viernes, 15 de agosto de 2008

LAS NAVIDADES Y LA REMINISCENCIA DEL DICTAMEN

La Navidad siempre fue feliz para José porque nunca le permitió la entrada a la nostalgia. Era para él un tiempo para disfrutar y descansar, para mostrar una sonrisa, para olvidar las penas, para ser indulgente y complaciente. Gozaba con las luces y el retumbar de la pólvora, con el árbol, con el pesebre, con la música y los arreglos navideños.
Recién había el año comenzado, cuando él se convenció de que la próxima Navidad no lo encontraría presente. La entrevista con el médico había sido terminante. Prefirió olvidarse del porvenir y sumirse en el pasado, dejando desfilar una a una las navidades por su mente.
Primero vio entre brumas un tumulto de chiquillos en plena algarabía, entre ellos él, de tres o cuatro años, insistiendo en tocar su pandereta, mientras los adultos intentaban sin éxito imponer la disciplina para cantar los villancicos. Llegaron luego recuerdos más nítidos, como el primer regalo de Navidad del que tenía conciencia. Lo había dejado –le habían dicho– el Niño Dios sobre su cama. Era un triciclo de colores vivos. También llegó la memoria de la Nochebuena en que confirmó que los regalos los traían los padres, y la primera Navidad en compañía de su primer amor. Hasta las navidades en casa de Elisa asaltaron su memoria: era una reminiscencia digna, nada premonitoria de los malos ratos que vendrían. Evocó la primera Navidad con Eleonora, colmada de amor y de regalos. Años maravillosos en que retribuyó como padre todo el afecto que recibió de niño. Pero Eleonora creció, y en ausencia del alborozo infantil, la Navidad se volvió más sobria y solitaria. Vino a su mente Scrooge como encarnación de quienes la detestan, y pensó en los que con la Navidad arropan su tristeza. Él no era ni lo uno ni lo uno. De pronto en ausencia de alguna compañía la Nochebuena lo había cogido en la intimidad de su estudio, solo sí, mas no afligido, pues tal era su alborozo que preparaba el apartamento como para una fiesta, una fiesta con sólo un convidado. Encendía todos los focos, inundando de luz hasta el más pequeño de los rincones del apartamento, prendía el equipo de sonido, lo cargaba con discos compactos de melodías tradicionales, y se sentaba a degustar un buen licor en su silla favorita. Poco antes de la media noche se servía un exquisito lomo de cerdo en salsa de ciruelas, el que siempre prefería al pavo acostumbrado, y a eso de las doce de la noche se asomaba al balcón a ver el espectáculo multicolor de los juegos pirotécnicos. Esa soledad plácida se interrumpía con las llamadas de costumbre: de Piedad, de Alicia, de Claudia –la ex amante que nunca lo olvidaba– y de Eleonora. Aunque lo más frecuente era que su hija lo acompañara desde la media noche, después de cumplir las mismas obligaciones con su madre.
No habría más navidades, se dijo con nostalgia. El médico había sido demasiado franco al explicarle que había entrado en un deterioro acelerado que conduciría a la muerte.
–Señor Robayo, no soy amigo de ponerle plazo a mis enfermos, pero es un hecho que el tiempo se nos está agotando.
Le recalcó que el final de la vida era tan natural como llegar al mundo, y le habló del cuidado paliativo.
–Ese cuidado significa que se controlará el dolor, que tendrá descanso reparador, que lo mantendremos hidratado, y que buscaremos la forma de alimentarlo de la mejor manera. Tendrá compañía en todo momento, así como la atención profesional que necesite. Podemos entrenar familiares en los aspectos técnicos de la asistencia. Morir en su casa, tranquilamente, disfrutando del afecto de los seres queridos es el ideal de la mayoría de los enfermos.
José pensó que era mejor alejar la sombra del hospital en su agonía, pero cierto presentimiento le indicaba que no sería posible. Cuando llegaron las complicaciones el hospital se convirtió en su casa.
Recordar aquel episodio lo hizo revivir el día en que le dieron el dictamen. La muerte había sido por años, y sin necesidad, el eje de sus pensamientos, y aseguraba que celebraría con un abrazo su llegada. Pero cuando el doctor Mendoza le confirmó el diagnóstico, ni remotamente esperó estrechar a la parca entre sus brazos. Tampoco perdió la compostura. Con desazón escucho las explicaciones pertinentes. Desde que el cáncer inicial se llama in situ y es curable, hasta que el suyo era un infiltrante que le quitaría la vida. Él lo entendió así, aunque el médico en ningún momento abatió sus esperanzas. Del consultorio salió sereno, al encuentro de su hija que lo esperaba en la sala de recibo. «Malas noticias, ha comenzado la cuenta regresiva». Se trenzaron en un estrecho abrazo. Fue parco, le dio pocos detalles. Le pidió que lo dejara sólo, para poder ordenar sus pensamientos. Ella se marchó en el auto y José se fue perdiendo entre los transeúntes. Pensó que todo moribundo debía hacer un balance, como quien deja un cargo, y vertiginosamente fue pasando su vida por su mente. Se sintió satisfecho. Pero al volver al presente lo sobresaltó la certeza de su deterioro lento y progresivo, doloroso sin lugar a dudas. De todas maneras nada que miles de millones de humanos no hubieran padecido.
Angustia por el momento de la muerte no sentía. El recuerdo de los amigos idos le hacía ver con naturalidad el trance. Aunque el recuerdo de cada desenlace parecía más motivo de intranquilidad que de sosiego. Cada fin era particular e inolvidable. ¿Sería el suyo como lo había planeado?
En los días siguientes la muerte lo puso a pensar en demasiadas cosas. Los asuntos de sus bienes y su sucesión hacía tiempo los tenía resueltos. Pensaba en los proyectos postergados que se quedarían aplazados definitivamente; pensaba en su obra, que sería uno de los medios para recordarlo; pensaba en sus seres queridos y en el trance de la separación; y pensaba, ¿por qué no?, en un reencuentro, pues no tenía indicio que le impidiera suponer que se reuniría con quienes lo habían antecedido.
Comenzó a enfrascarse en cuestiones religiosas y morales. Quisiéralo o no, la muerte tenía que ver con ellas. La posibilidad de un más allá, de un encuentro con Dios, de un premio o de un castigo, eran asuntos de los que no podían dar testimonio ni el más creyente, ni el más reacio de todos los agnósticos. El bien, el mal, lo mundano, la virtud, los instintos, el pecado, la infidelidad, el placer, la libertad, la ira, la venganza, la santidad, los sentidos, la eutanasia, eran ideas perseverantes en su mente. Todas tenían que ver con la suerte de quien traspasa las fronteras de lo conocido. Las hizo objeto de sus reflexiones, y como buen escritor, las fue consignando en una agenda, y en últimas en lo que tuviera a mano. A veces las mezclaba con los sucesos diarios y les ponía un título que le permitiera identificar el contenido, como «El último prólogo», «Muerte y bondad: objeto de mis sueños», «Eutanasia», «Mariana», «Un juicio en mi inconsciente», «El estoicismo», «Javier», «Alicia», «Mujer, sexo y ternura», «La santidad», «Irma y el conocimiento del amor», «Juicio de Dios y de los hombres», «En lo íntimo, ni la religión ni la moral», «Al fin frente a la muerte» o «Lo mejor, la infancia».


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")


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