viernes, 3 de diciembre de 2010

JUICIOS DE DIOS Y DE LOS HOMBRES

«Aunque te hayas equivocado, si hubo por lo menos un motivo noble en tus acciones no tienes que afligirte». Le planteé de qué valían los sacrificios que otros practicaban y a los que me había rehusado por no considerarlos pertinentes. «No son inútiles –me dijo–. En este reino toda acción hecha con el convencimiento de estar actuando rectamente será recompensada. Pero las recompensas son íntimas y personales. Satisfacción es el nombre de la felicidad para quienes habitan este mundo. Desasosiego el de la desventura y la condena». Y me explicó que a más malos en la Tierra, más justos seríamos en el paraíso. «Las faltas se expían con el remordimiento, ese es aquí el único tormento. Ningún alma perversa es destruida. La contrición engendra bondad donde antes hubo infamia. El mundo no es cada vez peor, como presientes. Las almas que no comprenden allá el valor de la bondad, lo entienden aquí cuando el arrepentimiento les llega inexorablemente. Así los malos se vuelven virtuosos y los buenos siguen siendo buenos, porque el universo tiende a la perfección, aunque el alma en su dimensión humana no lo vea ni lo comprenda. Y recuerda que nada vale tanto como la intención, el resultado es algo secundario».
Desperté con la palabra intención entre los labios. También eso diferenciaba la justicia humana y la divina, pues ¿qué juez conoce en este mundo el sentimiento real de quienes juzga? ¿Y cuántos hombres están dispuestos a perdonar un daño sin intención causado, cuando habitamos un mundo en que la expiación vengadora y la compensación económica son los medios para lavar las faltas? El sueño parecía una revelación divina que daba tranquilidad a cualquier mortal que debiera responder por los actos de toda su existencia. La condenación eterna a las tinieblas no tenía sustento. En mi visión pocos eran tan malos, pocos tan buenos, casi todos estaban en un espectro gris, oscilando entre los dos extremos.
Sentí satisfacción. No por haber pensado diferente, un poco en contravía de lo aceptado –que también me complacía–, sino por haber actuado en coherencia con mis pensamientos. Imaginé que igual de complacidos podrían estar mis contradictores más férreos en razón de su convencimiento. Parecía razonable: todos gracias a esa fidelidad estábamos a salvo. Era la sabiduría y la magnanimidad de Dios. Pero pensando en el origen de los sueños, creí que más que Dios, en ellos hablaba mi inconsciente. De todas maneras confronté el juicio del Creador con el de sus criaturas. Y me sirvió de ejemplo la intolerancia que algunos de mis lectores exhibían.
«Usted blasfema porque se siente a salvo. No lo imagino defendiendo con vehemencia sus incendiarios pensamientos cuando le llegue el momento de rendirle cuentas». Así decía el correo electrónico de un lector horrorizado con mis opiniones, que habría creído en la efectividad de su conjuro de haberse enterado de que meses después de su advertencia estaba lidiando con una enfermedad mortífera. Y a no ser que las notas fueran todas suyas, eran varios los interlocutores virtuales que afirmaban que tentaba la ira de Dios con mis ideas y que mis juicios me tenían más cerca del averno que del Cielo. Son los gajes de escribir. Y la muerte y la condena eterna son perfectas para intimidar a ingenuos y cobardes.
Contrario a lo que deseaba aquel lector, mi dolencia mortal no me hizo arrepentirme de mis pensamientos. Controvertir, poner en duda, más que un pecado es un don que no da Dios a todos los mortales. Dirán entonces que soy ante la muerte cínico, pero no voy a desdecirme. Buenas o malas mis acciones corrieron a la par con mis principios. ¡A pesar de mis errores he de marcharme con la mirada al frente! Tal vez encuentre en el más allá el premio o el castigo... mejor la nada, que aunque puede privarme de mejores cosas, me libra de riesgos más aciagos.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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