viernes, 15 de febrero de 2008

ENTRE LA AMANTE Y UN MATRIMONIO MAL LLEVADO

Los comentarios de José contra el matrimonio y las esposas tenían ponzoña casi siempre. Él afirmaba que se daban instintivamente, como algo que guardaba en su inconsciente. Y de pronto era verdad. Su matrimonio lo había predispuesto contra el matrimonio; y el comportamiento de Elisa, indispuesto con todas las esposas. «No hay duda –decía–, lo mejor que pudimos hacer ella y yo fue separarnos; aunque confieso que para el momento de la separación ya no me inmutaban sus ofensas. No la odiaba, porque el odio es un veneno que sólo amarga a quien lo proporciona. Apenas la ignoraba. Me ultrajaba, pero sordo a su alegato, no me daba cuenta cuándo terminaba. Era la percepción repentina del silencio la que me ponía al tanto de su ausencia». Pero sus amigos poco creían en el dominio de la situación que él invocaba. «¿Dónde quedan las represalias del crítico pugnaz?» –se preguntaban–. «¿Dónde la decisión del hombre indómito y audaz de tanto escrito?». En últimas les parecía que el escritor decidido y frentero no podía con su mujer. ¡La eterna paradoja! El hombre ingobernable, el invencible, el dominador del mundo, acorralado por su mujer en un rincón de su propio apartamento. A José le producía desazón la interpretación de los hechos, más que los propios hechos.

En su hogar la situación se había vuelto crónica, por crónica tolerable, y por tolerable sin solución. Evitaba discutir con Elisa y oponía el silencio a sus gruñidos. No como expresión de derrota, sino como manifestación de indiferencia. Pero de puertas para afuera todo era diferente. El problema era más que el eterno enfrentamiento con su mujer: era la presión de sus amigos demandando solución. Pero no fue por ello que se consiguió una amante, aunque la amante sirvió para aplacar las críticas; al menos por un tiempo. «No me siento por mi infidelidad culpable. Cada ultraje de Elisa es en mi conciencia un cargo menos. Cada encuentro con Pilar me compensa con creces un disgusto con Elisa», les explicaba a sus amigos, cual si ellos que habían propiciado la infidelidad, demandaran justificación alguna. Ellos lo celebraban, percibían que por fin se sacudía el yugo, que castigaba, que tomaba represalias. Era explicable, la confrontación entre Elisa y José había polarizado a muchos de sus allegados, y se diría que como en una justa, tomaban partido y esperaban el siguiente golpe para festejarlo o para exigir una revancha. Pero a él no parecía animarlo la venganza. «Todo ha sido casual –decía– y tan exquisito, que siento la necesidad de prolongarlo. Pilar existe para mi propia satisfacción, no es un medio para escarmentar a nadie». Pero Francesca, una amiga de iluminado pensamiento, siempre insistió en que Pilar era el castigo perfecto para Elisa, y para que el suplicio obrara todos sus efectos, Elisa debía ser notificada. Aunque siempre lo negó, fue ella quien envió el anónimo: «José no volverá a ser el blanco de tu infamia. Una mujer mejor que tú se ha conseguido».

Con Pilar, decía José, Elisa encontró el pretexto para justificar sus atropellos pasados, presentes y futuros. «A todos hizo ver que su ira contra mí no era gratuita. Decía que esa maldita infidelidad –que no llevaba ni seis meses– había horadado “hacía años” toda su confianza. Que había acabado con el amor. Amor que muchos sospechaban que Elisa jamás había sentido». Y su relación con Pilar, hasta ese momento, un verdadero oasis, comenzó a debilitarse.

Pilar era comprensiva, amorosa, paciente, prudente, considerada. La perfecta amante. Siempre a su sombra, siempre pasando desapercibida, siempre ocultando o negando la relación en público, pero viviéndola en privado con toda intensidad. Demasiado buena, creía José, para sobrevivir a los ímpetus destructores de un mujer burlada. Elisa enfiló su furia contra ella; la persiguió, la humilló, la difamó, la puso en boca de todos, en los peores términos. Y el idilio de hadas comenzó a esfumarse.

Nuevas mujeres llegaron a su vida, pero en más clandestinidad y más secreto. Ya no enteraba a todos sus amigos; para la mayoría era un hombre solitario, un hombre mal casado y sin pareja. Volvieron las críticas a su pasividad y las presiones: «Lo que tienes que hacer es separarte». Finalmente le pareció correcto y terminó por divorciarse.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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