viernes, 28 de marzo de 2008

LA PESTE

Devastadoras fueron las epidemias que padeció la humanidad y que postraron con igual severidad a humildes pueblos como a poderosos imperios. En el año 430 a. C. Atenas padeció la Peste de Tucídides que acabó con la vida de Pericles y la de un tercio de los atenienses. En Roma en el año 167, la Peste Antonina redujo a la mitad la población romana. La peste que surgió en el puerto egipcio de Pelusium en el año 542, se propagó por Asia y Europa y cien millones de personas perdieron la vida. Más cerca de nuestros días, en 1720, Marsella sufrió la peste que dejó hasta mil víctimas fatales por día. Son apenas ejemplos de las muchas veces en que la peste asoló al hombre. Cuadros de dolor plasmados por el pincel y la pluma en las obras de importantes artistas y escritores, algunos de los cuales bajaron a la tumba como trágicos protagonistas de las epidemias por ellos retratadas.

La idea del castigo divino prevalecía aún en las mentes más esclarecidas del siglo XVII. “Indudablemente el hecho de que la peste nos haya visitado es un castigo del cielo... un mensaje de su venganza” escribía Daniel Defoe en 1665.

La muerte negra (peste bubónica), que en 1348 acabó con casi un tercio de la humanidad, partió probablemente en 1347 de Asia para propagarse por Europa. Huyendo de los tártaros, sitiadores de Caffa, a su vez exterminados por la peste, los genoveses se hicieron a la mar llevando consigo la más temible compañía, la peste negra. Los pocos que llegaron a la patria, uno de cada mil de los que partieron, tras la alegría inicial de su regreso fueron rechazados, y de puerto en puerto, sin poder desembarcar, fueron dejando tras de sí, por toda Europa, el horror de la peste negra. Doce de cada trece enfermos se dice que morían.

Almas caritativas hubo sin embargo dispuestas al sacrificio, que cuidaron a los apestados, pero las más de las veces la epidemia "había provocado tal horror en el corazón de los hombres y mujeres, que el hermano abandonaba al hermano, la mujer al marido y hasta los padres temían mirar y cuidar a sus hijos..." escribió Bocaccio.

Contra el macabro espectáculo de la muerte, el mundo no tuvo otra alternativa que acogerse a Dios. Clemente VI adelantó el año santo para la Pascua de 1348. Un millón doscientos mil fieles en piadosa peregrinación llegaron a Roma, más de un millón, víctimas mortales de la peste, jamás regresarían.

Los médicos no podían aconsejar más que huir de los sitios apestados. Previniendo el contagio, los médicos del siglo XVII vestían trajes de cuero o túnicas que los cubrían de la cabeza a los pies, protegían con vidrios sus ojos y utilizaban curiosas máscaras con llamativo pico, que contenía las esencias aromáticas con que pretendían neutralizar los miasmas. Desconocedores de su origen, evitaban todo contacto con el paciente, se protegían de su mirada, de su aliento y del pestilente olor de los bubones, los que drenaban y cauterizaban con un hierro al rojo vivo. Esencias de canela, nuez, alcanfor, azafrán y ámbar (de exclusivo uso real), se usaban en las vestimentas para prevenir la peste. Nada más que colonias y perfumes heredaría al porvenir tal terapéutica.

Los enfermos eran obligados a permanecer en su casa, so pena de muerte, y tras su fallecimiento se prendía fuego a su vivienda. Los cadáveres eran dejados en las noches a la puerta de las casas, para ser recogidos y cargados en carretas. Las fosas comunes abundaban, y grandes fogatas con sahumerios se hacían para purificar el aire. La creencia en la bondad de las hogueras persistió hasta final del siglo XIX. En Marsella y en Tolón se emplearon contra el cólera en 1884 por orden de las autoridades.

Para evitar la introducción de la peste los inmigrantes eran aislados, "quaranta giorno", que fueron el origen de la cuarentena. Detectada la peste la gente huía de las ciudades. Finalmente en el siglo XVIII se optó por la cuarentena de las poblaciones evitando la diseminación y se cerraron las fronteras. Menos frecuente fue la peste, pero no desapareció.

En más de tres siglos de buscar Europa remedio a tantas epidemias, pocos fueron los progresos. La ciencia sobre su origen no aportaba luces. Sólo con los grandes descubrimientos del siglo XIX el hombre pudo hacerles frente. Las disparatadas terapéuticas dieron paso entonces al análisis de secreciones y tejidos en pos del agente causal, a la desinfección con fenol, al tratamiento cuidadoso de los excrementos, al aseo de los tendidos, de las vestimentas del enfermo y de las paredes de los hospitales que se procuraron mantener inmaculados. Aunque la peste era la misma de hacía siglos, las sencillas medidas de higiene finalmente permitieron controlarlas.

Un inesperado accidente fue, como en tantos otros descubrimientos, el punto de partida que permitió conocer el origen de la peste. En 1897 Georg Sticker, miembro de la Comisión Investigadora de la Peste en la India, adquirió la enfermedad al ser picado por las pulgas de las ratas. En la pústula de la inoculación, se descubrió el bacilo de la peste. Simmond se ingenió entonces un sencillo experimento. Colgó a diversas alturas jaulas con conejos y confirmó que los animales colgados a mayor altura que la del salto de las pulgas no enfermaron, los demás por el contrario adquirieron la peste y fallecieron. Eran en conclusión las pulgas las que transmitían la enfermedad tras tomar de las ratas enfermas los bacilos. Por eso la cuarentena y los cierres de fronteras no eran medidas eficaces. Impedían el desplazamiento del enfermo pero no el de las ratas ni las pulgas. Con el aseo en los hospitales y el control de las pulgas desapareció la peste. Se podía finalmente explicar cinco siglos después la bondad de la incineración de las basuras que el médico judío Balavignus propuso a su ghetto durante la peste europea del siglo XIV. Los judíos sufrieron solamente 5% de las muertes que afligieron a las demás comunidades europeas. La quema ahuyentó del barrio judío a las ratas con todo y las pulgas que portaban el germen de la peste.

Pensar que de muy antiguo viendo morir por millones a las ratas durante la epidemia, se llegó a imaginarlas culpables de su propagación, o cuanto menos presagio de la enfermedad, pero tan interesante observación jamás fue sometida a un análisis profundo.


BIBLIOGRAFÍA
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LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Del oscurantismo al conocimiento de las enfermedades infecciosas")

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