viernes, 4 de enero de 2008

A ENCARAR LA MUERTE

José presintió que pronto moriría cuando el doctor Mendoza dio el dictamen de un cáncer infiltrante. Sabía que la profundización del cáncer en la pared del estómago ensombrecía el pronóstico, además todos los miembros de su familia que lo padecieron murieron irremediablemente. Sin que una sola de las palabras del médico lo llevara a deducir el desenlace, dio por hecho que el destino le había puesto fecha al final de su existencia. Así lo hizo vivir a quienes lo rodeaban. Fue apresurado, porque hacían falta otros exámenes para dar por cierto el fatal convencimiento; con la sola infiltración muchos son los pacientes que se curan.
Su corazonada, sin embargo, comenzó a cumplirse cuando la tomografía mostró ganglios linfáticos periaórticos comprometidos. Entonces se afirmó en su rechazo a medidas extremas salvadoras. El doctor le propuso una laparoscopia para hacer un diagnóstico preciso. Le respondió, sin intención de volver, que después decidiría. Las posibilidades reales de sobrevivir con los hallazgos disponibles le parecían ridículas. No quería afectar su estado favorable. Temía que cualquier intervención afectara sus buenas condiciones y trastornara los planes que tenía para el trecho final de su existencia. No quiso oír a los amigos que lo instaban a un tratamiento sin demoras; sabía que los pocos síntomas no desmentían la severidad de la dolencia. Meses después, cuando a su juicio había hecho lo que tenía que hacer, se enteró de que retoños del tumor echaban raíces en el hígado.
Prefirió aprovechar su buen estado y disfrutar la vida. «No permitiré que el presente se arruine con los nubarrones del mañana, ni que mueran primero mis ilusiones que mi cuerpo». Ni esperar resignadamente la llegada de la muerte, ni luchar decididamente contra ella estaba en sus proyectos. Previsivo y metódico, había planeado con muchos años de anticipación el derrotero de sus días finales. Algunas lecturas sobre su enfermedad lo habían hecho desechar toda esperanza. Tenía certeza absoluta sobre la muerte próxima.
A la desazón natural se contraponían las ventajas de su trance. De repente todas las cargas de este mundo resultaban despreciables, le valían un comino los problemas y las exigencias de la vida; no porque el dolor de morir le impidiera concentrase en otra cosa, sino porque se sentía con potestad de renegar de todo, de eludir obligaciones, de repudiar cuanto quisiera, sin temer sus consecuencias en la Tierra. Podía ser más provocador que nunca contra las exigencias estúpidas y las normas sin sentido; podía hasta prescindir de los racionales consejos de sus médicos. Ya no tenía que rechazar los suculentos platos que le aumentaban el colesterol y amenazaban matarlo de un infarto. «¡Cuanto me perdí pensando en la vida, pensando en la muerte voy a recuperarlo!». Se sintió con derecho al placer, a probar y a practicar todo lo prohibido; aunque todo, tratándose de José, no era hasta el tope.
No obstante su clamor por la libertad, llegaría al sepulcro más contenido que desenfrenado. Pero sí hizo realidad ciertos placeres. Los culinarios fueron los primeros, los más urgentes: estaba suficientemente ilustrado de la anorexia que vendría y de la incapacidad para pasar el más minúsculo bocado.
Pensó que si el objetivo de su vida había sido la afirmación de su personalidad, derribando mitos y sembrando la duda contra lo establecido, su carrera hacia la muerte no podía seguir un curso pasivo y rutinario. Sentía la necesidad de ser distinto, de obrar diferente a los demás mortales, de convertir en victoria la derrota.
LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguré viviendo")

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