sábado, 9 de febrero de 2008

JOSÉ DESCUBRE QUE SU CÁNCER CIENTÍFICAMENTE ES FASCINANTE

Ante la inminencia de la muerte y la posibilidad del sufrimiento, el tema del suicidio y la eutanasia rondó la mente de José, pero a pesar de la connotación afectiva no dejó de ser un ejercicio intelectual y frío. En lo personal poco lo seducía. Aceptaba la vida como fruto de la creación divina, pues algo tan complejo y maravilloso no lo consideraba producto del azar. Pero le reconocía una individualidad intocable, lo que quería decir que era un bien del que sólo debía su dueño disponer. Y para José el dueño de la vida era el morador del cuerpo en el que ella residía. De modo que sin compartir los motivos del suicida, reconocía su pleno derecho a terminar su vida. Bajo esa perspectiva la eutanasia también tenía su asentimiento. Pero involucrar a un tercero haciendo de verdugo no lo convencía: «Por piedad a nadie le quitaría la vida. Acepto el derecho que tiene el moribundo de acelerar su fin, pero es mejor que lo consiga por sus propios medios». Para sí, no tenía previsto un desenlace tan extremo; estaba preparado a una muerte natural, ajena también a las medidas heroicas que prolongan la vida encarnizadamente.

Esas reflexiones lo llevaron a la tasación de la existencia. Se preguntaba cuánto valía la vida, y si era el don de mayor precio. Decía que sí, tratándose de la vida ajena, pero no podía ser tan rotundo con la propia. Siempre había dicho que otros valores como la libertad, la más preciada de sus convicciones, estaba por encima de ella: «Por la libertad, hasta la misma vida».

Su descuido por vivir parecía real, pero también podía traducir cierto apego a la existencia bajo el criterio de que tanto cuidado es ominoso, y que siempre se pierde lo que más se quiere; pues su indolencia con su salud y con su cuerpo no iba a la par con el esmero con que procedía con la existencia ajena. De todas formas sin importar cual fuera el verdadero sentimiento, a José no le faltaban los arrestos para hacer mofa de su circunstancia: «Claro que si hubiera sido menos descuidado no estaría muriendo de éste cáncer... otra dolencia a la tumba me estaría llevando».

Y con esa tranquilidad se puso a investigar, aunque tarde, sobre los síntomas de su dolencia. Decía que su interés era sólo académico porque ya no iban a cambiar las cosas. «Al menos sirve para exculpar a mi estómago, que siempre me avisó que estaba enfermo». Recordaba, por ejemplo, las heces oscuras que él desestimaba por ser tan infrecuentes, o la pérdida de peso por la que sus amigos lo encontraban más apuesto. Y síntomas que toda la vida lo habían acompañado, como el meteorismo, la epigastralgia, la náusea y la dispepsia, que a fuerza de soportarlos los identificaba como manifestaciones benignas de un mal sin mayores consecuencias.

En las lecturas iniciales se encontró con el Helicobacter pylori, una referencia obligada en los artículos sobre el cáncer gástrico. Muchas veces tuvo esa bacteria, numerosas veces lo trataron, en otras tantas no le formularon nada. Sin ánimo de reclamar, un día se lo comentó al doctor Mendoza, y él le sacó de la cabeza la idea de que ese microorganismo y el cáncer de estómago fueran inseparables. «¿Qué tal, José, que le sacáramos el estómago a todos los que tienen la infección cuando sólo una proporción minúscula de los infectados llega al cáncer gástrico? Su presencia no es suficiente, tampoco es necesaria. Ni siquiera se ha aprobado el tratamiento para todos los que portan la bacteria».

Con las indagaciones la enfermedad se volvió afectivamente menos pérfida y científicamente más interesante. «Es que es apasionante –le decía a Eleonora– saber como esos cambios en un mundo microscópico terminan por matar a una persona. Todo es sutil e imperceptible, molecular y celular, lento pero seguro. No es un error de la naturaleza, sino una transformación infalible que busca la extinción. Tan precisa como el proceso que mantiene la existencia. Una transformación que articula armoniosamente la vida con la muerte. Una ley imperiosa de la naturaleza. Toma la gastritis atrófica como el punto de partida y observa esta evolución tan fascinante: La inflamación de la gastritis crea con su renovación celular acelerada, una condición propicias para el cáncer. Si la atrofia de la mucosa se le suma, decrece la acidez, y con menos acidez en el estómago, los organismos que transforman en cancerígenas ciertas sustancias de los alimentos proliferan. Esas sustancias son los nitritos que aquéllos convierten en nitrosaminas. Pero antes que cáncer, hay metaplasia intestinal y más tarde displasias, enfermedades que pueden regresar. Y en cada paso puede el enfermo intervenir, previniendo o alentando la transformación maligna. Los tumores, Eleonora, no nacen de improviso». Y su enfermedad no había sido la excepción. Todo los pasos los habían cumplido. Mientras hubo sensatez en sus controles las biopsias descubrieron la gastritis crónica, la gastritis atrófica y hasta la metaplasia intestinal, a la que por ignorancia no le encontró su real significado.

