viernes, 29 de febrero de 2008

LAS BATALLAS CONYUGALES

Elisa no era una persona fácil. Se parecía mucho a Mariana, aunque más acoplada con la realidad. José, sin embargo, no percibía la semejanza. En Elisa sólo reconocía agravantes, en Mariana, no veía más que atenuantes. Era natural, al fin y al cabo Mariana era su hermana.

Elisa era presa del resentimiento. «A cambio de flores –decía José– ella riega todos los días su matorral de odio». Ese nefasto sentimiento, que había crecido como pan con levadura, terminó con su objetividad, a tal punto que toda acción u opinión de José era blanco de sus dardos. Era hiriente y malintencionada, al decir de José a sus más íntimos amigos. «Sus comentarios son públicos y despiadados, ansían arrasar mi reputación, pero sólo consiguen el rechazo de quienes me conocen. Es que fácilmente se descubre el veneno que hay en sus palabras». Y era cierto, aunque Elisa contaba con amigos solidarios, José lejos del desprestigio que ella procuraba, solía salir indemne; unas veces con la conmiseración de las personas, otras con su solidaridad, y en no pocas ocasiones con su aprecio. Tenía carisma. Tal vez por eso cuando decidió separarse, ni Javier, el más reaccionario de sus amigos, se esforzó en mantener casada a la pareja. Pero también hay que decirlo, el círculo más próximo a su esposa lo repudiaba y se apoyaba en sus escritos provocadores para condenarlo.

Al ver el punto de no retorno al que la enemistad había llegado, resultaba difícil pensar que un día había sido feliz esa pareja. «¿Cuándo –se preguntaba José– brotó esa semilla virulenta?». Analizaba la relación, y más que descubrir motivos de unión, terminaba por declararse incapaz de entender como habían podido atraerse personas tan opuestos. Echaba la culpa al enamoramiento, con su poder perturbador. Sus personalidades eran el agua y el aceite. Que su mujer no participara de su mundo intelectual carecía de trascendencia, era excusable; cualquier mujer, apenas simpática, lo habría podido hacer feliz sin tener que penetrar en el lado erudito de su vida; pero Elisa a más de menospreciar sus más preciados intereses, erigía dogmas contra todo cuanto la intelectualidad de su esposo defendía. Con los años, todo lo de José le fastidiaba a Elisa, y todo lo de Elisa a José lo exasperaba.

De los enfrentamientos José aprendió a guardar silencio. «Sin adversario la discusión se acaba». El deseo de defender a brazo partido sus ideas no tenía sentido frente a una mente negada a escuchar sus argumentos. «La cantaleta es un murmullo inaudible en mi mente; dejo de escucharla antes de que se acabe. Y se acaba porque ni yo le presto oídos, ni Elisa tiene argumentos para prolongar su insípido monólogo. Su disparatada perorata dejó hace tiempo de incitar mi deseo de refutarla. Más interesante me parece tratar de descifrar los morbos de su corazón y de su mente».
El tedio de esa relación siempre lo llevó a Alicia, su eterna confidente. Ella identificaba con certera precisión los motivos de sus cambios de ánimo, y descubría en sus escritos lo íntimo y lo oculto, que pasaba por impersonal al lector desprevenido.

«El apego enfermizo a la responsabilidad puede hacer que algunas personas cumplan con sus deberes. Preparan el desayuno, tienden las camas, lavan la ropa, asean la casa, hacen mercado, dirigen las tareas y pagan las pensiones; cuánta perfección, si no fuera por el odio con que las realizan, cobrando con agravios a los beneficiarios de sus acciones obligadas. Porque sin amor toda obra, por insignificante que parezca, es para quien la efectúa un enfadoso sacrificio; en tanto el auténtico sacrificio, realizado con amor, es el mayor de los placeres».

– ¿Aprovechaste –dijo Alicia– que Elisa no te lee para retratarla de cuerpo entero en el artículo?
–Si me leyera probablemente no se reconocería. Para sí misma, ella es perfecta.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")


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