El aire
respetable que tu presencia infunde
es la imagen
que siempre me acompaña.
Estampa de
hombre docto, cultivado,
dominador de todos los saberes.
Medio siglo
después de tu partida
tu efigie,
inalterable, en mi mente se retrata.
Indeleble se mantiene en el alma de tu infante.
No fueron ni
balones ni carros mis juguetes,
ninguna
atracción me proveyó la calle.
Aún extraño
los artefactos de física,
mi juego
preferido, el carrete de Ruhmkorff,
descubrir con los rayos X los huesos de mi mano.
Tanto
intelecto no cohibió el afecto:
a la par
marcharon la razón y el sentimiento,
fui de niño feliz y consentido.
Aún siento el
beso y la caricia
y el roce de
tu mejilla al despedirme,
y mi rubor en
el patio del colegio
en presencia de tantos compañeros.
Repliqué ese
gesto con mis hijos
cuando
descifré el motivo paternal,
sublime y
natural que lo inspiraba.
Y como yo, ellos también se sonrojaron.
Buen hogar
tienen tus libros y tus cuadros,
los volúmenes
de tu biblioteca están cuidados.
De niño me
resolvieron las tareas
de adulto han nutrido mi intelecto.
Tu pluma,
padre, se adaptó a mi mano,
tu lucidez
iluminó mi pensamiento,
lo académico
se metió en mis venas;
me guía el orgullo de emular tus pasos.
Me aproximo a
tu encuentro dichoso y sin afanes
agradecido
con el fruto que sembraste,
con el pesar de no haber sido más grande.
Luis María Murillo Sarmiento MD.