sábado, 10 de mayo de 2008

LA TUBERCULOSIS

Temeroso de las enfermedades que no podía controlar, el hombre antiguo, con frecuencia repudió a las víctimas de los padecimientos y tendió sobre ellas un manto de culpabilidad. No ha de extrañarnos por tanto que una enfermedad como la tuberculosis, en la India fuera considerada impura y que a los enfermos se les proscribiera con la intención de que no transmitieran su impudicia.

La tuberculosis fue conocida por muchos siglos como tisis y fue confundida por los médicos griegos con la malaria. No contagiosa ésta según ellos, tampoco debía serlo "su forma pulmonar", la verdadera tuberculosis. Otra era sin embargo la creencia popular que llevaba a apartarse de los tuberculosos. No obstante la tuberculosis nunca fue epidemia.

Aceptando la teoría hipocrática de que el aspecto característico del tuberculoso era heredado, hasta los trabajos de Koch vivió el mundo de ciencia en el error de considerar hereditaria una enfermedad que era contagiosa. Hasta él, muchos dudaron, pero nadie fue capaz de sepultar el dogma. Personas que nunca enfermaron a pesar de vivir entre tuberculosos hacían dudar de su transmisibilidad.

Fracastoro, convencido de su carácter contagioso, pregonaba que los utensilios del paciente podían por años trasmitir la enfermedad, y consiguió que las autoridades italianas dispusieran en 1537 el aislamiento de los tuberculosos y la destrucción al fuego de sus pertenencias tras su muerte. En contraste con el pueblo que lo aceptaba y comprendía, los médicos ciegamente aferrados a los conceptos hipocráticos se negaron, a pesar de la evidencia, a aceptar que la tisis fuera contagiosa y resistieron la medida.

Poco consuelo hubo para los enfermos de "la peste blanca" hasta nuestro siglo. Galeno consideraba casi imposible tratar la enfermedad. ¿Cómo curarla si el reposo imprescindible no se conseguía en un órgano en permanente movimiento? Siglos después Forlanini (1882) produjo el neumotórax terapéutico, inmovilizó el pulmón y detuvo la actividad de la enfermedad.

En tanto sangrías e inútiles curas de aguas minerales se prescribían a los enfermos, anatomistas y patólogos hacían grandes descubrimientos. A los "tuberculum" que descubriera en los pulmones, Sylvius (1614-1672) les atribuyó la causa de la enfermedad. Ellos fueron en 1695 los que dieron a la tisis el nombre de tuberculosis. Morton describió las etapas clínicas, Laennec demostró que era enfermedad sistémica y Virchow la hizo objeto de detallado estudio al microscopio.

Al descubrir Pasteur que los microorganismos podían por su rápido crecimiento provocar enfermedades y causar la muerte, se atrevió a postular que la tuberculosis podía ser un padecimiento bacteriano; pero los médicos lo menospreciaron: ¿Qué podía saber un químico de tuberculosis?

Koch creyó en el origen infeccioso de la enfermedad y se dio a la tarea de descubrir su agente, pero las técnicas de cultivo y coloración resultaron infructuosas hasta que el destino hizo que en un portaobjetos con material tuberculoso olvidado en azul de metileno aparecieran los bacilos que nunca pudo observar al prepararlos con azul de metileno fresco. A los 39 años, el 24 de marzo de 1882, Koch presentó su trabajo a una comunidad médica que no podía aplaudir un descubrimiento que echaba por tierra sus conocimientos. Pero el microscopio estaba allí, disponible para confirmarlo. Se demostraba por primera vez la naturaleza parasitaria y contagiosa de las enfermedades infecciosas del hombre. La relación causal hasta entonces sólo había sido demostrada en el carbunco de los animales.

El aislamiento del bacilo parecía imposible, pero al final los resistentes cultivos terminaron por someterse al ingenio de Koch. En el cobayo descubrió el medio ideal para conseguir su crecimiento.

Con el descubrimiento del bacilo de la tuberculosis que llevaría su nombre, también demostró Koch que no obedecía la enfermedad a un problema alimenticio.

La enfermedad era transmisible, pero el aislamiento del enfermo a la usanza de la Edad Media era impracticable. Por lo pronto se buscó el control de los esputos en recipientes con desinfectantes en lugares públicos y se ordenaron curas de reposo en las montañas. Entre tanto llegó la era industrial, que contribuyó notablemente a la difusión de la enfermedad. Al descubrir Koch el bacilo, la enfermedad causaba una de cada siete muertes.

Los trabajos del sabio alemán prosiguieron hasta obtener en 1910 un extracto de toxinas del bacilo, "la tuberculina de Koch". Desde 1890 había anunciado el investigador los halagadores resultados de sus experimentos en cobayos, que sugerían la posibilidad de curar la temida enfermedad y que recibieron una publicidad tan inesperada, que instituciones científicas, universidades, gobernantes de muchos países y todo tipo de celebridades lo hicieron objeto de sus homenajes. Lister lo visitó en Berlín, Pasteur recibió en París, entusiasmado, una muestra de su vacuna, muchos científicos visitaron su laboratorio, y Prusia le construyó el Instituto de Enfermedades Infecciosas, hoy de Koch, a semejanza del de Pasteur, como reconocimiento y estímulo a su obra. Fueron primero dosis débiles de bacilos tuberculosos y luego cultivos muertos los que confirieron a los cobayos resistencia contra la infección. Pero esos mismos bacilos muertos inyectados en la misma dosis a los cobayos enfermos, les causaban la muerte; en una ínfima concentración, por el contrario, hacía que los cobayos curaran. Los animales enfermos eran hipersensibles a los bacilos tuberculosos, el éxito de los resultados dependía de la concentración administrada. ¿Qué pasaría en el hombre? Obtuvo Koch un extracto de toxinas del bacilo en glicerina, que llamó tuberculina y la experimentó en sí mismo, padeciendo una breve pero intensa reacción, pues el hombre resultó ser mucho más sensible que el cobayo. Conseguida así una dosis de referencia para el ser humano, utilizó la tuberculina en sus pacientes, en dosis progresivas y pequeñas. El mundo convencido de que curaría la enfermedad la recibió esperanzado, pero a los halagadores resultados iniciales, siguió desafortunadamente el desencanto. Pero la tuberculina se convirtió de todas maneras en un valioso aporte al diagnóstico de la tuberculosis, y la idea de Koch retomada en el Instituto Pasteur por Albert Calmette, condujo a la elaboración de una vacuna efectiva. Los noventa lactantes que por error murieron en la ciudad de Lübeck tras la aplicación de la vacuna, no consiguieron desvanecer su fama, y en la leche se siguió administrando a miles de recién nacidos. Trece años de cultivos e inoculaciones sucesivas le habían tomado a Calmette para despojar al bacilo de su virulencia.

El genio inagotable de Koch trató también de explicar la escasa frecuencia de la tuberculosis intestinal a pesar del consumo habitual de leche contaminada, y en 1901 explicó a los asistentes al Congreso Internacional de Tuberculosis en Londres el motivo: los bacilos de la tuberculosis bovina y humana eran diferentes y los peligros para las especie diferían, solamente para el huésped habitual eran considerables.


BIBLIOGRAFÍA
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LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Del oscurantismo al conocimiento de las enfermedades infecciosas")

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