Sus escritos, como sus visitantes, mantenían fresca la historia de su enfermedad: Había atribuido a los tragos de un coctel las náuseas y un fuerte dolor en la boca del estómago, y esperó como siempre que los síntomas se calmaran con el hidróxido de aluminio, la ratinidina y la metoclopramida. Pero la indisposición progresó hasta doblegarlo. Una diarrea como alquitrán lo hizo temer que el tratamiento estuviera fuera de sus manos. Pero fue el vómito, mezcla de un líquido verdoso con grumos de color café, coágulos y sangre fresca, el que lo hizo consciente de que era urgente la asistencia médica. En ambulancia Eleonora lo llevó a la clínica. Resultó breve la que creyeron una estancia prolongada. La hemorragia se controló y la transfusión lo dejó en inmejorables condiciones. Sólo la incertidumbre del diagnóstico los mantuvo en vilo. Finalmente llegó la noticia presentida: Adenocarcinoma antral, moderadamente diferenciado e infiltrante. Nada nuevo en su expediente, pues el informe de la endoscopia ya lo sugería, sólo que el médico no había querido notificarlo sin el soporte de la patología. En la endoscopia se había observado una masa antes del píloro, con pliegues engrosados y bordes imprecisos, sorprendentemente ni ulcerada ni sangrante. Era el cáncer. Vecina a ella, una zona de gastritis erosiva explicaba la hemorragia. ¡Vaya hallazgo! Un cáncer avanzando silencioso, y una gastritis causando el alboroto que terminaba por delatar la enfermedad maligna.

José se había reservado placeres para colmar los últimos días de su existencia, pero prefirió esperar más que un indicio. Con los hallazgos de la ultrasonografía endoscópica y de la tomografía axial computarizada, se convenció de que la enfermedad había llegado a un punto sin regreso. La laparoscopia, intervención menor que le recomendaron, la difirió hasta que realizó sus sueños. Fue un tiempo que no propiamente podría calificarse de perdido, pese a que llevó al tumor al último de los estados. Restablecido de la laparoscopia, el doctor Botero le reveló en detalle todos sus hallazgos y le explicó el acelerado deterioro que vendría. José recibió quimioterapia paliativa y volvió a su apartamento. Su estado en decadencia motivó una atención más esmerada. Eleonora procuró brindársela a costa de un trajín insostenible. José se oponía a la contratación de una enfermera y sólo admitía que Javier, Piedad y Alicia anduvieran con toda libertad por sus dominios. Aunque su colaboración era valiosa, muchas eran las horas en que José quedaba solo, horas de interminable tensión para Eleonora. Había aceptado volver al hospital cuando no pudiera beber ni un sorbo de agua, pero fue un severo dolor el que lo hizo despedirse de su apartamento definitivamente. Tan intenso fue, que no se opuso a que lo transportaran de urgencia en ambulancia. Cosas de los paramédicos que insistieron en llevarlo. Ellos pensaban en su vida, José tan sólo en el dolor, y apenas pedía un calmante para morir tranquilo. En el hospital tuvo varias hemorragias digestivas y fue objeto de varias transfusiones. Incólume el tumor siguió creciendo; llegó al páncreas, comprometió el duodeno, y se arraigó en el hígado, en el pulmón, la pleura, la vesícula biliar, el epiplón y el mesenterio.

«De pronto otra sería tu suerte –se atrevió a decirle alguna vez Federico Castañeda– si hubieras aceptado luchar contra el mal desde un principio». «Eso no es cierto –le dijo José, en tono perentorio–. En un análisis de pronto masoquista, confronté mi decisión a la luz de las exploraciones posteriores. No me equivoqué. Las conjeturas hechas con el auxilio de los médicos indicaron que al momento de la biopsia la enfermedad ya era avanzada. Era un estado III, en una clasificación progresiva que sólo contempla cuatro etapas. Con un tumor enquistado en la profundidad del estómago, llegando hasta su músculo, e invadiendo los ganglios vecinos de la aorta, las posibilidades de recuperación eran muy pocas». Aludía a la tomografía y la ecografía endoscópica en que se fundó el estudio de extensión, como llaman los médicos a los exámenes que determinan la magnitud de la propagación del cáncer. «Sentirme mejor de lo que los estudios revelaban no era ninguna garantía. Hasta mi hígado, cuando ya mostraba en los exámenes señales de metástasis, era normal para los médicos que lo palpaban. ¡Es que estando herido de muerte se puede pasar por saludable! Si me hubiera entusiasmado con curas milagrosas, me hubieran abierto el abdomen para extirpar un tumor irresecable, me hubieran practicado quimio o radioterapia en sesiones intensivas, todo por una minúscula esperanza. En todos esos martirios se hubiera ido mi vida, dejando frustrados mis últimos anhelos». Tenía razón. Muchas de las conductas que con él tomaron demostraron responsabilidad y celo infinito por la vida. Humanamente no eran necesarias. «¿Qué hubieran hecho si un tromboembolismo pulmonar que sospecharon hubiera resultado cierto? ¿Hubiera muerto en la unidad de cuidados intensivos con todos los suplicios?», preguntaba José, a sabiendas de que a un moribundo desahuciado no hay por qué rescatarlo de la muerte.


LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO ("Seguiré viviendo")

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