nada inagotable.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Poemas de amor y ausencia”)

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lunes, 5 de enero de 2009

CARTA XXXVIII: DEL AMOR Y LOS AMANTES

Agosto 30

Enternecedor Copito:

Dispuestos al amor estamos todos. Los que buscan lo tradicional y socialmente conveniente, como los dispuestos al escándalo y a romper barreras arbitrarias.

Amor llamamos a muchos sentimientos. Desde el paterno, el más perfecto, hasta el que buscan los amantes ligeros que apenas anhelan los placeres de la carne.

El amor de pareja sin embargo, por más interior y profundo que parezca, es un amor distinto, un seudoamor marcado por la posesión y el egoísmo. Un sentimiento que halaga al objeto amado sometido, pero que busca su destrucción si se rebela. Es una manifestación de bondad condicionada: se proporciona en la medida en que se goza de la exclusividad del ser que amamos. Para ser amor genuino le faltan cualidades, pero para no contradecir la tradición, amor sigámoslo llamando. Su poder, de todas maneras, resulta incontenible.

Hay amantes que buscan la relación fácil y el entretenimiento pasajero, que buscan la aventura recóndita y fugaz, sin perturbar la relación sólida del hogar reconocido. En la otra orilla, hay quienes desengañados de la pareja lícita buscamos afanosamente el ideal amoroso en brazos más amables. No perdemos la esperanza en el amor eterno y estamos dispuestos a vivir con otra un amor hasta la muerte. Para unos ese amor ha de permanecer oculto, para otros debe proclamarse. En particular creo que todo amor trascendental merece revelarse, aunque por conveniencia, el de los amantes con frecuencia se camufla.

El nuestro tendrá que ser trascendental y nada anónimo; por eso no me cohíbo al recorrer las calles asido de tu brazo, de tomar tu mano ante la muchedumbre y de acariciarte a los ojos de la gente. Sin temor y sin vergüenza le comunico al mundo que te amo. La otra no eres tú, sino aquélla que a pesar del contrato matrimonial se quedó sin mi cariño. Así que en pro de mi reputación no sigas ocultándote cuando un conocido pase a nuestro lado. Tu existencia no pone en peligro un matrimonio que en la práctica no existe. Déjales ese ejercicio a las amantes enfrascadas en idilios pasajeros.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Cartas a una amante")

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CARTA XXXVII:LA FELICIDAD NO ES IMPOSIBLE

Agosto 26

Copito:

Me asombra la diversidad de formas con que el ser humano reacciona ante una misma causa y su extraordinaria capacidad para resurgir de las cenizas.

Ante un mismo hecho veo personas pasivas que lo sufren y lo aceptan, otras encuentro indiferentes, y otras más, por el contrario, me impresionan con su disposición para someter la adversidad. Igual hay personas maltrechas que les cobran a los demás su sufrimiento, mientras otras como tú, transmutan en bondad sus aflicciones.

Igual existe el que al primer revés se rinde y el eterno derrotado que continúa luchando. El que se deleita sin motivo y el que a pesar de las dichas vive en la amargura.

Todos anhelamos la ventura y en diversa magnitud la conseguimos. ¿Por qué unos más? ¿Por qué otros menos? La medida no la da definitivamente nuestro entorno, es algo interno. La felicidad es personal, es subjetiva, lo que cada individuo determine, no lo que los demás supongan. La felicidad es la satisfacción consigo mismo. No hay otra manera de entender la felicidad bajo un criterio práctico.
Si se tratase de la armonía perfecta y del placer imperturbable en nuestro interior y en nuestro entorno, tendríamos que afirmar que la más mínima expresión de felicidad es imposible.

La felicidad es un don en exceso subjetivo que nosotros mismos construimos. Quien la aguarda de fuera la posterga hasta la muerte. Aunque he padecido muchas veces la tristeza y no ha perdido oportunidad mi pluma para registrarla, he tenido la fortuna de adaptar con sabiduría mi vida a las vicisitudes y gratificaciones que me depara el mundo. Por este motivo puedo decirte que hoy en medio de la adversidad estoy feliz, más cuando hay una nueva causa para serlo: tú, una experiencia grata y novedosa.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Cartas a una amante")

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